Libro primero
Cómo se consigue hacer fecundas las cosechas,
en qué asterismo hay que pasar la vertedera
por la tierra y a los olmos enredar las parras,
qué cuidado con los bueyes, qué dedicación
reclaman, Mecenas, también las reses menudas,
cuánta experiencia las abejas económicas.
Esto es lo que ahora comienzo a cantar.
Vosotras, oh lumbreras del mundo las más claras,
que al año guiáis, cuando se desliza por el cielo,
Líber y Ceres nutricia, si por gracia vuestra
en espiga gruesa la bellota de Caonia
transformó la tierra, y las aguas aqueloas
mezcló con la flamante uva; y vosotros, Faunos,
divinidades que amparáis a los labriegos
(moved el pie a compás, los Faunos y las Dríades,
pues canto para vosotros); y tú, oh Neptuno,
por quien la tierra echó al caballo relinchante
al ser de gran tridente por primera vez herida;
y tú, Aristeo, el amigo de los bosques,
que allá en las dehesas feraces de Cea
te pacen trescientos novillos como la nieve;
y tú también, Pan, tú que custodias las ovejas,
deja el bosque patrio y la espesura del Liceo
si es que los campos ménalos te preocupan,
ven y asísteme, Tegeo, seme venturoso;
y tú, Minerva, la inventora de la oliva,
y tu hijo, divulgador del corvo arado,
y tú, Silvano, que en tierno ciprés descuajado
te apoyas al andar: dioses todos y diosas
que al cargo estáis del ministerio de los campos
que alimentáis los no sembrados frutos nuevos
que abastecéis con largas lluvias desde el cielo.
Y tú también, César, aunque no esté decidido
qué asamblea de los dioses te dará cobijo,
ya desees visitar ciudades y del campo
ser amparo, y el orbe entero te considere
dueño de los frutos y señor de las tormentas,
las sienes ceñidas con el mirto de la madre;
o acaso vengas hecho el dios del mar infinito
y sólo adoren a tus númenes tus marineros
y Tule remota te sirva y Tetis te compre
y te escoja como yerno entre las olas;
o bien, en esa porción de cielo que se abre
entre el Erígone y las Quelas colindantes
te añadas a los lentos meses como estrella nueva
(que ya estrecha sus pinzas el Escorpión fogoso
y espacio te aparta de sobras en las alturas).
Seas lo que fueres, dame fácil travesía,
pues ni el Tártaro te espera como rey
ni funesto deseo de reinar te invada,
aun si a Grecia le asombran los Campos Elíseos
y Proserpina no piensa en seguir a su madre
cuando ella la reclama). Apiádate conmigo
de los labradores que no saben el camino,
emprende esta ruta, y desde este momento
acostúmbrate a ser implorado por sus votos.
Por primavera, cuando en las montañas blancas
el hielo se derrite y la gleba reseca
se deshace con el viento, entonces empiece
el toro a gemir con el aladro bien hundido
y en el surco a brillar la desgastada reja.
Cumplirá los votos del labriego codicioso
solamente aquella mies que haya sentido
por dos veces el sol, por dos veces el frío.
Antes de romper terreno ignoto con el hierro
hay que conseguir información sobre los vientos,
de cómo son las variables costumbres del cielo,
los cultivos de siempre, los hábitos del sitio,
qué se da bien en la zona, y qué no se da.
Aquí se cría hermoso el cereal, allí
mejor la uva y más allá plantones de arbolillo
y semillas que verdean sin ningún cultivo.
¿No ves el Tmolo los aromas de azafrán
y la India el marfil que envía y los flojos sabeos
su incienso; y los Cálibes desnudos, sin embargo,
sacan hierro y el Ponto fétido castóreo
y el Epiro triunfos de las yeguas elideas?
Siempre impuso estas leyes la naturaleza,
normas eternas para sitios determinados,
desde aquella época en que Deucalión
arrojaba las piedras a un mundo vacío
de las que nació la dura raza de los hombres.
Vamos, entonces, que labren los bueyes forzudos
la gruesa tierra ya desde los meses primeros
y cueza el estío los terrones polvorientos
con el esplendor del sol. Si es infecunda la tierra
basta levantar un surco leve bajo Arturo,
que allí los frutos no se arguellen con las hierbas
y aquí a los yermos no les falte el agua escasa.
También dejarás, un año sí y otro no,
los campos ya segados descansar, que el barbecho
se haga duro con la nula actividad.
Cuando cambie el tiempo plantarás el rubio trigo
allí donde antes pusiste legumbres lozanas,
de vaina tremolosa, o delicados brotes
de veza y las quebradizas cañas y el follaje
de los amargos altramuces. Queman la tierra
las hazas de lino y la queman las de avena
y queman la tierra los campos de amapolas
empapadas todas con el sueño de Leteo.
Con los años alternos, en cambio, la labor
se hace más llevadera, si no te apura
cubrir los suelos áridos de untoso fiemo
o esparcir ceniza inmunda por la tierra.
Así también, llevando cultivos alternos,
descansan los bancales y no se queda en nada,
mientras tanto, el fruto de la tierra sin arar.
A menudo viene bien incluso pegar fuego
a los campos agotados y las rastrojeras
quemarlas livianas entre llamas crepitantes,
pues tanto da si con esta costumbre las tierras
toman fuerzas ocultas y pingüe alimento
o si el fuego funde la maleza entera
y elimina la humedad innecesaria,
como si el calor le abre los poros a la tierra
y los respiraderos ciegos, que es allí
donde la savia alcanza hasta las hierbas nuevas,
o si la endurece más y las venas abiertas
contrae por que las finas lluvias no la quemen
o la potencia más dura del sol fulminante
o bien el frío del Bóreas penetrativo.
Igualmente ayuda mucho al labrantío
quien rompe los secos terrones con la legona
y les pasa el rastrillo de mimbres, pues no en vano
la rubia Ceres lo contempla en el Olimpo;
y quien, cuando ya está labrado el bancal,
lo que levanta en recto de nuevo lo rotura
con la reja de través, y remueve la tierra
sin desmayo, y firme gobierna en sus cosechas.
Elevad vuestras invocaciones, labradores,
por húmedos veranos e inviernos serenos:
farros son hermosos con inviernos polvorosos,
se jacta la Mesia de tanto fruto sin cultivo
y de las cosechas hasta el Gárgara se asombra:
el campo es fecundo. ¿Y qué diré de aquél
que después de haber echado ya la sementera
repasa el terreno y desmenuza los grumos
del nada fértil secano, y luego encamina
las aguas del río en sucesivas canaleras,
y cuando el campo agotado se requema
entre los mustios herbazales, hete aquí
que desde el borde inclinado del canal
hace que salten las aguas? Un ronco rumor
surge al discurrir entre las piedras esmeradas
y refrescan a chorros los áridos bancales.
¿Y qué diré de quien, para evitar que la caña
se acueste bajo el peso de la espiga
mete al ganado a pacer la mies asilvestrada
entre las tiernas yerbecicas cuando asoma
el sembrado por el lomo de los caballones?,
¿y de aquel que seca con arena bebedora
agua de los charcos que se queda retenida?
Sobre todo si, allá por los meses inciertos,
el río va crecido y todo lo inunda
con el barro que arrastra, y así se van formando
hondas lagunas que sudan tibia humedad.
Y, sin embargo, aun a pesar de las labores
de los hombres y los bueyes, que saben muy bien
cómo roturar la tierra, no dan poco mal
los gansos voraces o las grullas estrimonias
o la achicoria de amarga raíz o la sombra,
que no poco perjudica. Júpiter no quiso
que el camino de un cultivo fuese fácil
y el primero fue en mover las tierras con astucia,
en meter cuidado en las conciencias de los hombres
y no consintió que presos de grave desidia
sus reinos se abandonasen. Antes que Júpiter
ningún labrador trabajó la tierra. Ni era
de ley marcar o partir el campo con linderos;
buscaban sólo el procomún, y la propia tierra
sin nadie pedirlo liberal todo lo daba.
Fue él quien puso el veneno en las serpientes negras
y ordenó a los lobos provocar estragos;
fue el que removió los mares, el que represó
el vino que a raudales corría por doquier,
escurrió la miel entre las hojas, y el fuego
nos arrebató; que así, a fuerza de ejercicio,
variadas técnicas forjara, y buscase
brotes de trigo entre los surcos, y arrancase
el fuego escondido entre las venas de la piedra.
Entonces fue cuando por primera vez los ríos
sintieron los troncos de alisos ahuecados
y a las estrellas el marino puso número
y nombre a las Pléyades, a las Híadas
y a la hija de Licaón, la fúlgida Osa.
Cazar fieras a lazo y pájaros con liga
y acechar con perros los boscajes muy tupidos
fue entonces inventado; ya uno el ancho río
bate con la honda y busca en lo profundo,
y mojadas mallas arrastra el otro por el mar.
A continuación llegó la rigidez del hierro
y también las estridentes hojas de la sierra
(pues con cuñas partían los hombres primitivos
la leña fácil de hendir), y los varios oficios.
Todo lo venció el trabajo agotador
y las carencias que apuran en tiempos difíciles.
Fue Ceres la primera que enseñó a los hombres
a labrar la tierra con el hierro, cuando ya
las bellotas y madroños del bosque sagrado
escaseaban, y Dodona negó su alimento.
También al trigo se aplicó el trabajo luego,
porque el añublo hacía daño en las espigas
y el inútil cardo se erizaba entre las mieses.
Se pierden las cosechas, el bosque se enmaraña
de abrojos y lampazos, campan por los cultivos
la estéril cizaña y las avenas locas.
Conque si no te aplicas a menudo con rastrillos
a la hierba y asustas a los pájaros con ruido
y la impenetrable sombra del campo umbroso
no despejas con la podadera ni elevas
preces por la lluvia, esperarás en vano, ay,
esos enormes muelos de trigo, y en el bosque
aliviarás el hambre vareando encinas.
Nombremos las armas de los recios labradores
porque sin ellas las mieses ni pueden sembrarse
ni tampoco crecer. La reja, en primer lugar,
y del corvo arado el roble ponderoso,
y los carros de la eleusina, nuestra madre,
que ruedan despacio, y los trillos y las gradas
y los azadones de tamaños diferentes;
luego los bastos aperos de mimbre celeo
y angarillas hechas con las ramas de un madroño
y el harnero ritüal de los misterios iacos;
dispondrás todo lo que desde tiempo antes
hayas recordado aparejar, si es que mereces
la gloria de unas tierras dignas de los dioses.
Antes con antes se doma con fuerza una rama
de olmo en el bosque para cama del aladro.
Un timón de hasta ocho pies desde el arranque,
dos orejeras y el dental de espaldar doble
se ajustan al camal. Antes se cortan también
para el yugo una rama delgada de tilo
y una de alta haya que sirva para la esteva,
que gobierne la base del tiro desde atrás;
de estas maderas la dureza la examina
el humo si las cuelgas encima del hogar.
Reglas muchas puedo referir de los antiguos
si es que no desmayas ni te cansa conocer
pormenores del trabajo. La era lo primero:
tienes que igualarla con el rulo poderoso
y cavarla a mano y con la pegajosa greda
endurecer el suelo, que no medren las hierbas
ni avasallado por el polvo se resquebraje,
que entonces plagas varias la echan a perder:
puso a menudo su casa el ratón diminuto
e hizo granero por debajo de la tierra,
o los topos cegatos, privados de los ojos,
cavaron sus madrigueras, y fue hallado en las huras
un sapo, y la de bichos que lleva la tierra,
y el gorgojo que arruina los vastos muelos de trigo
y la hormiga que teme la mísera vejez.
Observa el almendro, si se cuaja de flores
y comba en el bosque sus ramas olorosas;
si los brotes prosperan, ricos serán los trigos
cuando en la fuerza del calor venga la trilla;
mas si adensa el follaje la sombra exuberante
pajas gordas trillará la era, nunca espigas.
Yo he visto a muchos que al sembrar tratan la semilla
y a lo primero la rocían con salitre
y con amurca negra, para que así el grano
crezca gordo dentro de las vainas engañosas
y se ablande rápido aun con poco fuego.
Yo he visto semillas escogidas muy despacio
y contempladas con dedicación y esmero
degenerar si el hombre cada año las más grandes
no escogía con la mano: así es el destino
que todo lo empeora, y cuando ya lo ha hundido
lo hace ir para atrás, nada distinto de aquél
que a fuerza de remos remonta una barca
río arriba y si ocurre que afloja los brazos,
el río lo atrapa y lo arroja al abismo.
Para nosotros, estudiar los astros de Arturo,
los días de las Cabrillas y el Dragón luciente,
es tan necesario como examinar el Ponto
para los que fueron arrojados a la Patria
a través del piélago ventoso, o estudiar
las bocas del Abidos, en ostras tan productivas.
Cuando el signo de Libra reparta las horas
del día y del sueño por igual, y el mundo
haya demediado ya las luces y las sombras,
poned a trabajar los bueyes, que no desmayen,
y sembrad cebada en los bancales, labradores;
es el tiempo de enterrar la semilla del lino,
la amapola cereal, y de doblar la espalda
y echarse encima del aladro mientras la tierra
seca lo permita, y sigan las nubes quietas.
En primavera llega la siembra de las habas
y entonces también a ti, alfalfa, te acogen
surcos esponjosos, y es el turno para el mijo.
Abre el año el Toro blanco, sus cuernos dorados,
y el Perro se esconde y cede al astro que le sigue.
Pero si labras la tierra pensando tan solo
en cosechas de trigo y robusta cebada
y no más que a la espiga dedicas tu afán,
habrás de aguardar que a tus ojos se oculten
las hijas de Atlante matutinas, y su puesto
ceda la estrella cretense de ardiente corona,
antes de echar la simiente apropiada en el surco
y antes de hora fiar la esperanza del año
a unas tierras desganadas. Pues muchos la siembra
empezaron antes del ocaso de la Maya
pero las cosechas que esperaban los burlaron
con espigas vacías. Si, en cambio, te dedicas
a sembrar algarrobas o humildes habichuelas
y plantar lentejas pelusianas no desprecias,
Pastor al ponerse te dará clara señal:
comienza entonces y alarga la sementera
hasta que vaya mediada la estación del frío.
El sol dorado por esta razón rige el orbe
en partes concretas dividido, y a través
de los doce signos que habitan en el cielo.
Cinco son las zonas que ocupan el firmamento:
una siempre está roja del fúlgido sol,
abrasada siempre por el fuego, y a derecha
e izquierda se extienden los límites azules
cuajados de negras tempestades y de hielo;
entre éstas y la del medio, por obsequio de los dioses,
dos más fueron dadas a los míseros mortales,
y por todo el camino que corta ambas zonas
sobre sí gira el orden oblicuo de los astros.
El mundo, así como escarpado se levanta
hacia los montes Rifeos y la parte de la Escitia,
así también se hunde en pendiente hacia Libia,
por allá por donde soplan los vientos australes.
Este polo está siempre por encima de nosotros,
pero al otro lo contemplan, bajo sus pies,
la Estigia siniestra y los Manes profundos.
Allí, según se cuenta, o la noche cerrada
calla para siempre y densas tinieblas la cubren
o vuelve desde nuestros límites la Aurora
y les trae un nuevo día, y entonces el sol
su soplo con caballos jadeantes nos envía.
Allí es donde enciende el Véspero brillante
las luces de la tarde. Y con esto podemos
predecir el tiempo incluso en el incierto cielo
y el día de la siega y la hora de sembrar
y cuándo batir con remos mármol traicionero
nos conviene, cuándo armadas sacar las naves,
o cuándo hay en el bosque que talar el pino;
no en vano escrutamos el ocaso de los astros
y su nacimiento, y el año, a partes iguales,
en cuatro diferentes estaciones dividido.
Si la lluvia fría guarda en casa al labrador
da tiempo a preparar las muchas cosas que luego
habría improvisadamente que atender
con el cielo sereno: el labrador afila
y endereza el duro diente de la reja,
vacía los árboles y talla las artesas,
marca el ganado y numera los montones.
Otros sacan punta a las horquillas de dos perchas
y a las estacas, y avían mallas amerinas
para la flexible vid. Tejer sencillas cestas
es mejor ahora con las varas de las zarzas.
Si hay ahora que tostar el grano al fuego,
molerlo luego con la piedra es menester.
Hasta en días festivos algunos trabajos
permiten las leyes divinas, y las humanas:
ninguna religión prohibió encauzar arroyos,
o tender la cerca en el sembrado, construir
las trampas de los pájaros, o quemar las yerbas
y al rebaño balador meterlo en agua sana.
Contino los lomos del cansino borriquillo
carga el arriero con fruta barata y aceite,
y al volver de la ciudad vuelve a cargar
una piedra de molino, o un montón de negra pez.
Huye de la quinta luna: entonces nacieron
las Euménides y el Orco pálido, entonces
en parto nefando la Tierra echó al mundo
a Ceo y Japeto y al bárbaro Tifeo
y los hermanos que tramaron destruir el cielo.
Por tres veces intentaron levantar el Osa
por encima del Pelión, y dejar que cayera
sobre el Osa rodando el Olimpo frondoso;
por tres veces el padre, los montes levantados
desmoronó con un rayo. También es muy bueno,
el décimo séptimo día, poner las parras
y domar bueyes uncidos y zurcir la tela.
Mejor de viajes el noveno, de robos malo.
Cunden más muchas labores en la noche fresca
o cuando, al salir el sol, rocía los campos
el lucero del alba. De noche se siegan
mejor los rastrojos finos, la pradera seca.
No falta un húmedo relente por la noche,
y alguno pasa las veladas del invierno
al amor del fuego, y con falces afiladas
abre las teas en forma de espiga.
Mientras tanto la mujer, que alivia con canciones
la larga faena, va recorriendo las telas
con el peine cadencioso, o pone a cocer
el mosto dulce y con la ayuda de unas hojas
el caldo del puchero hirviente desespuma.
Con la fuerza del calor se siega el rubio trigo,
con calor trilla la era las tostadas mieses.
Desnudo has de arar, has de sembrar desnudo.
El invierno vuelve perezoso al labrador:
los agricultores, en cuanto llegan los fríos,
se dedican a gozar los frutos que acopiaron,
se convidan a festines llenos de alegría,
el invierno los invita, y aleja las penas,
como cuando tocan puerto las cargadas naves
y los marineros cuelgan flores en las popas.
Pero también es tiempo de coger bellotas,
bayas de laurel, olivas, mirto ensangrentado,
de poner las trampas a las grullas, y a los ciervos
redes, y de perseguir las orejudas liebres,
de tirarles a los gamos, de darle que restalle
a la cuerda de estopa de la honda balear.
Es el tiempo en el que cae la nieve profunda,
cuando los ríos arrastran témpanos de hielo.
Qué diré de las estrellas y las tempestades
del Otoño, y en qué han de reparar los hombres
cuando afloja el calor y los días acortan,
o cuando la primavera se mete en lluvias,
cuando en los campos se erizan las espigas
y el trigo en leche se hincha, sobre la caña verde.
Yo he visto muchas veces, cuando el colono
llevaba al segador hasta los trigos royos
y ataba las gavillas con frágiles vencejos,
cómo se juntaban a luchar todos los vientos
que arrancaban de cuajo la preñada espiga
y la echaban por los aires: de este modo
se lleva la tormenta, en remolinos negros,
las pajas livianas y las cañas voladoras.
Muchas veces también se derrama de los cielos
una tromba de agua tremenda y las nubes,
que ya están en lo más alto acumuladas,
recrecen el horrible temporal de lluvias brunas.
El cielo se derrumba, y anega el diluvio
los campos feraces y el trabajo de los bueyes.
Se colman las fosas y los hondos ríos crecen
estruendosos y revueltas sus profundidades
hierve el mar. Con su diestra lanza el propio Júpiter
rayos que vibran en la noche de tormenta,
la tierra entera tiembla con estos embates,
huyen las fieras y un pánico avasallador
se apodera del corazón de los mortales.
Júpiter quebranta con su dardo refulgente
el Atos o el Ródope o las cumbres Ceraunias;
arrecian los Austros y es densísima la lluvia,
bosques y riberas claman con el vendaval.
Sin dejar de ser con esto muy meticuloso,
observa del cielo meses y constelaciones,
por dónde se oculta la frígida estrella
de Saturno, en qué órbitas del cielo errante
va el astro Cilenio. Rinde culto a los dioses
ante todo, y ofrece a la magna Ceres
sacrificios cada año en los hermosos prados
al fin del invierno, ya serena primavera.
Entonces es cuando están gordos los corderos
y suavísimos los vinos, los sueños son dulces,
espesas entonces las sombras en las montañas.
Mozos agrestes a Ceres contigo veneren:
dilúyeles panales en leche y vino dulce
y por tres veces pase la víctima propicia
en torno a las mieses nuevas. Y el coro entero
y todos la acompañen entre aclamaciones
e invoquen con gritos a Ceres en sus moradas,
y que no arrime nadie la falce a las espigas
si antes no danza y entona sus cantos a Ceres
con ramas de encina la frente coronada.
Y todas estas cosas, a fin de que pudiéramos
por signos precisos conocerlas, los calores
y las lluvias y los vientos que traen los fríos,
Júpiter dispuso cómo nos ilustrarían
en cada mes las lunas, en qué signo los Austros
se sosiegan, viendo qué señal a sus ganados
cerca del establo guardarán los labradores.
De pronto, revueltas por los vientos encrespados,
ya empiezan a hincharse las olas del mar
y en las altas cumbres un ruido seco se escucha,
o bien rompe el mar y resuenan las orillas
y entre los bosques el estruendo se recrece.
Mal se resisten las olas a curvos navíos
cuando del mar un revuelo de rápidos mergos
lleva hasta la playa sus graznidos, y cuando
las gaviotas juguetean en la playa seca
y la garza deja las lagunas conocidas
y por más arriba vuela de las altas nubes.
Verás a veces, cuando amenaza la tempestad,
cómo las estrellas se deslizan desde el cielo,
y tras ellas una larga estela en llamas
blanca se ilumina entre las sombras de la noche,
y a veces un remolino de pajas livianas
y de hojas muertas, o cómo, encima del agua,
van las plumas nadando y giran unas con otras.
Mas si vienen los relámpagos del crudo Bóreas
o truena en la casa del Céfiro y del Euro,
el campo se inunda entero, las zanjas rebosan,
y en el mar las velas húmedas el marinero
se apresta a recoger. Nunca sorprendió la lluvia
a quien no se la esperaba. Cuando asomó,
las grullas de alto vuelo en los profundos valles
buscaron su refugio, o bien fue la novilla
la que alzó la vista al cielo y aspiró la brisa,
hocicos de par en par, o bien la golondrina
voló estridente en círculos sobre el estanque
y las ranas cantaron sus quejas en el cieno.
También la hormiga, labrando un angosto sendero,
solía sacar los huevos de sus escondrijos,
y bebió el enorme arco iris las aguas,
y en gruesa columna, con denso aleteo graznó
huyendo del pasto un ejército de cuervos.
Las varias aves del mar y las que en dulces lagos
exploran del Caistro sus asiáticas praderas
con ardor el dorso de las alas se rocían
y a veces zambullen la cabeza entre las olas
y a veces corren hacia ellas, y verás cómo,
ansiosas por lavarse, saltan de impaciencia.
La terca corneja llama a gritos a la lluvia
y a solas se dispersa entre la arena seca.
Ni aun las mozas que hilaban vellones de noche
dejaron de barruntar tormenta, cuando viesen
cómo echa chispas en la lámpara encendida
el aceite y crece el moco del pabilo.
E igual podrás con el mal tiempo predecir
los días de sol, los cielos abiertos sin nubes
y por signos ciertos conocerlos: no parece
tan apagado el resplandor de las estrellas
ni debe la luna su luz a rayos hermanos
ni finos vellones de lana surcan el cielo;
ni sus alas los alciones, tan caros a Tetis,
al tibio sol despliegan en las playas, ni quieren
hozar cerdos inmundos gavillas desatadas.
Y bajan más las nieblas hasta la hondonada
y se desparraman por el campo, y la lechuza,
que observa la puesta de sol desde el alero,
en vano se afana en su canto nocturno.
Niso aparece en lo alto del límpido cielo
y Escila sufre el castigo a sus rojos cabellos:
adonde huya y corte el aire leve con las alas,
allí está Niso, su enemigo encarnizado,
que con grande estrépito la sigue por el cielo;
y dondequiera que Niso remonte su vuelo,
huye aprisa y corta el aire leve con las alas.
Prieto el gañote los cuervos entonces empalman
hasta tres veces y cuatro sus claros graznidos,
y a menudo, con no sé qué rara melodía,
se chillan bulliciosos entre la enramada
desde sus altos cubiles; pasadas las lluvias,
se complacen en volver a ver sus dulces nidos,
sus pequeñas crías. No creo que esto suceda
porque su ingenio esté inspirado por los dioses
ni su mayor prudencia sea cosa del destino;
sino que, cuando ha dado un giro el mal tiempo
y la humedad inestable del aire, y Júpiter,
amerado por los Austros, los vientos del sur,
así espesa lo suelto que aclara lo espeso,
cambian de aspecto las especies animadas,
una emoción les llena ahora el pecho
distinta que cuando el viento juntaba las nubes:
a partir de ahora viene el canto de los pájaros
en el campo y los rebaños llenos de alegría,
y aquel graznido jubiloso de los cuervos.
Pero si vuelves la vista hacia el curso del sol
y a los días del ciclo lunar, no han de fallarte
las horas mañana ni caerás en la trampa
de las noches serenas. Si el cuerno de la luna
abraza en la sombra una negra neblina,
se les prepara una fortísima tormenta
a los labradores y en el mar; y si un rubor
de virgen el rostro le cubriera, viento habrá,
que el aura de Febe se enrojece con el viento.
Si la cuarta luna (que es la fuente más segura)
con cuernos buidos por el cielo fuese nítida,
todo ese día y los que han de venir
un mes entero pasarán sin vientos y sin lluvia,
y a salvo en la orilla los marineros
a Glauco cumplirán sus votos y a Panopea
y también a Melicertes, el hijo de Ino.
También te dará señales el sol al salir
y después cuando se esconda entre las olas;
los signos más ciertos son los que siguen al sol
al amanecer y cuando salen las estrellas.
Si el sol salpica de manchas su disco naciente
oculto en una nube, medio escondido,
lluvias temas, pues amenaza desde el mar
el Noto, azote de los campos, de los árboles
y del ganado. O cuando al amanecer
rompen sin orden por nieblas espesas los rayos,
o cuando surge pálida la Aurora, que abandona
el lecho de Titono, del color del azafrán,
mal cuidará, ay, el pámpano la blanda uva,
porque a mares el granizo indeseable
con recio estruendo bota sobre los tejados.
Esto es lo que más provecho hará tener presente,
cuando el sol tras recorrer el cielo se recoge
pues varios colores vemos vagando a menudo
por su faz: azul cerúleo anuncia lluvias,
rojo el Euro; si manchas al fuego brillante
le empiezan a salir, verás entonces cómo
a la par los vientos se desatan que las lluvias:
esa noche no conseguirá nadie que al mar
yo salga ni rompa las amarras con la tierra.
Mas si al traer el sol al día de regreso
el disco sigue hasta esconderlo luminoso,
en vano te amedrentarán los nubarrones
y en vano los bosques verás que se estremecen
con el viento Aquilón, el que aclara los cielos.
Muchas veces también nos habrá de avisar
de que acechan secretas las perturbaciones,
que guerras ocultas se traman y añagazas:
él también, muerto el César, se apiadó de Roma,
su cabeza radiante con lóbrega herrumbre
cubrió, y un siglo de impiedades tuvo miedo
de pensar que aquella noche fuera eterna.
Aquellos días la tierra y las aguas del mar,
perros astrosos y pájaros de mal agüero
dieron también sus señales. ¡Cuántas veces vimos
arrojar el Etna de sus hornos reventados
hirviente marea por los campos de los Cíclopes,
vomitar globos de fuego y piedras derretidas!
Escuchó la Germania el fragor de las armas
por el entero cielo, y los Alpes temblaron
con insólito estremecimiento. Se oyó
una voz tronante por los bosques silenciosos
y pálidas fantasmas de espantosa facha
fueron vistas al caer la noche, e incluso,
¡fenómeno indecible!, las bestias hablaron;
los ríos se empantanan, se abre la tierra,
llora en los templos el marfil desconsolado,
los objetos de bronce se cubren de sudor.
Erídano, el rey de los ríos, revolviéndose
inunda los bosques en violentos remolinos
y los campos y arrambla con los ganados
y sus majadas todas. En ese mismo tiempo
no dejaron las entrañas de las tristes víctimas
de mostrar presagios ominosos, ni la sangre
cesó de manar en los pozos, ni las ciudades
de resonar profundas en medio de la noche
con el aullido de los lobos. Jamás cayeron
tantos relámpagos en cielo claro ni tantos
siniestros cometas ardieron. Y así fue
como dos veces vieron los campos de Filipos
entrar las tropas romanas en lid fratricida
con sus mismas armas; y no pareció indigno
a los altos dioses abonar con nuestra sangre
dos veces la Ematia y las vastas tierras del Hemo.
Ha de llegar el día en que el agricultor
se vaya encontrando por aquellos confines
al trabajar la tierra con el corvo arado
lanzas corroídas por herrumbres escabrosas,
o en yelmos vacíos chocarán rastras pesadas,
y lo embargará el asombro cuando vea
sobre tumbas abiertas enormes esqueletos.
Oh dioses custodios de la patria, y tú, Rómulo,
y tú, madre Vesta, que amparas de Roma el Palacio
y el Tíber toscano, dejad que este joven
acuda en socorro de un tiempo convulso.
Pues ya hemos pagado hace tiempo el perjurio
de la Troya de Laomedonte. Ya hace tiempo
que la regia estirpe del cielo nos envidia,
oh César, por tu causa, y lamenta que busques
honores de triunfo que los hombres te dedican.
Está lo justo confundido con lo injusto,
tantas guerras por el mundo, y caras del crimen;
ningún honor es digno del aladro, los campos
quedan yermos, los colonos fueron expulsados,
curvas hoces se funden en rígidas espadas.
El Éufrates nos lleva por aquí a la guerra,
por allá la Germania; las ciudades vecinas,
rotos los pactos, toman las armas; despiadado,
el dios Marte se ensaña por toda la tierra:
así salen las cuádrigas del arrancadero,
se lanzan a la pista y arrastran los caballos
al auriga que en vano tira de las bridas,
y el carro no escucha las voces de la rienda.
Cómo se consigue hacer fecundas las cosechas,
en qué asterismo hay que pasar la vertedera
por la tierra y a los olmos enredar las parras,
qué cuidado con los bueyes, qué dedicación
reclaman, Mecenas, también las reses menudas,
cuánta experiencia las abejas económicas.
Esto es lo que ahora comienzo a cantar.
Vosotras, oh lumbreras del mundo las más claras,
que al año guiáis, cuando se desliza por el cielo,
Líber y Ceres nutricia, si por gracia vuestra
en espiga gruesa la bellota de Caonia
transformó la tierra, y las aguas aqueloas
mezcló con la flamante uva; y vosotros, Faunos,
divinidades que amparáis a los labriegos
(moved el pie a compás, los Faunos y las Dríades,
pues canto para vosotros); y tú, oh Neptuno,
por quien la tierra echó al caballo relinchante
al ser de gran tridente por primera vez herida;
y tú, Aristeo, el amigo de los bosques,
que allá en las dehesas feraces de Cea
te pacen trescientos novillos como la nieve;
y tú también, Pan, tú que custodias las ovejas,
deja el bosque patrio y la espesura del Liceo
si es que los campos ménalos te preocupan,
ven y asísteme, Tegeo, seme venturoso;
y tú, Minerva, la inventora de la oliva,
y tu hijo, divulgador del corvo arado,
y tú, Silvano, que en tierno ciprés descuajado
te apoyas al andar: dioses todos y diosas
que al cargo estáis del ministerio de los campos
que alimentáis los no sembrados frutos nuevos
que abastecéis con largas lluvias desde el cielo.
Y tú también, César, aunque no esté decidido
qué asamblea de los dioses te dará cobijo,
ya desees visitar ciudades y del campo
ser amparo, y el orbe entero te considere
dueño de los frutos y señor de las tormentas,
las sienes ceñidas con el mirto de la madre;
o acaso vengas hecho el dios del mar infinito
y sólo adoren a tus númenes tus marineros
y Tule remota te sirva y Tetis te compre
y te escoja como yerno entre las olas;
o bien, en esa porción de cielo que se abre
entre el Erígone y las Quelas colindantes
te añadas a los lentos meses como estrella nueva
(que ya estrecha sus pinzas el Escorpión fogoso
y espacio te aparta de sobras en las alturas).
Seas lo que fueres, dame fácil travesía,
pues ni el Tártaro te espera como rey
ni funesto deseo de reinar te invada,
aun si a Grecia le asombran los Campos Elíseos
y Proserpina no piensa en seguir a su madre
cuando ella la reclama). Apiádate conmigo
de los labradores que no saben el camino,
emprende esta ruta, y desde este momento
acostúmbrate a ser implorado por sus votos.
Por primavera, cuando en las montañas blancas
el hielo se derrite y la gleba reseca
se deshace con el viento, entonces empiece
el toro a gemir con el aladro bien hundido
y en el surco a brillar la desgastada reja.
Cumplirá los votos del labriego codicioso
solamente aquella mies que haya sentido
por dos veces el sol, por dos veces el frío.
Antes de romper terreno ignoto con el hierro
hay que conseguir información sobre los vientos,
de cómo son las variables costumbres del cielo,
los cultivos de siempre, los hábitos del sitio,
qué se da bien en la zona, y qué no se da.
Aquí se cría hermoso el cereal, allí
mejor la uva y más allá plantones de arbolillo
y semillas que verdean sin ningún cultivo.
¿No ves el Tmolo los aromas de azafrán
y la India el marfil que envía y los flojos sabeos
su incienso; y los Cálibes desnudos, sin embargo,
sacan hierro y el Ponto fétido castóreo
y el Epiro triunfos de las yeguas elideas?
Siempre impuso estas leyes la naturaleza,
normas eternas para sitios determinados,
desde aquella época en que Deucalión
arrojaba las piedras a un mundo vacío
de las que nació la dura raza de los hombres.
Vamos, entonces, que labren los bueyes forzudos
la gruesa tierra ya desde los meses primeros
y cueza el estío los terrones polvorientos
con el esplendor del sol. Si es infecunda la tierra
basta levantar un surco leve bajo Arturo,
que allí los frutos no se arguellen con las hierbas
y aquí a los yermos no les falte el agua escasa.
También dejarás, un año sí y otro no,
los campos ya segados descansar, que el barbecho
se haga duro con la nula actividad.
Cuando cambie el tiempo plantarás el rubio trigo
allí donde antes pusiste legumbres lozanas,
de vaina tremolosa, o delicados brotes
de veza y las quebradizas cañas y el follaje
de los amargos altramuces. Queman la tierra
las hazas de lino y la queman las de avena
y queman la tierra los campos de amapolas
empapadas todas con el sueño de Leteo.
Con los años alternos, en cambio, la labor
se hace más llevadera, si no te apura
cubrir los suelos áridos de untoso fiemo
o esparcir ceniza inmunda por la tierra.
Así también, llevando cultivos alternos,
descansan los bancales y no se queda en nada,
mientras tanto, el fruto de la tierra sin arar.
A menudo viene bien incluso pegar fuego
a los campos agotados y las rastrojeras
quemarlas livianas entre llamas crepitantes,
pues tanto da si con esta costumbre las tierras
toman fuerzas ocultas y pingüe alimento
o si el fuego funde la maleza entera
y elimina la humedad innecesaria,
como si el calor le abre los poros a la tierra
y los respiraderos ciegos, que es allí
donde la savia alcanza hasta las hierbas nuevas,
o si la endurece más y las venas abiertas
contrae por que las finas lluvias no la quemen
o la potencia más dura del sol fulminante
o bien el frío del Bóreas penetrativo.
Igualmente ayuda mucho al labrantío
quien rompe los secos terrones con la legona
y les pasa el rastrillo de mimbres, pues no en vano
la rubia Ceres lo contempla en el Olimpo;
y quien, cuando ya está labrado el bancal,
lo que levanta en recto de nuevo lo rotura
con la reja de través, y remueve la tierra
sin desmayo, y firme gobierna en sus cosechas.
Elevad vuestras invocaciones, labradores,
por húmedos veranos e inviernos serenos:
farros son hermosos con inviernos polvorosos,
se jacta la Mesia de tanto fruto sin cultivo
y de las cosechas hasta el Gárgara se asombra:
el campo es fecundo. ¿Y qué diré de aquél
que después de haber echado ya la sementera
repasa el terreno y desmenuza los grumos
del nada fértil secano, y luego encamina
las aguas del río en sucesivas canaleras,
y cuando el campo agotado se requema
entre los mustios herbazales, hete aquí
que desde el borde inclinado del canal
hace que salten las aguas? Un ronco rumor
surge al discurrir entre las piedras esmeradas
y refrescan a chorros los áridos bancales.
¿Y qué diré de quien, para evitar que la caña
se acueste bajo el peso de la espiga
mete al ganado a pacer la mies asilvestrada
entre las tiernas yerbecicas cuando asoma
el sembrado por el lomo de los caballones?,
¿y de aquel que seca con arena bebedora
agua de los charcos que se queda retenida?
Sobre todo si, allá por los meses inciertos,
el río va crecido y todo lo inunda
con el barro que arrastra, y así se van formando
hondas lagunas que sudan tibia humedad.
Y, sin embargo, aun a pesar de las labores
de los hombres y los bueyes, que saben muy bien
cómo roturar la tierra, no dan poco mal
los gansos voraces o las grullas estrimonias
o la achicoria de amarga raíz o la sombra,
que no poco perjudica. Júpiter no quiso
que el camino de un cultivo fuese fácil
y el primero fue en mover las tierras con astucia,
en meter cuidado en las conciencias de los hombres
y no consintió que presos de grave desidia
sus reinos se abandonasen. Antes que Júpiter
ningún labrador trabajó la tierra. Ni era
de ley marcar o partir el campo con linderos;
buscaban sólo el procomún, y la propia tierra
sin nadie pedirlo liberal todo lo daba.
Fue él quien puso el veneno en las serpientes negras
y ordenó a los lobos provocar estragos;
fue el que removió los mares, el que represó
el vino que a raudales corría por doquier,
escurrió la miel entre las hojas, y el fuego
nos arrebató; que así, a fuerza de ejercicio,
variadas técnicas forjara, y buscase
brotes de trigo entre los surcos, y arrancase
el fuego escondido entre las venas de la piedra.
Entonces fue cuando por primera vez los ríos
sintieron los troncos de alisos ahuecados
y a las estrellas el marino puso número
y nombre a las Pléyades, a las Híadas
y a la hija de Licaón, la fúlgida Osa.
Cazar fieras a lazo y pájaros con liga
y acechar con perros los boscajes muy tupidos
fue entonces inventado; ya uno el ancho río
bate con la honda y busca en lo profundo,
y mojadas mallas arrastra el otro por el mar.
A continuación llegó la rigidez del hierro
y también las estridentes hojas de la sierra
(pues con cuñas partían los hombres primitivos
la leña fácil de hendir), y los varios oficios.
Todo lo venció el trabajo agotador
y las carencias que apuran en tiempos difíciles.
Fue Ceres la primera que enseñó a los hombres
a labrar la tierra con el hierro, cuando ya
las bellotas y madroños del bosque sagrado
escaseaban, y Dodona negó su alimento.
También al trigo se aplicó el trabajo luego,
porque el añublo hacía daño en las espigas
y el inútil cardo se erizaba entre las mieses.
Se pierden las cosechas, el bosque se enmaraña
de abrojos y lampazos, campan por los cultivos
la estéril cizaña y las avenas locas.
Conque si no te aplicas a menudo con rastrillos
a la hierba y asustas a los pájaros con ruido
y la impenetrable sombra del campo umbroso
no despejas con la podadera ni elevas
preces por la lluvia, esperarás en vano, ay,
esos enormes muelos de trigo, y en el bosque
aliviarás el hambre vareando encinas.
Nombremos las armas de los recios labradores
porque sin ellas las mieses ni pueden sembrarse
ni tampoco crecer. La reja, en primer lugar,
y del corvo arado el roble ponderoso,
y los carros de la eleusina, nuestra madre,
que ruedan despacio, y los trillos y las gradas
y los azadones de tamaños diferentes;
luego los bastos aperos de mimbre celeo
y angarillas hechas con las ramas de un madroño
y el harnero ritüal de los misterios iacos;
dispondrás todo lo que desde tiempo antes
hayas recordado aparejar, si es que mereces
la gloria de unas tierras dignas de los dioses.
Antes con antes se doma con fuerza una rama
de olmo en el bosque para cama del aladro.
Un timón de hasta ocho pies desde el arranque,
dos orejeras y el dental de espaldar doble
se ajustan al camal. Antes se cortan también
para el yugo una rama delgada de tilo
y una de alta haya que sirva para la esteva,
que gobierne la base del tiro desde atrás;
de estas maderas la dureza la examina
el humo si las cuelgas encima del hogar.
Reglas muchas puedo referir de los antiguos
si es que no desmayas ni te cansa conocer
pormenores del trabajo. La era lo primero:
tienes que igualarla con el rulo poderoso
y cavarla a mano y con la pegajosa greda
endurecer el suelo, que no medren las hierbas
ni avasallado por el polvo se resquebraje,
que entonces plagas varias la echan a perder:
puso a menudo su casa el ratón diminuto
e hizo granero por debajo de la tierra,
o los topos cegatos, privados de los ojos,
cavaron sus madrigueras, y fue hallado en las huras
un sapo, y la de bichos que lleva la tierra,
y el gorgojo que arruina los vastos muelos de trigo
y la hormiga que teme la mísera vejez.
Observa el almendro, si se cuaja de flores
y comba en el bosque sus ramas olorosas;
si los brotes prosperan, ricos serán los trigos
cuando en la fuerza del calor venga la trilla;
mas si adensa el follaje la sombra exuberante
pajas gordas trillará la era, nunca espigas.
Yo he visto a muchos que al sembrar tratan la semilla
y a lo primero la rocían con salitre
y con amurca negra, para que así el grano
crezca gordo dentro de las vainas engañosas
y se ablande rápido aun con poco fuego.
Yo he visto semillas escogidas muy despacio
y contempladas con dedicación y esmero
degenerar si el hombre cada año las más grandes
no escogía con la mano: así es el destino
que todo lo empeora, y cuando ya lo ha hundido
lo hace ir para atrás, nada distinto de aquél
que a fuerza de remos remonta una barca
río arriba y si ocurre que afloja los brazos,
el río lo atrapa y lo arroja al abismo.
Para nosotros, estudiar los astros de Arturo,
los días de las Cabrillas y el Dragón luciente,
es tan necesario como examinar el Ponto
para los que fueron arrojados a la Patria
a través del piélago ventoso, o estudiar
las bocas del Abidos, en ostras tan productivas.
Cuando el signo de Libra reparta las horas
del día y del sueño por igual, y el mundo
haya demediado ya las luces y las sombras,
poned a trabajar los bueyes, que no desmayen,
y sembrad cebada en los bancales, labradores;
es el tiempo de enterrar la semilla del lino,
la amapola cereal, y de doblar la espalda
y echarse encima del aladro mientras la tierra
seca lo permita, y sigan las nubes quietas.
En primavera llega la siembra de las habas
y entonces también a ti, alfalfa, te acogen
surcos esponjosos, y es el turno para el mijo.
Abre el año el Toro blanco, sus cuernos dorados,
y el Perro se esconde y cede al astro que le sigue.
Pero si labras la tierra pensando tan solo
en cosechas de trigo y robusta cebada
y no más que a la espiga dedicas tu afán,
habrás de aguardar que a tus ojos se oculten
las hijas de Atlante matutinas, y su puesto
ceda la estrella cretense de ardiente corona,
antes de echar la simiente apropiada en el surco
y antes de hora fiar la esperanza del año
a unas tierras desganadas. Pues muchos la siembra
empezaron antes del ocaso de la Maya
pero las cosechas que esperaban los burlaron
con espigas vacías. Si, en cambio, te dedicas
a sembrar algarrobas o humildes habichuelas
y plantar lentejas pelusianas no desprecias,
Pastor al ponerse te dará clara señal:
comienza entonces y alarga la sementera
hasta que vaya mediada la estación del frío.
El sol dorado por esta razón rige el orbe
en partes concretas dividido, y a través
de los doce signos que habitan en el cielo.
Cinco son las zonas que ocupan el firmamento:
una siempre está roja del fúlgido sol,
abrasada siempre por el fuego, y a derecha
e izquierda se extienden los límites azules
cuajados de negras tempestades y de hielo;
entre éstas y la del medio, por obsequio de los dioses,
dos más fueron dadas a los míseros mortales,
y por todo el camino que corta ambas zonas
sobre sí gira el orden oblicuo de los astros.
El mundo, así como escarpado se levanta
hacia los montes Rifeos y la parte de la Escitia,
así también se hunde en pendiente hacia Libia,
por allá por donde soplan los vientos australes.
Este polo está siempre por encima de nosotros,
pero al otro lo contemplan, bajo sus pies,
la Estigia siniestra y los Manes profundos.
Allí, según se cuenta, o la noche cerrada
calla para siempre y densas tinieblas la cubren
o vuelve desde nuestros límites la Aurora
y les trae un nuevo día, y entonces el sol
su soplo con caballos jadeantes nos envía.
Allí es donde enciende el Véspero brillante
las luces de la tarde. Y con esto podemos
predecir el tiempo incluso en el incierto cielo
y el día de la siega y la hora de sembrar
y cuándo batir con remos mármol traicionero
nos conviene, cuándo armadas sacar las naves,
o cuándo hay en el bosque que talar el pino;
no en vano escrutamos el ocaso de los astros
y su nacimiento, y el año, a partes iguales,
en cuatro diferentes estaciones dividido.
Si la lluvia fría guarda en casa al labrador
da tiempo a preparar las muchas cosas que luego
habría improvisadamente que atender
con el cielo sereno: el labrador afila
y endereza el duro diente de la reja,
vacía los árboles y talla las artesas,
marca el ganado y numera los montones.
Otros sacan punta a las horquillas de dos perchas
y a las estacas, y avían mallas amerinas
para la flexible vid. Tejer sencillas cestas
es mejor ahora con las varas de las zarzas.
Si hay ahora que tostar el grano al fuego,
molerlo luego con la piedra es menester.
Hasta en días festivos algunos trabajos
permiten las leyes divinas, y las humanas:
ninguna religión prohibió encauzar arroyos,
o tender la cerca en el sembrado, construir
las trampas de los pájaros, o quemar las yerbas
y al rebaño balador meterlo en agua sana.
Contino los lomos del cansino borriquillo
carga el arriero con fruta barata y aceite,
y al volver de la ciudad vuelve a cargar
una piedra de molino, o un montón de negra pez.
Huye de la quinta luna: entonces nacieron
las Euménides y el Orco pálido, entonces
en parto nefando la Tierra echó al mundo
a Ceo y Japeto y al bárbaro Tifeo
y los hermanos que tramaron destruir el cielo.
Por tres veces intentaron levantar el Osa
por encima del Pelión, y dejar que cayera
sobre el Osa rodando el Olimpo frondoso;
por tres veces el padre, los montes levantados
desmoronó con un rayo. También es muy bueno,
el décimo séptimo día, poner las parras
y domar bueyes uncidos y zurcir la tela.
Mejor de viajes el noveno, de robos malo.
Cunden más muchas labores en la noche fresca
o cuando, al salir el sol, rocía los campos
el lucero del alba. De noche se siegan
mejor los rastrojos finos, la pradera seca.
No falta un húmedo relente por la noche,
y alguno pasa las veladas del invierno
al amor del fuego, y con falces afiladas
abre las teas en forma de espiga.
Mientras tanto la mujer, que alivia con canciones
la larga faena, va recorriendo las telas
con el peine cadencioso, o pone a cocer
el mosto dulce y con la ayuda de unas hojas
el caldo del puchero hirviente desespuma.
Con la fuerza del calor se siega el rubio trigo,
con calor trilla la era las tostadas mieses.
Desnudo has de arar, has de sembrar desnudo.
El invierno vuelve perezoso al labrador:
los agricultores, en cuanto llegan los fríos,
se dedican a gozar los frutos que acopiaron,
se convidan a festines llenos de alegría,
el invierno los invita, y aleja las penas,
como cuando tocan puerto las cargadas naves
y los marineros cuelgan flores en las popas.
Pero también es tiempo de coger bellotas,
bayas de laurel, olivas, mirto ensangrentado,
de poner las trampas a las grullas, y a los ciervos
redes, y de perseguir las orejudas liebres,
de tirarles a los gamos, de darle que restalle
a la cuerda de estopa de la honda balear.
Es el tiempo en el que cae la nieve profunda,
cuando los ríos arrastran témpanos de hielo.
Qué diré de las estrellas y las tempestades
del Otoño, y en qué han de reparar los hombres
cuando afloja el calor y los días acortan,
o cuando la primavera se mete en lluvias,
cuando en los campos se erizan las espigas
y el trigo en leche se hincha, sobre la caña verde.
Yo he visto muchas veces, cuando el colono
llevaba al segador hasta los trigos royos
y ataba las gavillas con frágiles vencejos,
cómo se juntaban a luchar todos los vientos
que arrancaban de cuajo la preñada espiga
y la echaban por los aires: de este modo
se lleva la tormenta, en remolinos negros,
las pajas livianas y las cañas voladoras.
Muchas veces también se derrama de los cielos
una tromba de agua tremenda y las nubes,
que ya están en lo más alto acumuladas,
recrecen el horrible temporal de lluvias brunas.
El cielo se derrumba, y anega el diluvio
los campos feraces y el trabajo de los bueyes.
Se colman las fosas y los hondos ríos crecen
estruendosos y revueltas sus profundidades
hierve el mar. Con su diestra lanza el propio Júpiter
rayos que vibran en la noche de tormenta,
la tierra entera tiembla con estos embates,
huyen las fieras y un pánico avasallador
se apodera del corazón de los mortales.
Júpiter quebranta con su dardo refulgente
el Atos o el Ródope o las cumbres Ceraunias;
arrecian los Austros y es densísima la lluvia,
bosques y riberas claman con el vendaval.
Sin dejar de ser con esto muy meticuloso,
observa del cielo meses y constelaciones,
por dónde se oculta la frígida estrella
de Saturno, en qué órbitas del cielo errante
va el astro Cilenio. Rinde culto a los dioses
ante todo, y ofrece a la magna Ceres
sacrificios cada año en los hermosos prados
al fin del invierno, ya serena primavera.
Entonces es cuando están gordos los corderos
y suavísimos los vinos, los sueños son dulces,
espesas entonces las sombras en las montañas.
Mozos agrestes a Ceres contigo veneren:
dilúyeles panales en leche y vino dulce
y por tres veces pase la víctima propicia
en torno a las mieses nuevas. Y el coro entero
y todos la acompañen entre aclamaciones
e invoquen con gritos a Ceres en sus moradas,
y que no arrime nadie la falce a las espigas
si antes no danza y entona sus cantos a Ceres
con ramas de encina la frente coronada.
Y todas estas cosas, a fin de que pudiéramos
por signos precisos conocerlas, los calores
y las lluvias y los vientos que traen los fríos,
Júpiter dispuso cómo nos ilustrarían
en cada mes las lunas, en qué signo los Austros
se sosiegan, viendo qué señal a sus ganados
cerca del establo guardarán los labradores.
De pronto, revueltas por los vientos encrespados,
ya empiezan a hincharse las olas del mar
y en las altas cumbres un ruido seco se escucha,
o bien rompe el mar y resuenan las orillas
y entre los bosques el estruendo se recrece.
Mal se resisten las olas a curvos navíos
cuando del mar un revuelo de rápidos mergos
lleva hasta la playa sus graznidos, y cuando
las gaviotas juguetean en la playa seca
y la garza deja las lagunas conocidas
y por más arriba vuela de las altas nubes.
Verás a veces, cuando amenaza la tempestad,
cómo las estrellas se deslizan desde el cielo,
y tras ellas una larga estela en llamas
blanca se ilumina entre las sombras de la noche,
y a veces un remolino de pajas livianas
y de hojas muertas, o cómo, encima del agua,
van las plumas nadando y giran unas con otras.
Mas si vienen los relámpagos del crudo Bóreas
o truena en la casa del Céfiro y del Euro,
el campo se inunda entero, las zanjas rebosan,
y en el mar las velas húmedas el marinero
se apresta a recoger. Nunca sorprendió la lluvia
a quien no se la esperaba. Cuando asomó,
las grullas de alto vuelo en los profundos valles
buscaron su refugio, o bien fue la novilla
la que alzó la vista al cielo y aspiró la brisa,
hocicos de par en par, o bien la golondrina
voló estridente en círculos sobre el estanque
y las ranas cantaron sus quejas en el cieno.
También la hormiga, labrando un angosto sendero,
solía sacar los huevos de sus escondrijos,
y bebió el enorme arco iris las aguas,
y en gruesa columna, con denso aleteo graznó
huyendo del pasto un ejército de cuervos.
Las varias aves del mar y las que en dulces lagos
exploran del Caistro sus asiáticas praderas
con ardor el dorso de las alas se rocían
y a veces zambullen la cabeza entre las olas
y a veces corren hacia ellas, y verás cómo,
ansiosas por lavarse, saltan de impaciencia.
La terca corneja llama a gritos a la lluvia
y a solas se dispersa entre la arena seca.
Ni aun las mozas que hilaban vellones de noche
dejaron de barruntar tormenta, cuando viesen
cómo echa chispas en la lámpara encendida
el aceite y crece el moco del pabilo.
E igual podrás con el mal tiempo predecir
los días de sol, los cielos abiertos sin nubes
y por signos ciertos conocerlos: no parece
tan apagado el resplandor de las estrellas
ni debe la luna su luz a rayos hermanos
ni finos vellones de lana surcan el cielo;
ni sus alas los alciones, tan caros a Tetis,
al tibio sol despliegan en las playas, ni quieren
hozar cerdos inmundos gavillas desatadas.
Y bajan más las nieblas hasta la hondonada
y se desparraman por el campo, y la lechuza,
que observa la puesta de sol desde el alero,
en vano se afana en su canto nocturno.
Niso aparece en lo alto del límpido cielo
y Escila sufre el castigo a sus rojos cabellos:
adonde huya y corte el aire leve con las alas,
allí está Niso, su enemigo encarnizado,
que con grande estrépito la sigue por el cielo;
y dondequiera que Niso remonte su vuelo,
huye aprisa y corta el aire leve con las alas.
Prieto el gañote los cuervos entonces empalman
hasta tres veces y cuatro sus claros graznidos,
y a menudo, con no sé qué rara melodía,
se chillan bulliciosos entre la enramada
desde sus altos cubiles; pasadas las lluvias,
se complacen en volver a ver sus dulces nidos,
sus pequeñas crías. No creo que esto suceda
porque su ingenio esté inspirado por los dioses
ni su mayor prudencia sea cosa del destino;
sino que, cuando ha dado un giro el mal tiempo
y la humedad inestable del aire, y Júpiter,
amerado por los Austros, los vientos del sur,
así espesa lo suelto que aclara lo espeso,
cambian de aspecto las especies animadas,
una emoción les llena ahora el pecho
distinta que cuando el viento juntaba las nubes:
a partir de ahora viene el canto de los pájaros
en el campo y los rebaños llenos de alegría,
y aquel graznido jubiloso de los cuervos.
Pero si vuelves la vista hacia el curso del sol
y a los días del ciclo lunar, no han de fallarte
las horas mañana ni caerás en la trampa
de las noches serenas. Si el cuerno de la luna
abraza en la sombra una negra neblina,
se les prepara una fortísima tormenta
a los labradores y en el mar; y si un rubor
de virgen el rostro le cubriera, viento habrá,
que el aura de Febe se enrojece con el viento.
Si la cuarta luna (que es la fuente más segura)
con cuernos buidos por el cielo fuese nítida,
todo ese día y los que han de venir
un mes entero pasarán sin vientos y sin lluvia,
y a salvo en la orilla los marineros
a Glauco cumplirán sus votos y a Panopea
y también a Melicertes, el hijo de Ino.
También te dará señales el sol al salir
y después cuando se esconda entre las olas;
los signos más ciertos son los que siguen al sol
al amanecer y cuando salen las estrellas.
Si el sol salpica de manchas su disco naciente
oculto en una nube, medio escondido,
lluvias temas, pues amenaza desde el mar
el Noto, azote de los campos, de los árboles
y del ganado. O cuando al amanecer
rompen sin orden por nieblas espesas los rayos,
o cuando surge pálida la Aurora, que abandona
el lecho de Titono, del color del azafrán,
mal cuidará, ay, el pámpano la blanda uva,
porque a mares el granizo indeseable
con recio estruendo bota sobre los tejados.
Esto es lo que más provecho hará tener presente,
cuando el sol tras recorrer el cielo se recoge
pues varios colores vemos vagando a menudo
por su faz: azul cerúleo anuncia lluvias,
rojo el Euro; si manchas al fuego brillante
le empiezan a salir, verás entonces cómo
a la par los vientos se desatan que las lluvias:
esa noche no conseguirá nadie que al mar
yo salga ni rompa las amarras con la tierra.
Mas si al traer el sol al día de regreso
el disco sigue hasta esconderlo luminoso,
en vano te amedrentarán los nubarrones
y en vano los bosques verás que se estremecen
con el viento Aquilón, el que aclara los cielos.
Muchas veces también nos habrá de avisar
de que acechan secretas las perturbaciones,
que guerras ocultas se traman y añagazas:
él también, muerto el César, se apiadó de Roma,
su cabeza radiante con lóbrega herrumbre
cubrió, y un siglo de impiedades tuvo miedo
de pensar que aquella noche fuera eterna.
Aquellos días la tierra y las aguas del mar,
perros astrosos y pájaros de mal agüero
dieron también sus señales. ¡Cuántas veces vimos
arrojar el Etna de sus hornos reventados
hirviente marea por los campos de los Cíclopes,
vomitar globos de fuego y piedras derretidas!
Escuchó la Germania el fragor de las armas
por el entero cielo, y los Alpes temblaron
con insólito estremecimiento. Se oyó
una voz tronante por los bosques silenciosos
y pálidas fantasmas de espantosa facha
fueron vistas al caer la noche, e incluso,
¡fenómeno indecible!, las bestias hablaron;
los ríos se empantanan, se abre la tierra,
llora en los templos el marfil desconsolado,
los objetos de bronce se cubren de sudor.
Erídano, el rey de los ríos, revolviéndose
inunda los bosques en violentos remolinos
y los campos y arrambla con los ganados
y sus majadas todas. En ese mismo tiempo
no dejaron las entrañas de las tristes víctimas
de mostrar presagios ominosos, ni la sangre
cesó de manar en los pozos, ni las ciudades
de resonar profundas en medio de la noche
con el aullido de los lobos. Jamás cayeron
tantos relámpagos en cielo claro ni tantos
siniestros cometas ardieron. Y así fue
como dos veces vieron los campos de Filipos
entrar las tropas romanas en lid fratricida
con sus mismas armas; y no pareció indigno
a los altos dioses abonar con nuestra sangre
dos veces la Ematia y las vastas tierras del Hemo.
Ha de llegar el día en que el agricultor
se vaya encontrando por aquellos confines
al trabajar la tierra con el corvo arado
lanzas corroídas por herrumbres escabrosas,
o en yelmos vacíos chocarán rastras pesadas,
y lo embargará el asombro cuando vea
sobre tumbas abiertas enormes esqueletos.
Oh dioses custodios de la patria, y tú, Rómulo,
y tú, madre Vesta, que amparas de Roma el Palacio
y el Tíber toscano, dejad que este joven
acuda en socorro de un tiempo convulso.
Pues ya hemos pagado hace tiempo el perjurio
de la Troya de Laomedonte. Ya hace tiempo
que la regia estirpe del cielo nos envidia,
oh César, por tu causa, y lamenta que busques
honores de triunfo que los hombres te dedican.
Está lo justo confundido con lo injusto,
tantas guerras por el mundo, y caras del crimen;
ningún honor es digno del aladro, los campos
quedan yermos, los colonos fueron expulsados,
curvas hoces se funden en rígidas espadas.
El Éufrates nos lleva por aquí a la guerra,
por allá la Germania; las ciudades vecinas,
rotos los pactos, toman las armas; despiadado,
el dios Marte se ensaña por toda la tierra:
así salen las cuádrigas del arrancadero,
se lanzan a la pista y arrastran los caballos
al auriga que en vano tira de las bridas,
y el carro no escucha las voces de la rienda.
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