27.4.12

Historias



Tiene inmerecida mala fama la traducción de Gibbon que escribió José Mor Fuentes en 1842 y que, sin el auxilio de un mínimo índice, publicó tal cual la editorial Turner en ocho volúmenes allá por 1984. Su publicación en facsímil, sin esa modernización que luego sí practicó Taurus en la Historia de Roma de Mommsem (y no sé si en la de Gibbon), con tipografía imposible, apretada, estrujada más bien, y esa puntuación que ahora, muchas veces, despista un poco, significó una pequeña decepción porque resultaba difícil disfrutar del flujo imparable del Decline and fall. En 2000, Alba editorial publicó, traducida por Carmen Francí Ventosa, la edición abreviada de Dero A. Saunders, que es de 1952, aunque yo preferiría que hubiese traducido la de D. M. Low de 1960, que es la que yo manejo. Hay un pasaje que no está en ninguna de las dos ediciones abreviadas y que da una idea de la diferente traducción de José Mor y la que acaba de salir en Atalanta de José Sánchez de León. Las copio por ese orden.


La inmortalidad, prometida tan en balde por los sacerdotes, se proporcionaba hasta cierto punto por los bardos. Esta clase particular de hombres ha embargado muy dignamente los desvelos de cuantos han estudiado las antigüedades de los Celtas, Escandinavos y Jermanos. Queda despejado el campo en cuanto a su numen, índole y respeto a profesión tan en estremo trascendental; mas no se hace tan obvio el espresar, ni aun percibir el entusiasmo por armas y gloria que encendían en los pechos de su auditorio. En todo pueblo culto, el ejercicio poético es más bien un floreo de la fantasía que un empeño de las potencias; y sin embargo, si en sosegado deporte nos ponemos a repasar los trances referidos por Homero o el Taso, nos dejamos imperceptiblemente embargar por la ilusión, y nos enardecemos acá momentáneamente con asomos de ímpetu marcial; pero, ¡cuán apocada, cuán yerta es la sensación que nos cabe en la soledad del estudio!

               La inmortalidad prometida tan vanidosamente por los sacerdotes era de algún modo otorgada por los bardos. Este tipo singular de hombres ha atraído merecidamente el interés de todos los que han intentado investigar las antigüedades de los celtas, los escandinavos y los germanos. Su genio, el carácter así como la reverencia atribuible a ese importante oficio han sido suficientemente ilustrados. Pero no podemos expresar tan fácilmente ni siquiera concebir el entusiasmo por las armas y la gloria, las cuales encendían el corazón de su audiencia. Entre un pueblo culto, un gusto por la poesía es más una diversión de la fantasía que una pasión del alma. Y, sin embargo, cuando examinamos con sosiego los combates descritos por Homero o Tasso, somos seducidos por la ficción y sentimos un resplandor momentáneo de ardor marcial. ¡Pero qué débil, qué fría es la sensación que una mente pacífica puede recibir en la soledad del estudio!

Con un toque de maquillaje aquí y allá, la vieja traducción de Mor resultaría hoy más que apañada. Y desde luego más útil, porque, por muy buena que sea esta nueva traducción de Sánchez de León, la editorial Atalanta ha escamoteado a los lectores más de un tercio de la obra original: todas las notas, que en el caso de Gibbon forman parte de la concepción histórica y estética de la obra, y que convierten su monumental tratado en un recorrido inigualable por la literatura clásica. Porque cualquiera que haya leído a Tácito sabrá que Gibbon se limita a recrear majestuosamente su Germania (la misma que usaron luego los nazis, y eso que Tácito los pone a caldo), pero si solo lee esta traducción de Atalanta estará por creer que Gibbon copiaba de los antiguos sin citar sus fuentes. Gibbon no ahorra ni la más mínima referencia bibliográfica, por anecdótica que resulte, ni la menor discusión ni la más breve amplificación, y ello forma parte de su grandeza y del encanto de su obra.
De modo que habrá que leer el tomazo de Atalanta con las notas de Turner, todo sea para mayor gloria del gran Gibbon, aunque de momento me he lanzado a pelo a la traducción de Atalanta. Yo no soy historiador ni leo buscando las verdades. En este caso la verdad es el propio Gibbon, su arte de narrar, que es lo que a mí me interesa. Un poco antes de esta sección sobre Germania (acabo de empezarlo, solo llevo una décima parte leída, unas trescientas páginas) Gibbon traza un rápido bosquejo de la extensión del imperio y sobre todo de las razones por las que Adriano deshizo la obra del impetuoso Trajano y siguió, quinientos años después, el diagnóstico y las recomendaciones de Tucídides para una guerra muy distinta: no traspasar las fronteras de lo razonable y, si no hay fronteras razonables, establecerlas. Es la razón por la que levantó el muro británico y por la que dejó a los partos a su aire, se olvidó de emular a Alejandro Magno y empleó su tiempo en algo más productivo, por ejemplo leer. Claro que ni tanto ni tan calvo, ni la belicosidad de Trajano ni la mansedumbre de Antonio Pío, que ya tiene nombre de Papa, de uno de esos papas que vivirían ensobinados en su solio pontificio y solo saldrían de palacio para dar las bendiciones de Semana Santa. Gibbon lo trata con ironía, pero tampoco tanta como para que se le escape que en tiempos de Antonino Pío el imperio estuvo en paz. Esta raza de hombres apocados ha sido muy útil para la historia de la humanidad. Siempre y cuando fuesen sabios, porque Claudio también era un pánfilo pero, según Gibbon, “el más estúpido de todos los emperadores”. Así que el modelo, más incluso que Marco Aurelio (de quien Gibbon destaca cierta inconstancia, cierto fondo atrabiliario), es Adriano, que no dejó de viajar por todo el imperio pero jamás traspasó los límites que por otra parte ya había establecido el divino Augusto.
Digo que, después de un largo bosquejo de los tiempos de la Pax romana, la Roma de los Antoninos, la del grado mayor de perfección que hubiera alcanzado nunca el imperio (después de una dinastía degenerada, eso sí), Gibbon cierra el foco de las generalidades y dedica unas páginas interesantísimas a explicar cómo era el armamento romano, sus métodos de instrucción y las medidas y el color de su impedimenta. A los grandes manchones históricos suceden figuras muy cercanas, curiosidades antropológicas, antes de levantar de nuevo el vuelo hacia más profundas discusiones. Pero cuando le llegue el turno a la Germania tirará, como digo, de Tácito y aprovechará que el tema se presta más al lucimiento descriptivo, a la maestría explicativa, enumerativa, al fresco entretenido.
Gibbon no solo alterna los registros para dar más variedad a la narración, sino que emplea otro método, también muy clásico, que la moderna historiografía se ha empeñado en perder casi por completo. La ciencia está empeñada en que la historia debe guardar la proporcionalidad. No puede ser que se le dedique el mismo espacio a las curiosidades antropológicas que a cien años de acontecimientos. La historiografía moderna está poseída por la simetría, y el arte antiguo, el arte de Virgilio, nunca fue simétrico. las obras de arte son equilibradas, no necesariamente simétricas. Las medidas de la realidad desdibujan el objeto. Para llegar a él, para entrar en él, hay que desproporcionarlo. El secreto de Gibbon, como el de cualquier buen narrador, es utilizar esas dos variables, el cambio de registro y la desproporción, para dotar a la obra de toda la fuerza que necesita y procurarle ámbitos adecuados para que se desarrolle de un modo artístico, sin por ello faltar a la verdad. Cuando los historiadores modernos hablan de perspectiva supongo que quieren decir lejanía, porque la perspectiva consiste en deshacer las dimensiones, en falsearla para llegar a una imagen más coherente, para, literalmente, mirar hasta el fondo, traspasar con la mirada. Fascina cómo sabe Gibbon cuándo tiene que girar sin que se cumpla ningún número exacto, cuándo debe relajar el relato, cuando elevar la música, cuándo sostener el tono. Eso no es cosa de historiadores modernos, que siempre van con croquis y cuadrantes, que no se ponen al servicio de la narración para que sea ella y sus leyes internas las que desvelen una imagen más profunda de la realidad.
Y todo esto por no hablar de la de páginas que me suenan no por haberlas leído en manuales eruditos sino en libros de ficción, o como poco de prosa y ensayo literario, de Thomas de Quincey y los mandarines (mi querido Charles Lamb entre ellos) a Borges o Cunqueiro, todos ellos devotos saqueadores de los minuciosos y sorprendentes conocimientos que traslada Gibbon, como lo han sido las generaciones de historiadores que en el fondo se han limitado a ampliar los detalles de esta impresionante obra, no por larga sino por heroica, por épica, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones en que la escribió. Pero eso forma parte de sus deliciosas Memorias, otro modelo de cómo se escribe un libro.
               Es notorio que Gibbon no encontró verdadero placer en las relaciones sociales o familiares, y mucho menos sentimentales, y que su refugio, su modo de vencer a una vida que no le entusiasmaba en absoluto, fue bucear en el pasado, hacerse presente en el pasado y hacer del pasado un horizonte, y así sobrevivir a la decepcionante actualidad. Ahora, en medio del derrumbamiento, nos bañamos en su prosa y subrayamos con un lápiz de Ikea noticias raras y curiosas, siempre significativas, que algún día vendrán como de molde cuando queramos hablar de política internacional o narrar algún acontecimiento remoto. 

4 comentarios:

  1. Hola y, ante todo, gracias por su blog.

    Creo que ha pasado por alto la edición en cuatro volúmenes que publicó Tuner en 2006. Se trata de la traducción de Mor Fuentes (notas incluidas), pero revisada y cotejada con el original inglés por cuatro traductores. Puede consultarse en Google Libros.

    Por ejemplo, el fragmento que compara queda como sigue:

    La inmortalidad, prometida tan vanamente por los sacerdotes, era proporcionada hasta cierto punto por los bardos. Esta clase particular de hombres ha embargado muy dignamente los desvelos de cuantos han estudiado la antigüedad de los celtas, escandinavos y germanos. Han sido suficientemente ilustrados su genio y su carácter, así como la reverencia que recibía esa profesión tan trascendente, mas no es tan fácil expresar, ni aun percibir, el entusiasmo por las armas y la gloria que encendían en su auditorio. En todo pueblo culto, el ejercicio poético es más bien un floreo de la fantasía que un empeño del alma; sin embargo, si revisamos detalladamente los trances referidos por Homero o Tasso, imperceptiblemente nos dejamos embargar por la ilusión, y nos enardecemos momentáneamente con asomos de ímpetu marcial. ¡Pero cuán apocada, cuán yerta es la sensación que nos cabe en la soledad del estudio!

    Aunque estas actualizaciones tampoco contentan a todo el mundo:
    http://indolenciasdejavier.blogspot.com.es/2007/07/gibbon-y-mor-de-fuentes.html (en este enlace puede comparar tres traducciónes al castellano de otro fragmento).

    Saludos,

    Germán

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    1. Gracias, German. Sí, estoy seguro de que las actualizaciones de Mor serán mucho más Gibbon que la última edición que comento. La cuestión es por qué esos cuatro traductores no se ocuparon directamente de una nueva traducción, pero bueno, siempre habrá otros cuatro traductores que adecenten un poco la versión de Atalanta.

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  2. Me temo que no veremos el arreglo de la edición Atalanta (van por la segunda edición y no han hecho correcciones, quizás ni siquiera han advertido los errores).
    En cuanto a esa última edición de Tuner, ¿por qué renunciar a la traducción de Mor si no es mala? Precisamente responde a lo que pedía: está "maquillada" y con sus notas.
    Saludos y gracias de nuevo por este blog. He disfrutado mucho la última entrada que leí, sobre mulas y caballos.

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    1. No, no es mala en absoluto la de Mor, lo que pasa es que ciertos clásicos (Gibbon, Virgilio, por nombrar a dos de mi santoral) necesitan una buena traducción por siglo por lo menos, no para que se les entienda mejor, sino sencillamente para que crezcan y hagan crecer al idioma al que se las traduce. Gracias otra vez.

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