Ese paisaje sin apenas nada, serio y frío, tiene una cercanía peculiar, como una crudeza doméstica. Rillo es uno de esos pueblos escondidos entre lomas, encaramados tan apenas a una ermita, o a la elegante torrecilla de la iglesia. La tierra es parda y la tormenta le da más nitidez a los rastrojos. Es la tierra, solo la tierra. Nada más entrar en el pueblo hay una de esas cocheras altas para meter tractores, y dentro un taller lleno de útiles de herrero, una mesa de tubos, una máscara de soldador, una radial con discos de diamante, y yunques y gubias y martillos pilones. Hay planchas de hierro apoyadas en aperos de labranza, y en una pared, colgadas de un gancho, vi las alas de insecto de hierro que estuvieron instaladas en la barbacana del Óvalo durante algún tiempo, y que sin duda es uno de los más bellos ejemplos de mobiliario urbano que hemos visto en décadas en nuestra ciudad. A las autoridades no se les ocurrió que esas alas tan grandes como ingrávidas, de coleóptero que no hubiera perdido la delicadeza, las alas del Ícaro que llevamos dentro, esa invitación a ver lo grande y lo hermosa que es la vega y ese toque de impulso centrífugo tan característico merecían haberse quedado allí para siempre, y no languidecer plegadas en el mismo clavo que unas colleras viejas.
Carmen Escriche* guarda esas alas y alguna que otra joya de hierro que va tomando color a oscuras. Al margen de que podamos seguir su obra expuesta, cuesta creer que sólo unos pocos pueblos avispados hayan emplazado alguna de sus esculturas. En la pasada muestra de Desde la sombra, una de las estrellas fue su espléndida Ataduras, un gancho mellado, ablandado, golpeado, con el retorcimiento de una clave musical, herido por las cicatrices de las soldaduras, del que cuelgan ramas de alambre grueso, petrificadas a favor del viento como esas sabinas a las que no dejó de pegarles el cierzo ningún día de su paulatino crecimiento. Era el movimiento de los hierros, la levedad metálica, pero también la mano que esculpe, retuerce, aproxima a la idea original, lucha por conquistar lo decidido.
Entre escoplos y martillos y yunques viejos hay en el estudio de Carmen Escriche fotografías de objetos útiles que envejecieron, cadenas oxidadas, muertas en una curiosa postura, candados dramáticos, chatarra lírica. Carmen viaja con una cámara y va guardando piezas abandonadas. No le interesa tanto la rejería de la catedral como los tubos de hierro de las empacadoras. Observa las máquinas del campo, hurga en las ruedas dentadas, estudia las curvas del aladro, y en ese taller, entre chispas y ruidos de sierra, Carmen Escriche somete sus fotos a dibujo. Se toma muy en serio los bocetos porque para ella la satisfacción consiste en acercarse a los proyectos con rigor y honestidad, no al pairo de las siempre pobres ocurrencias, que para ella no son nada.
Carmen viste ropas azules, como un mono moderno, con vaqueros manchados de óxido y una camiseta de Kukumutxu. Sin quitarse la escafandra de soldar, levantando solo la visera, me enseña el boceto definitivo (tiene docenas) de la obra en la que está metida, un monumento a la cama pensado para descansar eternamente en un alto a la entrada del pueblo. Carmen estaba soldando unas planchas de hierro de dos milímetros de gordas y me cuenta que, salvo las patas, la cama será de hierro mullido. Eso dijo, “hierro mullido”, quizá la expresión que mejor la defina de cuanto llevo escrito sobre ella. Está a mitad de faena, habla con la seguridad de quien trabaja sobre decisiones ya tomadas, pero respeta la incertidumbre del proceso. Apenas se centra en cuestiones generales, que ya las resolvió al principio, sino en el arte de la fabricación. Eso sí, cada soldadura es una cicatriz modelada con mimo. Cada bollo que le hace al hierro está medido con mano de joyero. La herrumbre que los baña les da un toque duro y cercano, lo mismo que a los bancales que tenemos alrededor.
Le vuelvo a preguntar por las alas. Le pregunto con qué criterio cree que los gobernantes se plantean el desarrollo estético de una ciudad. Carmen Escriche no pierde mucho el tiempo en vaguedades ni en verdades desesperantes. Ella lo que quiere es trabajar, mantener sin descanso la inspiradora continuidad, dar martillazos sin interrupción. Se está haciendo de noche y Carmen me enseña más bocetos apoyada en la puerta de una paridera vieja. Dentro hay dos perros que ladran un poco y después se callan. Hay mucha faena por delante. Carmen dejó el mundo de la ocurrencia metropolitana y se vino a estas tierras sin concesiones. Me lo está contando con la firmeza con la que sabe qué es lo siguiente que debe hacer con esa plancha de hierro doblada. El artista debe trabajar. El artista debe dejarse de tonterías y de frases profundas y darle al mazo. El tiempo que otros pierden en teorías urbanas ella lo gana en esa capacidad que tiene para sacar lo más leve de lo más duro, la delicadeza de lo herrumbroso. Detrás de nosotros están las alas, que no han perdido el color.
*Este verano anduve colaborando en un documental sobre arte contemporáneo en Teruel. Tuve la oportunidad de visitar los talleres de diez artistas, y de cada uno de ellos escribí una entrada que en principio tenía otro destino pero que de momento voy a colgar en este guardamuebles.
Gracias a tu entrada he conocido a Carmen Escriche Balfagón e indagando por ahí he dado con una bitácora que muestra a unos cuantos artistas turolenses:
ResponderEliminarhttp://descongelarte.blogspot.com
Todo lo concerniente a Teruel, y más en el plano cultural, me interesa.
Un abrazo, Antonio
Hola Antonio,me has alegrado el día, sinceramente me siento abrumada.
ResponderEliminarMil gracias por tus palabras que suman seguridad a esa que dices que tengo. Me gusta ver ese reflejo de mi en ti, pues esa impresión que dejas en un desconocido tiene mucho de cercano.
De nuevo gracias por la defensa de las alas, realmente un mes en el Óvalo para mi fue un gran orgullo, imagínate si hubiesen pasado a formar parte de ese lugar. Yo veía mucha gente fotografiándose allí, volando y yo crecía y crecía. Pero, realmente, no le doy más vueltas a la burocracia, a los criterios de... no se quién, hay quien puede permitirse modelar nuestro paisaje y otros no tenemos nombre, a veces lo de menos es la obra, en este caso lo de menos son las alas, sin embargo para mí fueron mis alas y por un tiempo volé.
Un abrazo, Carmen.
Completamente de acuerdo, Las Alas deberían seguir en el Óvalo. Eran una invitación al horizonte, casi al mar.
ResponderEliminarMuchos las echamos de menos.
M. Ángeles
Por fín repercusión en un texto claro y sincero para la obra conceptual, trabajada y bella de una artista grande y sencilla que además es buena persona, exenta de todo artificio y engolamiento.
ResponderEliminarEnhorabuena a los dos.
Me ha encantado esta entrada que hace totalmente honor al trabajo brillante de Carmen.
ResponderEliminarEnhorabuena a los dos.
Dámaso
Gracias a todos, y en especial a Carmen, cuyo taller me dio muchas ideas que confío en que cuajen en algún otro escrito más. Por lo demás, lo de las alas debería ser objeto de movimiento popular. Son preciosas.
ResponderEliminarPreciosas palabras para describir la maestría y verdad con la que Carmen Escriche vive y esculpe
ResponderEliminar