12.3.10

Troncos viejos, ramas nuevas*





















Imaginemos lo que debía de significar hace unas décadas el paseo de un hombre de campo por los sotos de Aguilar del Alfambra. Cada año, en la época de la escamonda, echaría un vistazo a los chopos cabeceros, que de algún modo habrían de llevar escrito el sosegado discurrir de su existencia. También él, cuando se casó, cortó las ramas gruesas del chopo para construirse un techo, y el día que le nació el primer hijo dejó crecer tres ramones para que, quince o veinte años después, el vástago pudiera talar las vigas de su propia casa. El hombre vería en estos fustes jóvenes, tiesos, tersos y robustos, un próspero futuro sustentado en un tronco cada vez más ancho y cada vez más viejo. En realidad no vería un árbol joven o viejo, sino un tronco todavía en desarrollo con ramas a punto de terminar su ciclo, o un tocón añoso del que brota una primera pelambrera fresca con que dar de comer al ganado. Lo vería crecer cuando los ramones adquiriesen consistencia y sirviesen para leña, o soñaría con los metros que faltaban a las vigas para cumplir un rito de fecundidad.
Porque esa es la gran virtud estética del chopo cabecero. Como árbol culto, creado por hombres del campo, su presencia es siempre una hermosa dialéctica entre dos maneras de medir el tiempo. El tronco se hace centenario con más facilidad que los árboles no intervenidos, pero las ramas, para que el árbol siga vivo, deben cortarse todavía jóvenes, en su más lozana plenitud, antes de que su excesivo peso quebrante la estructura del árbol entero. Sólo con el incesante sacrificio de las ramas puede pervivir el tronco bulboso y arrugado. El dolmen venerable reclama el sacrificio de los mozos.
Pero los plazos de las distintas fases de la escamonda garantizan a su vez imágenes legibles como las líneas del tronco en el centro de las cicatrices, como la curvatura de la corteza que se repliega y trata de cubrir la herida. Algunos chopos ya ramoneados presentan imagen de arbusto gigantesco, haz de gruesas falces erizadas. Otros, a los que también les han sacado ya la leña, dejan tres ramas como velas, el tronco patriarcal y retorcido que sostiene a sus tres hijos casaderos.
Sólo cuando se marchasen sus hijos del pueblo, aquel caminante de los años sesenta vería cómo el chopo cabecero envejecía entero por igual, y cómo ese regreso a su ser natural precipitaba su muerte. Cuarenta años después, un paseo por las dehesas de chopos cabeceros –de aquellos que la confederación hidrográfica deja para uso de particulares o que los particulares dejan en manos de la confederación– no es una imagen viva de la especie sino un monumento avasallado por las zarzas. Es imposible ver en qué ciclo vital se encuentra el árbol, en qué parte de la vida de quienes lo cuidan. Los hijos se hicieron viejos sin salir de casa, todo se llenó de broza, nadie recogió la leña. Con el cierzo del invierno se escuchan crujir las entrañas carcomidas. En verano, entre el fragor de las hojas, los aires de tormenta los desgarran, mientras en el pueblo se hunde el techo de un antiguo palomar.
No veremos el espectáculo de las choperas de trasmochos mientras no estén todos vivos, en alguno de los muchos turnos de poda por los que pasan mientras nosotros todavía somos jóvenes o ya tenemos más de tronco que de rama. Ahora vemos, sobre todo, frondosas carcasas huecas, fantasmas impresionantes. Pero allá donde la escamonda es general (no simultánea), reaparecen unas proporciones incluso más humanas, el bosque es variado como variada es la gente y las verduras, y destaca entonces su condición rural, su aspecto de huerto con solera, de parra umbrosa, de árbol cultivado. No es casual, como recordaba hace poco Chabier de Jaime, que en Europa crezca el movimiento conservacionista de los trasmochos. En una época de búsqueda casi frenética de rasgos identitarios, cuando conviven los cultivos globalizados y las tradiciones de última hora, cunde la idea de que el paisaje es esencial como las piedras de un palacio, los árboles como los peirones, los bosques como las iglesias. Ninguna mansión está viva si su jardín no está cuidado. La identidad es un pacto de permanencia, la garantía de que distintas generaciones han de ver pasar un mismo río. Nuevos chopos cabeceros deberían agrandar los sotos, pensados para que siguiesen siendo hermosos dentro de cuatro o cinco generaciones, para que en el paisaje queden símbolos permanentes de aquella parte de nuestra identidad que nos mantiene unidos a la tierra.

*Gente del Colectivo Sollavientos, la Plataforma Aguilar Natural y el Centro de Estudios del Jiloca está publicando una serie de artículos en los que se pide la declaración de Parque Cultural del Chopo Cabecero del Alto Alfambra. Los aspectos botánicos, paisajísticos, históricos, antropológicos y socioeconómicos ya los han tratado ellos. A mí me tocaba escribir una oda. Otra.


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