Me llegó hace
poco, por fin, el célebre The working
horse manual. El libro lo editó Diana Zeuner en 1998 y se reimprimió muy
poco después, pero hasta el año pasado no se publicó una segunda edición. Entre
los aficionados a los caballos de labor parece indiscutible que se trata del
primer manual de referencia. Es inglés: claro, exhaustivo y proporcionado.
Pocos son los tratados sobre la materia que dedican un capítulo tan riguroso al
arrastre de troncos, o que avisan de las diferentes maneras de herrar a las
distintas razas, y advierten, muy especialmente, de la tendencia a tener pata
de paloma de los maravillosos suffolk punch, sin duda mi caballo favorito.
Viene profusamente ilustrado con buenas fotografías, pero los dibujos y los croquis
podían ser mucho mejores. Comparados con los deliciosos dibujos de Bethany A.
Caskey para Draft horses and mules, de
Gail Damerow y Alina Rice, el otro manual de referencia (norteamericano,
publicado en 2008), los redrawn de
Carole Vincer para el manual de Zeuner la verdad es que son pocos y bastante
malos; más que dibujos, croquis orientativos.
Pero
es que se trata de dos clases distintas de manual. El americano, el de Damerow
y Rice, es un libro hermoso por sus abundantísimos dibujos y entretenido por su
variada disposición. No solo informa en términos tan precisos como asequibles,
sino que de cada tema incorpora artículos de granjeros que opinan sobre cómo
construir establos para estas criaturas de mil kilos, de expertos en arar con
mulas cómodamente sentados en un artefacto con ruedas (un negocio, por cierto,
que está en manos de la cultura amish con la reconocida marca de arados
Pioneer). El cuerpo de los diferentes temas está salpicado de tablas con
medidas y proporciones y cuadritos con curiosidades, como las enciclopedias de
los niños, pero el caso es que todos ellos son muy curiosos e invitan a leer el
libro sin demasiado orden. Los capítulos, a su vez, se estructuran en breves
apartados que van desgranando el asunto en todos sus pormenores. Es el libro de
texto perfecto, y tiene algo del primer libro que yo recuerdo, un manual de
urbanidad en castellano con dibujos norteamericanos, con animales muy bien
dibujados y niños que ayudaban a sus mamás limpiando los cristales de la gran
casa de campo, mientras nosotros, como dice la canción, comíamos “mirando un
ascensor que había en el patio interior”. Pero también tiene algo de
Enciclopedia Escolar, sin esa penetración del manual inglés, más campestre y
llevadero, para gente que lee mucho en muy pequeñas dosis, que es como ahora
escribe casi todo el mundo.
Y,
como dice el título, habla, y mucho, de las mulas, en páginas que yo comparo
con los discursos de Faulkner al respecto. En The Reivers, William Faulkner establece un escalafón de animales
según su inteligencia: primero las ratas, segundo las mulas, tercero los gatos,
cuarto el perro, y el último, el más tonto de todos, el caballo (“una criatura
capaz únicamente de una idea a la vez y cuyas cualidades más destacadas son la
timidez y el miedo. Hasta un niño lo puede engañar o engatusar para que se
rompa las patas, o incluso el corazón, corriendo demasiado a demasiada
velocidad o saltando cosas demasiado anchas o difíciles o altas; comerá hasta
reventar si no se le vigila como a un bebé; si tuviera sólo un gramo de la
inteligencia que posee la rata menos despierta, sería el jinete”). Para la
mula, en cambio, todo son elogios:
“A
la mula la sitúo en segundo lugar, y no en primero, porque puedes hacer que
trabaje para ti, aunque solo sea dentro de las reglas muy estrictas que ella
misma se impone. Nunca come demasiado. Tirará de un carro o de un arado, pero
no participará en una carrera. No tratará de saltar nada que no sepa de
antemano y con toda certeza que puede saltar; no entrará en ningún sitio si no
sabe lo que hay al otro lado; trabajará pacientemente para ti durante diez años
en espera de que se presente la ocasión de darte una coz. En pocas palabras,
libre de obligaciones hacia sus antepasados y de responsabilidades con la
posteridad, ha conquistado no solo la vida sino también la muerte, por lo que
es inmortal; si hoy desapareciese de la tierra, la misma combinación biológica
casual que la produjo ayer, volvería a producirla dentro de mil años,
inalterada, idéntica, todavía incorregible dentro de las limitaciones que ella
misma ha puesto a prueba y comprobado; siempre libre, siempre arreglándoselas.”
Y
en otro pasaje, algo menos levantado, especifica:
“Una
mula no es como un caballo. Cuando a un caballo se le mete una idea equivocada
en la cabeza, todo lo que tienes que hacer es cambiársela por otra. Sirve casi
todo: una fusta o una espuela o simplemente asustarlo con un grito. Una mula es
distinta. Puede tener dos ideas al mismo tiempo, y la manera de cambiarle una
es comportarte como si creyeras que se le ha ocurrido antes a ella. Se dará
cuenta de que no es cierto, porque las mulas tienen discernimiento. Pero una
mula entiende de cortesía, y cuando te comportas de manera cortés y respetuosa
sin tratar de comprarla ni de asustarla, te devolverá la cortesía y el respeto,
siempre que no te pases de la raya. Ésa es la razón de que a una mula no se la
acaricia como a un caballo; sabe que no le tienes cariño: estás solo tratando
de engañarla para que haga algo que ya ha decidido que no va a hacer, y eso es
un insulto.”
El tratamiento
que en Draft horses and mules se le
da al tema es bastante más amplio y ortodoxo, pero igual de interesante: “Conviene
saber que el propietario de una mula se enfrenta a un animal extremadamente
inteligente que puede descubrir o burlar cualquier trampa que el ser humano le
tienda en el camino”… Something special, se
titula el capítulo dedicado al ganado mular. Aparte de una introducción tipo
Reader’s Digest (reportaje sobre un personaje común amante del objeto del
artículo), las diferentes secciones, cada una, como digo, de poco más de una
docena de líneas, van alternando el contenido: el origen de la mula y del
burdégano, una descripción precisa del rebuzno/relincho de las mulas, lo que
ellos llaman el hee-haw, las
características del burro semental y de la yegua madre, su alta resistencia a
la anestesia, sus características físicas (incluidas esas callosidades que les
salen en las patas de delante, porque mientras los caballos de labor las tienen
en las cuatro patas, los burros nunca las tienen, de modo que las mulas solo
las tienen en las patas delanteras: la genética es así de equitativa), etc. El
libro corrobora la tesis de Faulkner de que las mulas son más sanas porque solo
comen lo que necesitan y subraya, en general, su sentido de la supervivencia. Su
longevidad es una cuestión aritmética. Si el caballo vive entre 24 y 30 años y
el burro entre 30 y 50, la mula lo hará entre 30 y 40.
La mítica
terquedad de la mula (y en esto coincide también con Faulkner) no es sino una
manifestación de su inteligencia, de ser un animal “extremely analytical”. Esta
también es una cuestión de aritmética hereditaria, como los callos o la edad.
El burro, como se sabe, es prudente y meticuloso. Al contrario que el caballo,
en vez de correr despavorido utiliza el cerebro para salvar el peligro. Pero lo
que confirma punto por punto lo dicho por Faulkner es lo relativo a su
disposición al trabajo: “La mayoría de los muleros te dirán que, mientras que a
un caballo se lo puede intimidar para que haga algo, una mula no hará nada
hasta que acepte la actividad que le han propuesto, sepa que es segura y se
sienta bien y dispuesta a seguir adelante”. En este punto puede distinguirse
una mayor disposición por parte de la mula que por parte de lo que en Teruel se
llama, irónicamente, el macho. O no tan irónicamente, no sé. A lo mejor es que
con el macho hay que andarse con más cuidado: “El macho suele ser serio y
fiable, pero pondrá a prueba a su dueño toda la vida. El macho trabajará de
maravilla días enteros y entonces, de repente, dará un giro interesante a la
situación solo para ver si estás atento.”
“Las mulas
pueden ser muy listas y creer que saben más que quien las arrea. En realidad, a
menudo es así”. Entre ellas (otra vez
Faulkner) funciona el respeto. Son leales con el amo que las trata bien, y
extremadamente vengativas con el que abusa de ellas y con cualquiera que tenga
el mismo aspecto en lo sucesivo. Las mulas establecen fuertes vínculos con su
jefe, pero, si hay yeguas de por medio, prefieren a las yeguas. Es un resto de
su condición de burros, un caso edípico-mulero que nos llevaría muy lejos
abordar. Por lo demás, todo aquello que aprenden a ejecutar y descubren que no
es peligroso, será lo que sigan haciendo cuando intentes que hagan otra cosa,
tomar un atajo, variar una costumbre, no pararse a comer. La célebre terquedad
de las mulas es una cuestión de supervivencia. Ellas no se empeñan en lo
equivocado, en lo que no comprenden o malinterpretan, que es lo que hacen los
tercos, sino que se obstinan en lo conocido, en lo seguro, en lo probado. Eso
no es ser terco. Eso es, en todo caso, ser prudente.
Su maduración
es más lenta que la del caballo, y también su aprendizaje. El caballo ya está
para tirar a pleno rendimiento a los dos años, pero la mula tiene infancia,
adolescencia incluso, y hasta los siete años es difícil ponerla a trabajar.
Además está probado que admiten lecciones más cortas y concretas que los
caballos, y a la mínima se hartan de los ejercicios inútiles que el caballo
seguiría practicando hasta caer fundido. Eso de dar vueltas a un círculo, como
antepasados uncidos a una noria, a las mulas no les sienta nada bien.
A las mulas,
en fin, se las admira por su personalidad, y a los caballos por su belleza. “La
gente con un ego muy grande, que odia parecer tonta y no le gusta que la pongan
a prueba, no tiene condiciones para tener mulas”. La inteligencia del caballo
es igual de sumisa pero mucho menos rencorosa. Esa contradicción en el carácter
de las mulas me parece lo más humano que tienen: viven amarrados al trabajo,
pero nunca olvidan un agravio y se obstinan en creer que hay algo mejor.
Hal Novak, de
MacArthur, California (que tiene una granja de 30 acres, unas 12 hectáreas), no
está de acuerdo con Faulkner en eso de que “trabajará pacientemente para ti
durante diez años en espera de que se presente la ocasión de darte una coz”. Al
contrario, dice Novak, “la mula aprovechará la primera ocasión que se presente
para poner en su sitio lo que considera equivocado”. Por eso no son nada
recomendables para un principiante, por más que, si se las maneja bien, puedan
llegar a trabajar solas. Aprenden más despacio que los caballos, pero retienen
más. Eso sí, tienen la misma memoria para las buenas costumbres que para las malas,
y solo admiten disciplina en los treinta segundos que siguen a su error. Un
poco más tarde ya lo consideran un abuso sin causa ni sentido, el palo no se
sigue de la acción sino de la mano del hombre. Son resentidas porque no
consideran justo el resentimiento. Quizá sea su rasgo más humano. Por lo menos
el rasgo que caracteriza a buena parte de los personajes de Faulkner.
Después de leer esta entrada, además de aprender mucho, miraré a las mulas - si todavía queda alguna - con más aprecio.
ResponderEliminarUn abrazo, Antonio
La doy entonces por amortizada. Gracias, Luis, como siempre (como debería darlas siempre, quiero decir)
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