27.11.23

Paradoja de Leviatán


Salvo en países tan peculiares como Japón o Noruega, donde se sigue comiendo la carne, es muy poco, y muy exquisito, lo que se aprovecha de las ballenas: el aceite, el esperma y alguna que otra glándula, y todo con propósitos más cosméticos que terapéuticos. Los antiguos balleneros exprimían los cetáceos, llenaban sus barriles de ambrosía y dejaban que los tiburones limpiaran el resto a dentelladas. El valor mítico del leviatán era el goteo de su preciada sustancia, por más que para obtenerla hubiera que pescar una criatura monstruosa.
     Con Moby-Dick ha pasado algo parecido. Si se ha convertido en un gran clásico no ha sido gracias solamente a su volumen o la majestuosidad épica de su prosa, sino a que desde el principio se ha exprimido el aceite de su argumento, el esperma de su estructura trágica, en ediciones que despreciaban la carne y la osamenta del gigante, toneladas de ciencia ballenera que los editores tiraban al mar para quedarse con el mito de la ambición desmedida. Ni los guionistas de cine ni los sastres de ediciones populares tenían difícil el asunto: les bastaba con eliminar los muchos capítulos dedicados a la artes de marinería o a la fisiología de los cetáceos, y con reducir a cuatro líneas los abundantes monólogos entre bíblicos y shakespearianos. Y es esa traición a la integridad de la obra, ese desperdicio editorial continuado, el que, paradójicamente, le ha garantizado la supervivencia como gran clásico a esta novela, porque mucho me temo que si todo hubiera sido aceite y esperma, si toda la carne hubiera sido suculenta y todos los huesos aprovechables, el peso colosal de la novela la habría hundido en las aguas de la historia. Y, al contrario, si la novela no hubiese sido tan larga y, por momentos, tan grave, no habría gozado de ese respeto que tenemos por lo inabordable, esa unción hacia los libros demasiado largos que nunca nos animamos a leer. La Biblia se aprovecha de que pocos se la han leído de cabo a rabo, y de que muchos han extraído unas pocas historias y mensajes con los que han tenido suficiente para creer en ella.

Herman Melville lo tenía claro: «Para producir un libro colosal, debes elegir un colosal asunto. Jamás podrá escribirse un volumen grandioso y perdurable sobre la mosca, aunque muchos haya que lo han intentado» (p. 560). No estoy de acuerdo en absoluto; es más, creo que buena parte de la gran literatura universal sale de la atención a lo menudo, de los primores de lo vulgar, y que hay un, digamos, colosalismo de lo diminuto que triunfa más incluso de lo que se merece, sobre todo en materia de arte. Pero en el caso de Moby-Dick es evidente que así de colosal era el empeño. Melville urdió una tragedia con «el personaje que Shakespeare olvidó escribir», según la publicidad de una representación teatral de hace años, y sobre esa tragedia, que muy bien podía reducirse a lo que dura una representación convencional, fue acumulando grasa poética y científica y sobredorándola con todo el vocabulario marinero imaginable, que en esta también colosal edición de Akal se hace más llevadero por el glosario de términos náuticos que incorpora. El ingenuo lector que se frota las manos con las primeras escenas de Queeqeg, el buen caníbal, sale pronto a navegar a las procelosas y a veces tediosas aguas de la especulación poética, con frecuencia restallante, abrumadoramente hermosa, sobre todo cuando describe el mar. El capitán Ahab (aquí Ajab) es un ausente, como Ulises, que no aparece hasta la página doscientos y pico, y enseguida se retira, hasta que empieza la jarana pesquera y él se revela como un personaje irritante y contradictorio.

Este Ajab es un barco a la deriva. Melville, primero, lo rodea de misterio, con sus ausencias pertinaces y su tripulación fantasmal; luego, sobre todo gracias al sensato Starbuck, el oficial que le reprocha que ponga en riesgo a la tripulación entera por una obsesión que no deja de ser personal, Melville incluso se mofa de él, de sus problemas para subir al barco amigo, de sus órdenes atrabiliarias; pero finalmente puede en todos el instinto servil hacia un capitán («¡Oh capitán, mi capitán!», nos sonará muy diferente luego en Whitman) que simplemente ha perdido el juicio. Para quien no sepa el final (algo muy difícil después de las ediciones expurgadas que leíamos en nuestros años mozos), el verdadero suspense de la novela radica en saber cuándo Starbuck atará a Ajab a su silla atornillada y pondrá rumbo a casa, si es que, claro, puede reducir también a su guardia fantasmagórica y a una tripulación en la que tampoco abunda la cordura ni los sentimientos nobles. En realidad, salvo el héroe Queeqeg, el narrador Ismael (que, aparte de narrar, calla y otorga) y el buen hombre que es Starbuck, el resto de la tripulación hace honor a su desquiciado capitán: gente sin patria y sin rumbo, sin nada que dejar atrás, salvo, curiosamente, el propio Ajab, quien, a pesar de ser un viejo (tiene exactamente mi edad), ha dejado en Nantucket mujer e hijo que quedarán desamparados cuando la ballena nos haga por fin el favor de quitárnoslo de encima, porque si no es capaz de perseguirla otras mil páginas más.

Decidí leer una versión íntegra de Moby-Dick porque Irving la citaba mucho en El último telesilla, y sí, hay guiños evidentes, desde la amistad entre Ismael y Queeqeg (o el juego del punto y coma) a ese, ciertamente, espléndido final en el que el barco Raquel (como la madre del protagonista de Irving) rescata al único superviviente del Pequod mientras su capitán sigue buscando al hijo perdido en el mar. Ismael encuentra el ataúd de Queeqeg, el último favor del gran amigo, y a él lo encuentra la contrafigura de Ajab, el capitán del Raquel, un marino con sentimientos que no deja tirado a nadie, algo que sí hizo Ajab, que abandonó a su suerte a su familia, a su tripulación, a sus compañeros y a sí mismo por una obsesión estúpida de marinero viejo. Qué poca grandeza en un personaje tan colosal.


Herman Melville, Moby-Dick; o La Ballena, ed. Fernando Velasco Garrido, Akal, 2007, 944 p. 

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