Me he vuelto a enganchar a don Benito. Esta vez he recaído en mi adicción galdosiana por un estupendo artículo de Marcelino Cortés a propósito de La de Bringas. La volví a leer y qué menos, ya que nos ponemos, ya que viajamos a estos paraísos artificiales, que leer también Tormento. Qué menos.
Esta tarde la terminaré, espero, pero me apetecía comentar una cuestión previa. Tormento es una de las novelas (casi todas las contemporáneas) que tengo en cuatro ediciones diferentes. No tengo la de Castalia, a pesar de que me gusta mucho su serie clásica del siglo XIX, con pliegos cosidos en papel hueso, nada de hilván con pegamento, si bien es cierto que las tapas, que antes eran de un precioso rosa fucsia, son ahora de un rojo casi carmín. Pero Tormento, considerada lectura escolar, está en Castalia didáctica, una edición de la que solo tengo, porque es única, la estupenda antología gongorina de Carreira. No me gusta el formato ni el color del papel, nada que ver con el hermoso color hueso satinado de los tomos clásicos de antes de la invasión del cloro. Sí tengo la de Cátedra, la negra, que también cuida el cosido y el papel y además está anotada por Francisco Caudet, cuyas interpretaciones diagramáticas me hacen mucha gracia pero en general sus notas no me irritan por obvias o irrelevantes, mal tan extendido en el mundo de las notas a pie de página.
Otras dos ediciones clásicas que, por diferentes motivos, rara vez utilizo son los tomos correspondientes de sus obras completas en Aguilar y en la Biblioteca Castro. La de Aguilar es un objeto de culto público y privado, todo un capítulo de unas memorias. Lo que pasa es que el papel es muy fino, la doble columna muy estrecha, la letra demasiado pequeña y un poco hinchada por una especie de lento, casi geológico corrimiento de tinta y abombamiento de papel. En algunas páginas la tinta ha resistido mejor y entonces las letras parecen hundidas en un fino colchón de hilo blanco. Y, sobre todo, no puedes ir leyéndola por la calle. Ocurre lo mismo con la edición de Castro, sólido mamotreto (incluye, además de Tormento, El amigo Manso y El doctor Centeno), que, o lo apoyo en en una mesa, o, si quiero leerlo cómodo, tengo que adaptar al sillón de lectura una tabla ergonómica y un atril encima y adoptar la posición de Fernando Alonso dentro de un bólido. Es cómodo y absorbente, como ver una película de palabras tumbadazo en el sofá, pero de uso estrictamente doméstico. Eso sí, no hay edición más bella, al menos en mi biblioteca. Y no tiene notas.
También puede ocurrir que, dependiendo de dónde me encuentre, vaya alternando la edición de Castro y otra de bolsillo, pero en este caso la otra que tengo de bolsillo, la de Alianza, es la que me acompaña dentro y fuera de casa. Hasta que dejó de trabajar Daniel Gil, las ediciones de Alianza eran, aparte de libros modestos pero bien pegados, de papel blanco pero consistente, de apretada letra pero clara, obras maestras del arte de ilustrar portadas. Ahora cogen detalles de cuadros, muchos bastante oscuros, y el lomo es del mismo rosa fucsia que me gusta en las ediciones de Castalia pero que aquí le quita todo el encanto. La composición es fija, no como antes: los títulos están siempre en el mismo sitio y son de la misma letra, aspectos ambos que Daniel Gil cuidaba como un elemento más de la obra. En esta edición mía (tampoco tan antigua: es la vigésimo segunda reimpresión de la edición de 1968, que yo compré hace quince años), después de leída, el lomo se agrieta por las junturas de los pliegos, incluso se descascarillan un poco las letras en Times del autor y del título; pero cuando los acabas las tapas vuelven a su sitio, no como en la actuales ediciones, que pingan un poco y adquieren un incómodo volumen. Amén de que ahora, en las nuevas ediciones, cuando terminas el libro, antes de devolverlo a su sitio tienes que poner las hojas en orden y barajarlas un poco haciéndolas botar en el vade del escritorio, que es blando y no las dobla.
La portada de La de Bringas parece por sí sola la interpretación de Fernández Montesinos: un personaje agradable de ver, pero rígido, sin dobleces, y con la cabeza de madera, capaz de perderse por un fular de gasa. Esta portada de Tormento, en cambio, no es una foto preparada sino un grabado con retoques. El contraste con el color calabaza apagado del título, ocre con un poco de pimienta, color de caldo de cocido madrileño con chorizo picante, contrasta con un azul que por otra parte nos hace la época más cercana y refuerza, sobre todo en la fachada, el aire de foto antigua.
La gracia está, aparte de la composición y el azul grisáceo que difumina el fondo, en que Amparo, la protagonista, es exactamente la mujer de la portada, con esa leve descompensación en el tamaño de los rasgos de la cara que es tan propia de la humildad. No es difícil ver en ella, en esos ojazos entrecerrados, en el algo prominente labio superior, en la nariz un poco grande, a la mujer que se esfuerza en la contrición pero que en cuanto abra los ojos para cualquier cosa volverá a su rostro la alegría. Su gesto no es afectado. En los labios se adivina el rictus agradable de quien sigue una lectura con interés y sabe abstraerse del entorno, de quien está dispuesta a que la lectura sea provechosa y el misal purificador. Pero es joven, muy joven, y el Tormento del título no refleja que la muchacha esté rota por dentro, o enloquecida. Su juventud es tan restallante como ese velo blanco entre la multitud azul, a pesar de que parezca dolida, o quizá por eso, porque sabemos que no tiene aún el alma lo bastante corrompida para conseguir que su imagen nos resulte la de una beata martirizada por alguna tontería. Uno se la imagina en la piel de Agustín Caballero y comprende que se empeñara en recluirse del mundo viejo, aparente y pobretón, arribista y cotilla, servil y despiadado, con una muchacha que, sin deberle nada a nadie, se considera una horrible pecadora. No pasa nada. Es joven. Ya se le pasará.
"Tormento" fue el primer libro de Don Benito que leí. En segundo de BUP, con dieciséis añitos. Y aún conservo esa edición de Alianza, despegadas las hojas, de tantas veces como he vuelto sobre él...
ResponderEliminarEl personaje de Amparo me impresionó muchísimo en su día, esa angustia permantente, su sentimiento de culpabilidad, y al mismo tiempo ese halo de inocencia que parecía protegerla de cualquier mal, de la corrupción que, sin embargo, sí salpica a su hermana Refugio. Porque Amparo, a pesar de todo, conserva una transparencia que los dedazos sucios del cura Polo no consiguen empañar. Me has traído muy buenos recuerdos, Antonio. Y creo que cuando termine lo que tengo entre manos (acabo de empezar "La guerra de las mujeres", de Alejandro Dumas), volveré sobre "Tormento".