No hay vuelta atrás en el arte de la grabación. Aquí no puede borrarse nada, de ahí que los grabadores necesiten trabajar con series, tanto de diferentes grabados sobre un mismo tema como de diferentes pruebas con un mismo grabado. Es como si un escritor estuviera obligado a no corregir nada y a terminar su texto en un tiempo y un espacio muy determinados, pero le estuviera permitido repetirlo cuantas veces desease, hasta que saliera la página fresca, suficiente, clara y profunda, densa y sencilla. Así es el trabajo de un grabador por razones físicas y estéticas, y acaso también de temperamento.
Caterina Burgos trabaja en una mesa blanca entre grandes luminarias. La amplia sala con vistas a las hojas de los árboles está presidida por un hermoso tórculo. Caterina se deshace en elogios hacia la belleza de la máquina. Coloca en el tórculo los distintos papeles blandos como si ajustase unas sábanas almidonadas, y después tira de fibra para dar vueltas a la rueda con la velocidad exacta sin que el hermoso cilindro de hierro (plagado sin embargo de finísimas líneas no rectas) sufra la más mínima perturbación en su trabajo. Tiene algo de compuerta que se abre, de círculo que se cierra.
Acaba de grabar una matriz retocada de su serie Mujeres Escaleras, a mi modo de ver su mejor obra hasta el momento, el motivo en el que confluyeron con naturalidad todas las líneas curvas de la huella dactilar de Caterina. Es ella en las figuras que aún recuerdan la vieja serie Juguetes, en la delicadeza extrema de las escalas, más que escaleras, más bien la forma primitiva de los escalones, unos cuantos palos atados a dos cuerdas paralelas. Esta escalera primordial es obra de la mano y por la mano explica el alma de su dueño. Así que no me extraña nada que, cuando le pregunte por la mejor época del arte turolense, Caterina no dude un instante en nombrar la pintura rupestre. Los ojos se le abren todavía más que de ordinario cuando comenta la perfección técnica de aquellos ciervos bebiendo agua, su extraordinaria personalidad, la condición de seres eternamente vivos.
Aquella serie, Mujeres Escaleras, gozaba además del contrapunto serio del que habábamos arriba, el de la falange muy doblada. Aquellas mujeres no se estaban divirtiendo. Estaban subiendo escaleras que aspiraban a la luz y debajo de las cuales ya sólo estaba el vacío. Aquellas minuciosas escaleras, muchas confeccionadas con ramas tiernas o palitos secos, con la falange sin doblar, con el morro sin apretar, no eran el antes ni el después, eran el momento permanente. Al mirar aquellas obras la sonrisa clara de la ingenuidad se iba replegando en un centro ensombrecido. Las mujeres de cuatro rayas tenían un subir dramático. Porque todas estaban subiendo.
Este verano Caterina Burgos presentó un proyecto de líneas rectas no rectas. Muebles, sillas, mesas, jambas, esquinas, la arquitectura de interior, el objeto que nos mira. El lado más dramático había teñido de negro los lugares de descanso, redimidos tan solo por las inconfundibles líneas de falange apretada que dibuja Caterina. En cierto modo, lo máximo a que puede aspirar un artista es a que sus trazos resulten inconfundibles (un logro, por otra parte, que ha encadenado a más de uno y adocenado a más de otro), y eso es algo en lo que Caterina ya no piensa. Su no rectitud está tatuada en su cerebro, no piensa en ella porque es su expresión propia: si fuese más consciente de ella, la desvirtuaría. Así que la extrema concentración de la artista se centra en multitud de detalles técnicos que no me da tiempo a digerir, y se apasiona con las dificultades casi resueltas en la prueba vigésima de la matriz tercera.
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