12.9.24

Whisky de los 70



Hará bien el lector que se adentre en la obra de José Saramago en no empezar por el principio, no ya por su primeriza La viuda, que se publicaría en castellano a finales de siglo, sino por este Manual de pintura y caligrafía, que es de 1977, y se nota. Hay libros cuya lectura exige no perder de vista las circunstancias en que fueron escritos, porque de lo contrario pueden parecer un tostón presuntuoso, antes incluso de que al llegar al final el juicio no mejore en absoluto. Si uno ha leído, por ejemplo, Amor en días de furia, la única novela —creo— que escribió el poeta Lawrence Ferlinguetti, esta otra novela de Saramago se comprende mejor, no porque sea incomprensible, en absoluto, por más que divague sobre el utilidad del arte y las relaciones entre la pintura y la escritura, sino porque a estas alturas los personajes que presumen de distancia, que se sientan en el suelo «de espaldas al diván» a escuchar jazz y frecuentan el sexo de capítulo octavo, como diría Cortázar (quien también frecuentó esos personajes), ya nos resultan algo revenidos, pero en su época eran de lo más moderno. Decía Juan Benet que en las novelas de García Hortelano los personajes no hacían más que darse duchas y ponerse un whisky, y con semejante piropo (menos mal que eran amigos) ya sabe uno de qué pie cojea toda la obra de Hortelano. En esta novela de Saramago hay alguna que otra ducha pero sí se ponen vasos de whisky y las sábanas quedan manchadas después de esos encuentros amorosos en los que no hace falta decir nada, y que suenan más a fantasía del autor que a vivencia del personaje. Luego todo se cierra en unas pocas páginas con amores inverosímiles, tramas políticas, encuentros con la policía y el renacer de un hombre nuevo que cuando llega a su casa se da una ducha y se pone un whisky.
En este caso, el protagonista de Manual de pintura y caligrafía es un retratista nada orgulloso de sí mismo («sé muy bien quién soy, un artista de poca categoría que sabe su oficio pero a quien le falta genio, talento incluso») al que una familia de empresarios ha encargado un retrato que el protagonista empieza dos veces y no acaba ninguna, una porque lo tacha y otra porque el cliente no lo quiere, en una escena que da muy bien el tono kafkiano que a veces toma el personaje con ese distanciamiento de impostada seriedad. El pintor escribe, y el escritor escribe sobre el hecho de escribir, «juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta», algo que en los 70 todavía tenía su gracia, y busca el conocimiento en la desfiguración y, como su clientela, él también tiene «ese aire que decimos civilizado, con algunos detalles de intelectualidad y de simplicidad pretenciosa».

Especialmente interesantes son sus viajes por la pintura italiana, por más que ocupen el espacio que uno esperaría que ocupasen los hechos, la narración, algo de lo que ya hablamos a propósito de Memorial del convento, del que aquí encontramos algún detalle premonitorio al hablar de los pájaros de Trubbiani, «construidos de cinc, aluminio y cobre, estas aves de alas largas, sujetas a mesas de tortura, inmovilizadas en el instante anterior al de la muerte…». Mucho arte, sí, y mucho libro sobre otros libros (Robinson, del que cita largos fragmentos, igual que de algún pesado texto marxista, o las Memorias de Adriano, La cartuja de Parma, y, sin nombrarla, claro, la Historia de la pintura en Italia) y mucha autocrítica de espejo deformante, como cuando juzga lo que está escribiendo como páginas «demasiado artificiosas para mi gusto y en las que me dejé arrastrar por no sé qué tentación de virtuosismo loco, contrariando la severa regla que me había impuesto de contar lo acontecido, y nada más». Pero protagonista y autor están más pendientes de la definición por oposición, tan del estructuralismo de la época («Unos y otros separados de mí. Y yo de mí mismo») y de la autoflagelación pretendidamente cínica, como cuando el personaje no se arrepiente de confesar que mientras llevaba a los padres de un preso político a verlo a la cárcel él se excita con la hermana, que va de copiloto y con la que protagonizará un final de amor meloso tan redentor como inevitablemente cursi. 

La novela, en fin, «duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro», para que desapareciera el pintor mohíno y apareciera el artista comprometido, para que se diluyera el viajero diletante y tomara forma el amante entusiasmado, y uno piensa, al acabar su lectura, que ese deambular por los Museos Vaticanos, ese jugar con las palabras y ver de lejos a los otros era, a fin de cuentas, mucho más interesante que el apaño narrativo de amor sincero y Revolución de los Claveles con que la novela se termina, y no será la última vez.

Pero Saramago es Saramago, y con navegar en su prosa tenemos más que suficiente, por mucho que el retrato quede embadurnado de agorera distancia, culturalismo selecto y, sí, pedantería setentera, con más humo que luz. Y aun así uno encuentra, igual que el protagonista cuando vaga por los museos italianos, páginas que poner en la vitrina, relatos insertados que sin duda deberían figurar en su antología definitiva, en este caso uno que voy a copiar entero porque me recuerda a lo que dice Virgilio de las crías del ruiseñor y a lo que dice Lampedusa de su encuentro con la caza. Aquí ya está, creo, el Saramago crudo y desnudo, destemplado y lírico que luego tanto nos habría de gustar.


En lo alto de un árbol (olivo, para decirlo todo) hay un pájaro. Un pardillo. Abajo, con un tirador en las manos, moviéndose lentamente, un chiquillo. El cuadro es clásico, y el objetivo simple. Ninguna crueldad: los pardillos nacieron para ser apedreados, y los niños para apedrear a los pardillos. Así es desde el principio del mundo, y, del mismo modo que los pardillos no han emigrado a Marte, tampoco los chiquillos se han recogido a conventos, aplastados por los remordimientos. (Cierto es que eso le aconteció al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima [¿o sería quizá la de Nagasaki?] pero la excepción, esta vez, no confirma la regla.) Dicho esto, tensas las gomas, hecha la puntería, allá va la piedra. Pero el pardillo no cayó. No cayó y tampoco alzó el vuelo. Se quedó en la misma rama, en el mismo sitio, piando de una manera que parecía indefinida, pero que, como se supo más tarde, era de abandono. La piedra le había pasado al lado, arrancando dos hojas de olivo que fueron cayendo, oscilantes, como péndulos de un hilo que ampliamente se fuera distendiendo hasta el suelo. El chiquillo se quedó sucesivamente molesto, asombrado, contento. Molesto porque había fallado, asombrado porque el pardillo no había alzado el vuelo, contento por esta misma razón. Otra piedra al tirador (también llamado tirachinas), nueva y más primorosa puntería, y el rápido ruido de la fricción del aire, el zumbido. Disparada en vertical, la piedra rebasó el árbol y se convirtió en un punto negro que se fue reduciendo contra el fondo azul del cielo, casi en la frontera blanca de una pequeña nube redonda, y, llegando a lo alto, se detuvo un instante, como quien aprovecha para ver el paisaje. Luego, como un desmayo, se dejó caer, decidido ya el punto en que otra vez iba a acomodarse en la tierra. El pardillo seguía en la rama. No se había movido, ni se había enterado, el pobre, piaba sólo y sólo sacudía las plumas. De molesto-asombrado-contento, pasé a sentirme sólo avergonzado. Dos piedras, un pájaro quieto y vivo. Miré a mi alrededor, para ver si alguien era testigo de mi pobre puntería. El olivar estaba desierto. Se oían sólo cantos rápidos de otras aves, y quizá, allí a pocos metros, un lagarto verde, a la entrada del agujero, en el escondrijo de un árbol, me mirara con sus ojos fijos y pétreos, tratando de percibir lo que veía. Voló la tercera piedra, y otra, y otra. Siete u ocho piedras fueron disparadas, cada vez menos firmes, cada vez con más trémula mano, hasta que, sin que el pardillo se hubiera movido, sin que hubiese dejado de piar, una piedra al azar, sin fuerza casi, le dio en pleno pecho. Cayó el ave de rama en rama batiendo las alas, con ese rumor afligido de quien se despide de la elástica firmeza del aire, y acabó cayendo a mis pies, sacudiendo en espasmos las patas y abriendo como dedos las apenas formadas rémiges (rémiges, artemages, esta lengua no es la nuestra). Era un pardillo joven, que aquel mismo día debía de haber abandonado el nido por primera vez, tan joven que aún tenía la boquera amarilla en el pico. Había conseguido reunir fuerzas para volar hasta aquella rama y allí se quedó, para recobrar energías en las alas y en su pequeña alma. Qué hermosas, vistas desde encima, las copas redondeadas de los olivos, y a lo lejos, si vista de pardillo no engaña, aquellos otros árboles que eran fresnos y chopos, plantados en fila, cubiertos de hojas que parecían manitas llamando a alguien o abanicos que hacían nacer el viento. Levanté al pardillo del suelo. Lo vi morir en mis manos en cuenco, velarse primero la pupila negra, luego el párpado casi translúcido moverse de abajo arriba y quedar así, dejando sólo una rendijita por donde la mirada pasó aún, en la última película del tiempo que restaba. Murió en mi mano. Primero estuvo en ella vivo, y luego murió. Volvió a morir en Venecia, preso con grilletes y candados a un banco de tortura. La cabeza, un poco de lado, volvía hacia mí un ojo dilatado de horror. ¿Qué muerte es la verdadera? Viajando hacia atrás en el tiempo y desplazándose entre tanto en el espacio, sobre Italia y Francia, y España, o planeando, muerto, sobre las aguas rejuvenecidas del Mediterrá-neo, el pájaro de Trubbiani, de cobre y aluminio, fue a posarse en la palma de mi mano, a ocupar el lugar del cuerpo aún tibio, pero ya enfriándose, del otro pájaro asesinado. En el olivar caliente y callado, el niño empieza a distinguir que los crímenes son y tienen dimensiones. Se lleva a casa el pardillo muerto y lo entierra en el huerto, junto a la valla adonde no llega el azadón: un túmulo para la eternidad.

José Saramago, Manual de pintura y caligrafía, trad. Basilio Losada, 2022 (=1977), 286 p.  

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