A pesar de su prestigio como narrador, de que se codeara con lo más granado de la literatura europea en general y de la intelectualidad inglesa en particular, y de que disfrutara una vida de ensueño en Londres, en la campiña inglesa o, sobre todo, en su adorada Italia, Henry James pasó la mayor parte de su carrera herido por la sombra del fracaso. Después de muerto le esperaba la gloria, pero en vida se le regateó el éxito: vendió pocos libros, no encontró la comprensión que él hubiera querido para la evolución de su estilo, y cuando decidió ganar de una vez dinero escribiendo para el teatro sufrió uno de los más humillantes fracasos que recuerda la alta cultura. Al mismo tiempo, presenciaba cómo autores de menos calidad que la suya triunfaban hasta extremos exagerados, o que otros, llevados de una banalidad brillante pero hueca, lo apartaban a empujones de la escena. A esta paradoja, la calidad superior que no encuentra la acogida del éxito, al menos en vida, está dedicada esta magnífica novela.
La llamo novela porque no hace mucho le escamoteaba el nombre a otro libro basado en hechos históricos, y este de Lodge, salvo unos pocos pasajes que puntualmente aclara en la nota final, está íntegramente basado en hechos reales. La diferencia es que, además de una pulcramente diseñada construcción dramática, el libro de Lodge avanza por escenas, situaciones y diálogos, se remansa en descripciones y se acelera en narraciones de episodios secundarios, y si no fuera porque la vida de Henry James ya fue de por sí una novela, cualquier lector lo tomaría por pura ficción, un poco en el tono en el que varios escritores contemporáneos han acudido a los finales del XIX y, sobre todo, los principios del XX para dejar en su catálogo una genuina novela de época, como es el caso de Ishiguro (Lo que queda del día), Banville (El intocable) o McEwan (Expiación), largas y exigentes piezas que, si salen bien, como son los casos, son una verdadera delicia.
Pero Lodge no nos cuenta la vida de James, tan solo —aparte de su muerte, que abre y cierra la novela— los cinco años que dedicó al teatro y el tiempo que le costó sacar de su mente un trance tan desagradable. El estreno de Guy Domville, la obra que definitivamente lo iba a consagrar como autor dramático, fue cayendo en picado desde su primer acto, en parte porque a la obra le faltaba brío y en parte porque una claque de reventadores medio borrachos del gallinero convirtieron el final en una bochornosa vejación, con la en apariencia involuntaria pero afilada colaboración del propio director de la compañía.
Lodge deja suelta la pista del boicot organizado, pero el problema de James era otro, tan antiguo como el teatro. Tampoco Terencio, culto y bien relacionado, con todo a su favor para ser la máxima celebridad, se explicaba cómo el populachero Plauto le quitaba los espectadores; ni mucho tiempo después le haría mucha gracia a Góngora que Las firmezas de Isabela no pudiera competir con el peor de los refritos de Lope de Vega. Es lo que le pasaba a James con Wilde, y siempre ha tenido la misma explicación: el teatro es del público, no de las editoriales ni siquiera de los críticos, y el público, cuando se trata de comer, prefiere los huevos duros a las perlas cultivadas.
Pero en esos años aún hay otra contradicción que, esta vez más disimuladamente, amarga la existencia de Henry James. Su amigo George du Maurier (¡qué gran personaje, cómo irradia su bondad para iluminar al adusto James!), dibujante profesional, sufre serios problemas de visión y decide meterse a novelista para sacar adelante a su familia numerosa. Él mismo es un pintor frustrado que supo adaptar sus limitaciones físicas a la práctica del dibujo, a lo que ahora sería un viñetista, pero con eso no le da para la tribu que mantiene. Du Maurier cuenta una historia a James que el escritor desdeña por demasiado vulgar, o quizá por tener demasiados parientes conocidos, como pudiera ser Naná o la Esther de Oliver Twist, sin ir más lejos, como para tomarla como punto de partida de una de sus creaciones.
La sorpresa, histórica sorpresa, es que Trilby, la novela que Du Maurier escribe con el tema que desdeñó James, se convierte en uno de los primeros grandes best-sellers de la historia, forra de dinero a su autor y lo sume en una marea de éxito que acaba por asquearlo. Su siguiente novela ya no tiene aceptación, y los dos amigos se resignan a que los caminos del azar mantengan tan alejados el éxito y la gloria. Lodge lo resume en sus justos términos (p. 444):
Ya estaba resignado a no ser nunca un autor realmente popular o a no producir un best seller, como el pobre Du Maurier. Algo había ocurrido en la cultura del mundo angloparlante en los últimos decenios, algún inmenso desplazamiento sísmico causado por una serie de fuerzas convergentes —la difusión y la reducción del alfabetismo, el efecto igualitario de la democracia, la energía rampante del capitalismo, la distorsión de los valores provocada por el periodismo y la publicidad— que hacía imposible que un practicante del arte de la ficción alcanzase a la vez la popularidad y la excelencia, como habían logrado en la flor de la edad Scott y Balzac, Dickens y George Eliot. Lo máximo que cabía esperar era un apoyo suficiente de lectores refinados para proseguir la interminable búsqueda estética.
Es decir, lo que le había pasado a James en el teatro no era producto de la excepcionalidad del género, porque cualquier forma literaria ya estaba sujeta a las mismas reglas de aceptación, no de calidad. James renunció a todo aquello que alegraba y llenaba y distraía la vida de Du Maurier, el amor, la familia, el trabajo agotador; él se había consagrado por entero a la literatura, y es posible que si no le hubiera dedicado tanto de sí mismo, acaso habría logrado, al menos en vida, mejores resultados.
El interés de la novela de Lodge, aparte de lo bien escrita que está (prosa culta y transparente, la que conviene al relato), radica sobre todo en cómo Lodge nos presenta al en apariencia distante James como un buen hombre que sobrelleva las exigencias de su egoísmo sin hacerle mal a nadie, excepto, quizá, a otro gran personaje, Clarence Fenimore, y nunca deliberada ni traicioneramente. Esta es una novela de relaciones humanas, de amistades, con Du Maurier, con Fenimore, con el criado Burgess, a quien Lodge le reserva páginas emocionantes. No hay gente retorcida en el círculo íntimo de James, y eso hace que comprendamos al personaje según las amistades que es capaz de hacer y el trato que mantiene con ellas. Y sale, ciertamente, muy favorecido.
David Lodge, ¡El autor, el autor!, trad. Jaime Zulaika, Anagrama, 2006, 495 p.
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