Casandra y Adonis
Con el tiempo he establecido tres categorías entre las novelas de Paul Auster. Por encima de todo hay tres novelas que en su momento me deslumbraron y a las que guardo un afecto inextinguible: Leviatán, El palacio de la luna y La música del azar, por este orden. Luego hay una segunda división de novelas excelentes que sin embargo no me impactaron tanto: la Trilogía de Nueva York, El país de las últimas cosas, Brooklin Follies… En realidad me doy cuenta ahora de que, salvo la última, todas estas novelas pertenecen a su primera etapa. Luego hubo altos y bajos. En una tercera etapa se puede hablar, también, de una tercera división: Mr. Vertigo, Tombuctú, La noche del oráculo, pero El libro de las ilusiones debería subir a la segunda división, aunque solo sea por el difícil ejercicio que supone construir una novela con un breve ensayo de El arte del hambre en el que hablaba, a propósito de la historia del constructor de puzzles que aparece en La vida instrucciones de uso de Georges Pèrec, de la perfección del arte por la vía de su destrucción (aparte, claro, de las alusiones a Buñuel). Brooklyn Follies me devolvió el placer de aquellas primeras novelas, sobre todo de El palacio de la luna, pero luego publicó dos experimentos, Viajes por el Scriptorium y Un hombre en la oscuridad, que decididamente pertenecen a esa tercera división, al tipo específico de decepción que se produce cuando uno de tus autores favoritos ha publicado un churro. Esta última merece un lugar entre Brooklyn Follies y La música del azar; es decir, de lo mejorcito. No siempre Auster consigue cortar los trajes con esa suavidad y perfección, con esa redondez de las historias y la sensación de que ha usado las palabras justas, que se ha detenido cuando debía y ha ido rápido cuando era menester. Ese final en destrucción (o construcción, que viene a ser lo mismo: la misma impresión acaban teniendo los vestigios inconexos de un poema que el primer borrador de ese mismo poema) podría haber dado para otras buenas cien páginas (a Muñoz Molina, para otras mil), pero se nos ofrece meramente anotado, como si el argumento se esfumase cuando queda patente la sensación de que se ha dicho cuanto se tenía que decir.
Cerrar una historia, completarla, perfeccionarla, no es cuadrar matemáticamente su argumento, sino usar un argumento a través del cual se pueda contar una historia. Aquí Auster nos cuenta la historia de un Adonis al que, ya de viejo, la sangre no se le llena de anémonas sino de leucemia. Las mujeres enloquecen con él, y él actúa como si fuera inconsciente de su belleza, que es lo que lo separa de la figura de don Juan. Don Juan es un cínico, en el fondo un amargado, pero Adonis es un buen chico, cándido y respetuoso, amable y cercano al que las mujeres se comen a besos como los mendigos se comieron a Jean Baptiste Grenouille, por puro deseo incontrolable. Él nunca dice que sea guapo, pero insiste en que su hermana era la mujer más bella del mundo y que todo el mundo hablaba del extraordinario parecido de los hermanos. La historia es que este seductor irresistible es un tipo muy interesante, que comprendemos perfectamente a las damas enloquecidas.
O no, porque aquí nada es seguro. Es posible que Adonis padezca también la maldición de Casandra. ¿Y si el protagonista no es este Adonis adorable sino un don Juan de colmillo retorcido y fantasías enfermizas? ¿En cuál de los dos creemos, en el que nos enamora o en el astuto depredador? Las andanzas amorosas de Adonis nos parecen de una naturalidad y una limpieza deliciosas, pero si eso mismo lo hiciera don Juan nos parecería de una perversión nauseabunda. Nos pasamos la novela creyendo que estábamos con Adonis, pero al final entra la duda. Y esa duda es de una virtuosa geometría.
Todo queda a merced de nuestra mala o buena idea, de lo mucho o lo poco que el sujeto nos haya gustado. La pregunta de si será o no verdad repercute en el lector, porque se tiene (tuve) la sensación de que de creer a no creer al protagonista iba la misma distancia que separa la sencillez del retorcimiento, la sinceridad del embuste, la limpieza de la mugre, la juventud de la vejez. No hay posibilidad de decepcionarse. Se puede seguir creyendo que las cosas son como uno pensaba: Adonis fue siempre Adonis, por mucho que los otros quieran hacerlo pasar por don Juan. Puedes elegir qué novela estás leyendo, tu grado de credulidad, y pronto te das cuenta de que lo más interesante, como le ocurría al Primo de don Quijote, es creérselo todo. O fingirlo.
Tan sólo he mencionado, y de pasada, una de las partes del libro, a uno de los tres narradores que lo cuentan, el más importante, desde luego, que a su vez usa tres personas narrativas. Un jaleo de narradores y puntos de vista que al lector le pasan por la vista con una nitidez adictiva. Los personajes cambian, se deshacen y vuelven a rehacerse como la anciana de la película de Dreyer que se menciona un par de veces en la novela, que resucita con una naturalidad conmovedora. El personaje de Margot es fascinante. En qué pocas escenas logra presentarla como un florero cool, desarrollarla como una ninfómana destarifada y llevarla a su punto culminante como una espléndida mujer, que en unos pocos párrafos destila más sensualidad y más fascinación que otras heroínas en mil páginas seguidas. O la francesa sosaina, especialista en Licofrón, a la que, literalmente, se la ve enamorarse entre las páginas, brotar como una flor. O la madre, tampoco muy salada, que en un par de frases se nos revela como un pedazo de mujer. ¿Es Adonis el que las redime, el que las hace deseables al nombrarlas, al mismo tiempo que las enamora? ¿Son atractivas, tan atractivas, porque Adonis las hace ser así?
Este asunto cierra el círculo narrativo. Auster embellece a sus personajes, los ilumina. La hermosura que arranca de ellos no es ornamental sino interior. Son bellas personas, y además muy atractivas. Lo que uno siente al leer esta novela es comparable a esa sonrisa femenina, entre pícara y reprobatoria, que todos hemos visto dirigir a impresentables caraduras, y nos hemos hecho cruces de cómo mujeres tan inteligentes podían sentirse halagadas por semejantes cantamañanas. Pero ahí está el extraño mundo de lo irresistible. En este caso somos los lectores los que babeamos, como si hubiera un tercero que se hace cruces de cómo a tipos inteligentes como nosotros se nos puede seducir con semejante cuento chino.
Pero esta vez sí lo ha conseguido, igual que en sus grandes novelas. Esa cercanía comprensiva -como si Auster siempre estuviera cogido del brazo de sus personajes, acurrucado junto a ellos, escuchándolos y protegiéndose y dándoles calor, o tirándoselos, algo frecuente en esta novela- genera una rara empatía, un modo de ver las cosas con un lenguaje que está a medio camino entre la precisión respetuosa y la lírica demente, y que en esta ocasión no abusa del azar, y cuando lo usa es con fundados motivos poéticos, por ejemplo cuando Walker, un joven de veinte años, cena con una madre y una hija. La madre es logopeda, y la hija traductora del griego helenístico. La una se ocupa de los que no se pueden expresar correctamente, y la otra de los que dominan la lengua tan profundamente que resultan incomprensibles. Las dos son interesantes y tienen cosas curiosas que decir. Sus respectivas profesiones son una coincidencia menor, bastante verosímil en todo caso, pero su capacidad significativa ilumina cuanto sucede.
En las novelas de Auster no hay héroes fatuos ni villanos gilipollas. Hasta el conradiano antagonista de esta novela resulta estrafalario en su crueldad, inteligente en sus desvaríos, divertido en sus desmanes. Trata con tanto afecto a los personajes que le caen bien (casi todos), que los que le caen mal se ven beneficiados por una retranca graciosa. Pero sí es verdad (¡?) que resulta un poco decepcionante ese final tan literario, una referencia tan obvia. Igual es que me pareció lamentable la cita de Galdós con que abrochó Muñoz Molina su tomazo, con Isidora Rufete perdiéndose entre el gentío, y ahora me sabe a poco que Auster, después de un argumento tan escurrido y tan audaz, termine con un homenaje tan tópico.
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