22.1.23

Aires viciados


Termina uno La isla de los conejos, de Elvira Navarro, y cerrar el libro es como abrir una ventana, como salir de un cuarto cerrado y oscuro y respirar por fin el aire de la tarde. La prosa de Elvira Navarro está recargada de frases intensas, todas cortadas por el mismo patrón sintáctico, todas muy veloces y todas terminadas en seco, de manera que no hay sensación de flujo narrativo sino de ritmo machacón procesionario. Cada frase saca muchos hilos, dice muchas cosas, todo parece dictado por un poeta melopeo. En ocasiones suena como a corriente de ocurrencia, a decirlo todo, y decirlo de la manera más seria y más cruda, ulcerada de imágenes desabridas o tenebrosas, sin opción a la ironía.

Este horror vacui suele ser muy apreciado entre los lectores de páginas, que no de libros. Abres una página y aparece un sabroso plato de frases brillantes, pero lees el relato entero y la sensación es que ha contado tanto que lo que tenía que contar ha quedado semioculto, escondido en un bosque de frases estupendas, tapado por una vidriera de colores fúnebres que impide distinguir a los personajes. Y, si lees el libro hasta el final, la sensación es de que la autora estaba más pendiente de las frases que de las historias, que avanzan torpemente, como andando en un lodazal de palabras. Las historias, es cierto, tienen también esos ambientes viscosos, saturados de sudor y de humo. Hay un relato sobre alguien al que se le está pudriendo la boca y le huele el aliento, otro sobre un bicho que le sale a alguien en la oreja, o un biólogo morboso, varios sobre gente que se vuelve loca, o que no encuentra la salida, o sueña los sueños de los otros, o se dedica al espiritismo; sobre animales descompuestos, ratas extinguidas, aguas estancadas o parejas muertas.

Todo eso se puede tomar como un rasgo de coherencia estética: a los ambientes lúgubres les corresponde una prosa un poco hardcore, los frikis al estilo McCullers arrastran por la página un maquillaje siniestro. En ocasiones (París Périphérie), interpeta un aseado ejercicio de estilo cortazariano/vilamatasiano, pero en general se deja llevar por cabos que lanza y que no termina de recoger, en parte porque se enreda en un desarrollo que pronto resulta cargante.

La isla de los conejos, no obstante, por lo que he visto por ahí, va para libro de culto, con valedores que se dedican al proselitismo de lo aparatoso. Y a mí me suena a prosa juvenil, a cuando quieres contarlo todo y te da miedo quitar una sola frase o dejar alguna que no pase los controles de solemnidad. Uno tiene ya muy lejos ese tipo de literatura, ese expresionismo altivo que se esconde entre las sombras. Hay aquí relatos que son un concentrado argumental que daría para una larga novela con las proporciones y el aire adecuado, no solo para que la prosa respire sino también el lector.

Uno va buscando voces nuevas y encuentra métodos antiguos: la prosa borbotón, la severidad motorizada, el ahí queda eso, barbero. Desde antiguo los escritores más barrocos encontraron en la estética de la putrefacción un campo abonado para sus piruetas estilísticas, pero los buenos intérpretes no se permitían el rollo macabeo ni la prosa de aluvión. Demasiadas veces se nota en este libro que la autora se ha dejado llevar por un impulso poético, pero luego no ha recogido las sobras, y con el tiempo uno juzga los libros de ficción por la discreción de su autor, por no interponerse entre el relato y el lector, por instalar un ritmo adictivo en quien lo lee, por eliminar las barreras entre la historia y su lectura. Cuando estaba leyendo el relato del halitósico (un tipo que tiene un trozo de paladar podrido y se va de vacaciones a las canarias con su novia, la narradora, a casarse de mentiras), cuando, con frecuencia, dejaba de prestar atención y tenía que empezar de nuevo el párrafo, me acordaba de otro cuento en el que alguien quiere sacarse de encima la ponzoña. Es el cuento Cuidado, de Raymond Carver, la historia de un tipo que trata de quitarse con un bastoncillo un tapón del oído, algo menos escabroso que la hedionda podredumbre de este otro. Pero ese cuento, con todo lo triste que es, está lleno de luz, es transparente como un cristal recién fregado, contado al ritmo que necesita el lector para contemplar el panorama, sin opinar, sin meter baza, sin abrir el gas, con el respeto de quien mira resuelto a no intervenir, y logra que el lector se pregunte por lo no expresado. Hay una distancia sideral entre la estética de Carver y la de Navarro, pero el propósito, lo que se quiere decir, viene a ser lo mismo. La distancia es el método, terso y conmovedor en el caso de Carver, confuso y gótico en el de Navarro. 


Elvira Navarro, La isla de los conejos, Random House, 2019, 155 p.

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