13.9.08
BOB DYLAN, CRÓNICAS I
Uno de los episodios más aleccionadores de la vida de Camarón es su costumbre, desde que empezó a cantar, de viajar allí donde le hubiesen dicho que había una vieja que cantaba tangos de un modo propio, grabar su cante con un magnetófono y escucharlo y estudiarlo con todo detalle. Es toda una declaración de principios. El artista se busca a sí mismo en lo más hondo de su arte, en lo que todavía permanece nítido y salvaje, pero dentro de su edén se ha perfeccionado en una complejidad sin fisuras. Cabe pensar que Camarón sólo se sintió con fuerzas para desgarrar sus estremecedores gritos cuando escuchó hacerlo a algún viejo cantaor perdido por la serranía. Cuando encontró el espejo que buscaba.
No, nadie nace enseñado, y Bob Dylan tampoco. Me acordaba de esta especie de tópico hagiográfico de Camarón leyendo este primer tomo de memorias, uno de los libros mejor escritos por un autor vivo que he leído últimamente. Esa búsqueda de la fuente de la sabiduría es la médula de todo el libro, ya fuese cuando dormía en patios traseros de Minneápolis o cuando empezaba a conseguir buenos contactos en Nueva York, o cuando, casi treinta años después, mantiene la misma pelea para llegar al fondo de sí mismo, de sus propias fuentes, su propia condición silvestre, aunque para ello tenga que cambiar el modo de tocar o de cantar, o tenga que trabajar a brazo partido con el productor Daniel Lanois como si estuviera empezando otra vez desde el principio.
Hay memorias en las que el autor trata de justificarse, de engrandecer su vida, de acumular experiencias que nadie más habría podido vivir, de resumir en agotadoras listas de nombres cada uno de los días de su vida, en la idea de que cualquier cosa que se deje sería una verdadera lástima. Esta de Dylan, desde luego, podría rebasar todos los límites, pero no se acerca ni de lejos a ninguno. Dylan sabe que, antes de estar escribiendo un libro sobre Dylan, está escribiendo un libro. Casi toda la mucha información que da se refiere al objeto primero y último de su historia: la música. No hay un solo nombre que no tenga que ver de un modo u otro con esa búsqueda por ríos subterráneos y jardines abandonados. La misma estructura está determinada por ello. Muy poco antes de terminar, Dylan es capaz de resumir en muy pocas líneas todo lo que nos ha contado:
En algún momento Suze me introdujo en la obra del poeta simbolista francés Arthur Rimbaud. Aquello también fue muy importante para mí. Me crucé con una de sus cartas llamada Je est un autre, que se traduce como “Yo es otro”. Al leerla, sonaron campanas. Tenía perfecto sentido. Ojalá alguien me lo hubiera mencionado antes. Encajaba estupendamente con la noche oscura del alma de Robert Johnson, con los encendidos sermones sindicales de Woody Gouthrie y con el esquema de Pirate Jenny. Todo estaba en transición, y yo en el umbral. Pronto iba a salir a la palestra, bien equipado, lleno de vida y con el motor revolucionado. Pero todavía no.
En efecto, aquí están metidas las horas de búsqueda, de confiarse al olfato y sostenerlo con determinación. Hay algo muy americano en este párrafo que yo siempre he envidiado. Dylan trata a Rimbaud como a Robert Jonson, un cantante sureño que había muerto en los años treinta y había dejado sólo veinte canciones, las suficientes como para construir sobre ellas un edificio tan monumental como el que luego construyó Dylan. Los dos son genios puros y superdotados de la técnica. Sin embargo, ya nos es difícil pensar en el primero sin someterlo por instinto a categorías históricas o literarias, ni en el segundo sino como un objeto de arqueología cuyo encanto reside en su condición remota, para iniciados. Leo simbolista en la pluma de Dylan y no pienso en toda la carga teórica de la palabra. Está claro que era un tipo al que le gustaban los símbolos, e importa poco que hubiese vivido cien años atrás, que fuese francés o que ya se hubiese construido para él una mortaja erudita que casi no lo dejaba respirar.
A los clásicos no los entendemos mientras no prescindimos de su condición de clásicos. A los cantantes callejeros, a la vieja de Camarón, no los entendemos si no prescindimos de su condición pintoresca. Esto es lo que yo veo muy americano. Muy anglosajón, en general. En Europa el enciclopedismo lo sepulta todo. Qué más quisiéramos, que los poetas jóvenes de ahora leyesen lo que dice Rimbaud, no a Rimbaud.
Esto es lo mejor que nos puede ofrecer un músico: sus fundamentos, sus raíces, su lucha contra su propio genio y contra la parálisis del prestigio. Dentro del tono tan cercano de la prosa, casi resulta chocante la naturalidad con que Dylan cuenta cómo trató de defenderse de quienes lo consideraban un mesías, lo hacían doctor honoris causa con veintitantos años o lo perseguían enloquecidos de casa en casa. La sensación es la de que todo aquello era ruido y lo importante salía siempre del mismo sitio: de la voz, de la guitarra.
Quizá esta contundencia en un único objetivo es la que ha cimentado su imperio. Recuerdo el desprecio con que se hablaba de Dylan en los ochenta y hasta bien entrados los 90, a pesar de que ya había dado un tremendo puñetazo en la mesa con los tres primeros volúmenes de sus Bootleg series. Hasta Time out of mind, creo que la gente no volvió la cabeza de nuevo hacia él y empezó a escuchar de nuevo lo que cantaba Dylan, no a Dylan. Y eso que ya había sacado Oh Mercy. No lo sé. Pertenezco a una generación que sólo supo ver a un jipi forrado de pasta. Es posible que escuchar Hurricane de adolescente me hubiera conmovido los cimientos estéticos como lo hace ahora, pero entonces yo estaba muy bien abastecido con los Golpes Bajos y los Smiths. Había una infancia en la que los hermanos mayores de tus amigos ponían canciones de Dylan, una adolescencia tierna de posjipismo en la que a las chicas les gustaba el blues, pero la juventud ya comenzaba con zapatones de psicobilly. Dylan era un anciano de cuarenta años.
Es curioso el giro, porque cuando, en los 90, salieron las Bootleg series, casi todo material muy viejo, desechado en su momento, el bofetón de autenticidad me dejó en el sitio. Desde entonces he escuchado a un Dylan reconstruido, como si me hubiera encontrado a un Robert Johnson, sin prejuicios ni recuerdos, por el puro placer de escuchar buena música y unas letras estupendas. Dylan va a sacar ya el octavo volumen de sus Bootleg, quizá el que ayude a mucha gente a replantearse su denostada trayectoria en los 80. En mi reconstrucción encuentro preciosidades en álbumes que a juzgar por los críticos no deberían haberse grabado nunca. Pero él tampoco es demasiado complaciente consigo mismo. Me ha chocado la crudeza con que habla de sí antes de Oh Mercy, como si él fuera mismo el primero en despreciar no sólo su música de aquella época sino todo el pop circunstancial que se hizo entonces. Hasta Ice-T, cualquiera diría que no ha encontrado un bardo nuevo que merezca la pena. Pero todo ello se aliña con unas interesantes disertaciones sobre maneras de tocar la guitarra o de manejar la voz, es decir, con el interés épico de la búsqueda, la necesidad que tiene el artista de no trabajar nunca al pairo de su pasado. Las Bootleg no es una forma de vivir de las rentas sino una declaración de intemporalidad: nos invita a que hagamos con él lo mismo que él hizo con Rimbaud o con Robert Johnson.
He nombrado la palabra bardo, uno de los pocos tópicos dylanianos que me parece tan vigente como al principio. Un bardo no puede escribir unas memorias de cualquier manera. No se trata de lo que haya vivido, sino de que lo sepa contar, y Dylan da aquí unas cuantas lecciones de literatura que hacen a los narradores jóvenes tanta falta como sus canciones a los cantantes que empiezan.
La primera, como siempre, que narrar es contar: uno, dos, tres, etc. El arte es un juego de proporciones. El narrador va y viene de lo general a lo particular, de la escena a la época, de las impresiones a las anécdotas. Dentro de las escenas, todas parten de una breve ambientación poética, algo como los “sedales ensangrentados” que, para Dylan, es una observación real que trasciende cualquier metáfora. En efecto, eso es literatura. El Dylan de Blonde on Blonde sigue sonando a surrealismo de hallazgos casuales, pero la estilización y el pulimento vienen de la sustancia narrativa. En todas las escenas nieva y hace frío, pero cada manera de decirlo brevemente es un soplo de poesía completamente diferente. Dylan descubre que la literatura no está en las asociaciones ocurrentes. Las metáforas surrealistas tienen un valor efímero, hay en ellas más ruido que nueces, pero la descripción de metáforas reales exige, sobre todo, enfrentarse al mundo, mirarlo, resumirlo en un verso, darlo a conocer, darlo nuevamente a luz. En esto el narrador Dylan es espléndido. Habla con entusiasmo cuando es eso lo que nos quiere transmitir, y con un estanque de recuerdos negros cuando es ese el estado de ánimo del momento que recuerda. Como buen aficionado a la pintura, divide el libro en episodios que no llevan orden cronológico sino dramático, como debe ser. Resulta lo más natural del mundo conocer sus luchas de cuarentón antes que sus obsesiva curiosidad cuando era un chaval. Puestas en el orden adecuado no dejarían de caer en el tópico narrativo del que lucha por triunfar. Así cambiadas, resulta que todo es siempre lo mismo, la lucha no termina, el genio no te abandona ni tampoco te sigue a todas partes. La gloria invita al descanso, pero el destino es la música, no la gloria.
El libro acaba como empieza. También Dylan ha terminado vestido de Cisco Houston, un tipo enfermizo que conoció al principio, de quien aprendió todo lo que pudo y que era como un tahúr del Mississippi. Así son sus últimos dos discos. Recuerdo el día que le dieron el Óscar. Apareció en un vídeo con su banda, todos uniformados como una orquesta sureña para un buque de vapor. Sonreían protocolariamente, como si hubiesen acabado la actuación de las 7. Ese uniforme de orquesta de pueblo era también un disfraz que ocultaba las plumas y las pinturas, las gafas negras y las giras revolucionarias, el nombre y la leyenda. Era un disfraz que lo dejaba desnudo, convertido en un bardo del Mississippi. El tópico no es para fusilarlo en canciones de misa sino para descansar en una cantina llena de gente común.
Consecuentemente, su prosa es limpia, sentida, ligera, llena de frases rotundas y luminosas que no se agotan en sí mismas ni terminan por empalagar. Hay dos recursos narrativos muy americanos que también los emplea Auster y en los que Dylan se revela como un maestro. Se trata, por un lado, de la modulación de la frase que anticipa las subordinadas adverbiales. En Español nos parece poco serio poner las condicionales o las concesivas antes del verbo, y con ello nos perdemos un brote de empatía que funciona estupendamente. Casi al azar copio un fragmento que podía haberlo escrito perfectamente Paul Auster:
Lo que me vino a decir Lanois es que trabajaba en las afueras de Nueva Orleáns y que si pasaba por allí, que le hiciera una visita. Le prometí que así lo haría. En todo caso, no estaba en absoluto impaciente por grabar. Lo que tenía en mente por encima de todo era actuar. Si jamás volvía a hacer otro disco, tendría que guardar algo en común con ese proyecto. El camino se extendía expedito ante mí y no quería echar por la borda la posibilidad de recuperar mi libertad. Necesitaba que las cosas volvieran a su cauce y evitar caer de nuevo en la confusión.
Ese uso sutil de la fraseología pleonástica también es muy de Auster, y consigue tensión narrativa y cercanía con el lector. Y al mismo tiempo es muy popular, que es en lo que estamos. Hay algo que pone en contacto a Dylan con Woody Allen, que es esa conciencia casi religiosa de que la cultura popular tiene unas reglas muy antiguas que conviene conocer perfectamente. Para cantar o para escribir. Para rodar películas o para tocar el clarinete. Para lo que sea.
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Es un librazo. Una maravilla. Fui a él porque era Dylan, y me sorprendió. En todo caso estamos hablando de un tipo que lleva cuarenta años escribiendo versos, y muy buenos.
ResponderEliminarEste tío es un Balzac.
En los ochenta/ noventa Dylan no me interesó absolutamente nada. Y fue más tarde, hace seis o siete años cuando descubro algún disco de los sesenta de él y entonces empiezo de cero. Para mí el sonido Dylan 10 es Blonde on Blonde. Es hondo como un pozo; cada vez lo disfruto más, y lo habré escuchado un millón de veces.
Tengo un amigo que dice que Dylan tendría que haber muerto en el 67, pero nos habríamos perdido mucho, sobre todo en los setenta. Sin ir más lejos Oh Mercy es fabuloso.
Por cierto, aunque no comulgo con el Scorsese último su documental sobre Dylan es muy bueno. Supongo que ya lo verías.
Creo que el propio Dylan ha intentado acercarse de algún modo al sonido de 'Blonde on blonde' en las regrabaciones de las Bootleg. Yo voy por épocas. 'Oh Mercy' es un disco que se me hace invariablemente corto, y 'Time our of mind' también. Pero es que Planet Waves o Pat Garret, los dos considerados del montón, me encantan, y algunos otros como 'Blood on the tracks' los escucho menos porque me retumban en los oídos las infinitas imitaciones que se han hecho de ese disco. A mí, en general, lo único que no me gusta de ese tipo es cuando engola la voz en 'Nashville Skyline'. Está para darle de bofetadas, porque las piezas están muy bien.
ResponderEliminarVaya, me alegro, otro dylaniano a la vista. Lo de sus memorias también es para darle de tortas. En vez de actuar tanto, podría habernos regalado ya una buena docena de novelas.
Curioso como uno se acerca o se aleja de Dylan según pasan los años. Del Dylan de mi juventud (principios de los ochenta)sólo tenía datos históricos (que si era esto o aquello en los sesenta, que si influyó así o asá en The Beatles, que si tal que si Pascual), vamos, que apenas si aparecía en mis ficheros de preferidos en la pantalla verde de mi primer ordenador Amstrad. Su nombre era un mito, pero no conectaba con él, porque en ese maomento también yo era un fan de Golpes Bajos, Radio Futura, Soft Cell, Madness, Police, y etc, etc. Pero después lo redescubrí con los Traveling Wilburys (como fiel fan de la E.L.O. no pude dejar de seguirles) y me enganché a Mr. Dylan. Sorpresas te la la vida, la vida te da sorpresas... Gracias por tu homenaje.
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