8.7.24

Elitismo popular


Tuvo que ser en agosto de 1983 cuando Felipe González, de vacaciones en Doñana, dijo que estaba leyendo Memorias de Adriano, libro de 1951 que había publicado Edhasa en el 82 y cuya sexta reimpresión, la de marzo del 83, acabo de releer. La fama, tardía en España, no solo le vino por González sino porque la traducción era de Julio Cortázar, quien por esas fechas estaba librando en París su última batalla. Tanto la novela histórica por sí misma como la traducción al castellano se convirtieron a partir de entonces en arquetipos clásicos, los editores se pusieron las botas de vender ejemplares y una obra tan densa y poética como esta, tan poco accesible en más de un sentido, se convirtió en todo un best-seller de obligada lectura. Cuatro décadas después, uno se pregunta cuántos de aquellos lectores, incluido Felipe González, leyeron este libro hasta el final. 
La elección de González (o de quien se lo recomendara) fue, en todo caso, muy astuta. Escrita desde el vestíbulo de la vejez («me sofoco, y tengo sesenta años») como una carta a Marco Aurelio, quien, Antonino Pío mediante, sería emperador, y desde esa atalaya triste de quien está enfermo y sabe que su futuro, aun incierto, no será largo, Adriano repasa en ella su aprendizaje como gobernane, su equilibrio inestable entre las convicciones transigentes y las exigencias de la crueldad, entre su vida de «catador de belleza», que lo llevó a enamorarse locamente del prototipo de joven hermoso, Antínoo, y sus actitudes necesariamente insensibles, no solo con su esposa legítima sino con quienes pudieran cuestionar su liderazgo. Adriano define su naturaleza como «formada a partes iguales de instinto y de cultura», a pesar de que su primera patria fueron los libros, y su lugar de nacimiento, por así decirlo, la lengua griega.

Pero eso no lo convirtió en un emperador escondido en su biblioteca ni blando con sus enemigos ni pacato en sus placeres. Políticamente, sobre todo en los primeros capítulos del libro, muchas de sus enseñanzas consisten en dividir los problemas en sus unidades mínimas, junto al descubrimiento de que «podía ser despiadado». En sus guerras contra los judíos, por ejemplo, intentaba el diálogo sabio hasta que se imponía la extrema crueldad. No podía entender cómo «Israel se niega desde hace siglos a no ser un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los dioses», lo que, escrito en 1951, se prestaba a interpretaciones delicadas. Al mismo tiempo, estaba convencido de que «toda ley demasiado transgredida es mala», así como de que un cierto margen de libertad obra en favor de quien la concede o de que, como se diría siglos después, la tierra es para quien la trabaja. Pero tampoco ve con malos ojos deshacerse de los conspiradores, ni le atormenta demasiado haberle sacado un ojo al golpear con un estilo metálico a un secretario demasiado puntilloso, mientras recorre el imperio de parte a parte, bebe de las cráteras inmundas de los bárbaros y se siente «responsable de la belleza del mundo». Aunque quizá la más útil de sus enseñanzas políticas sea la de escuchar a todo el que ha conseguido acercarse hasta él y mirarlo cara a cara, con la atención de quien se toma en serio lo que le están diciendo, por más que lo esté olvidando a medida que lo escucha, porque solo esa atención ya resuelve la mitad del problema. Uno se pregunta si González llegó a leer esos pasajes. 

Pero el libro, decíamos, es denso, más de lo que recordábamos, con esa tentación tan francesa de los retruécanos abstractos y una prosa lentificada por la ausencia de elementos que hagan fluir el discurso en favor de frases inevitablemente redondas, como si después de cada punto y seguido se terminara un párrafo: «Pero solo yo podía medir cuánta acritud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor». Y en este plan. Ese aire de construcción meticulosa, frase a frase, sin tener en cuenta el caudal de las palabras, el discurso, hace que la brillantez empañe la naturalidad que por otra parte uno esperaría del carácter de Adriano. Los pasajes más hermosos, sin duda, son los que tienen que ver con su amante, el joven Antínoo, no solo por el lujo poético que despliega sino porque solo en él la narración va más allá de la frase. Episodios como la caza del león o la muerte del muchacho tienen la misma hermosura y la misma profundidad que el resto del libro pero además son una verdadera narración.

Quizá no fuera esta la intención de Yourcenar, sino más bien la de encajar todos los temas que la historia asocia a la figura de Adriano, por ejemplo su trato con el cristianismo. Aun partidario de la intolerancia con los fanáticos, siente sin embargo curiosidad por la figura de Jesús, «que murió víctima de la intolerancia judía», pero en el fondo tenía el mismo reproche que hacerles a los cristianos que a los judíos, su obsesión por negar la libertad de culto y la coexistencia de otras religiones «que no imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a preceptos demasiado estrictos que enseguida engendran la sujeción y la hipocresía». La intransigencia de unos y otros condujo a una drástica resolución cuyas consecuencias aún se dejan sentir: «Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a mis órdenes, el nombre de Palestina». Hebreos y filisteos estaban muy lejos de terminar su sangrienta enemistad.

Las reflexiones sobre la enfermedad y la sucesión al frente del imperio («no tengo hijos, y no lo lamento»), así como la muerte de los más cercanos, Lucio, Plotina, van ensombreciendo el final del libro. «Todo enfermo es un prisionero», se queja el emperador, que quisiera retirarse a una intimidad solitaria donde esperar la muerte con tranquilidad. «La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte».

El libro se completa con unas anotaciones sobre las muchas vicisitudes por las que pasó la redacción del libro durante varias décadas y una también densa y copiosa bibliografía que explica en cierto modo la meticulosidad con la que cada frase está esculpida más que escrita. Leo con nostalgia condescendiente las frases que subrayó entonces un jovencísimo lector que sentía la obligación académica de leer este libro, y que tienen poco que ver con las que subrayo ahora que tengo casi la misma edad que Adriano al, imagino, dictarlas en la mente de Yourcenar. De todas formas, y por mucho que la pana socialdemócrata la pusiera de moda en los 80, las Memorias de Adriano no dejaban de ser un best-seller elitista, el libro culto y francés que tantos españoles colocaron en la estantería del comedor. Otra cosa es que lo leyeran.


Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. Julio Cortázar, Edhasa, 1982, 273 p.

1 comentario:

  1. Anónimo2:17 p. m.

    Los que tenían estantería en el comedor, que no éramos todos. De hecho, en mi casa no teníamos ni comedor; comíamos en la cocina, donde se hacía los guisos y se cortaban las magras. Y se fregaba en la recocina, útil habitáculo olvidado por la arquitectura actual.

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