Si no estuviese tan acostumbrado a esta clase de
papanatismos me habría quedado estupefacto ayer al leer el artículo El ovni que aterrizó en Teruel, en El
País, dedicado a la nueva plaza de Domingo Gascón, la antigua plaza del Mercado.
Todo son elogios en el artículo para ese cúmulo de chatarra espacial (espaciada,
más bien) con que han vuelto a destrozar una plaza del centro de Teruel. Y ya
van unas cuantas.
Miente
el artículo al decir que la plaza ha generado debate en Teruel: “Vistoso y
rompedor, el espacio despierta pasiones entre los vecinos. A favor y en contra,
naturalmente”. Seguramente Anatxu Zabalbeascoa, que firma el artículo, tuvo la
oportunidad de entrevistarse con peatones defensores de semejante bodrio, pero
yo no la he tenido, ni siquiera de saber que hay alguien a quien le gusta, y
creo que la única pasión que genera es la que se deriva de tener que padecerla.
Pero eso
forma parte del método. Ya se empleó con el timo de la plaza del Torico, que ha
terminado convertido en una ñapa lamentable porque las luces del suelo no
llegaron a funcionar bien jamás. Consiste en decir que si a los peatones no les
gusta es porque no tienen sensibilidad estética, y confiar en que esos mismos
peatones, acomplejados por su incultura, se acaben acostumbrando. Nos lo han
hecho, ya digo, varias veces, pero yo no conozco a nadie que se haya
acostumbrado. Más bien se resignan, no a la impropiedad de semejantes obras
sino a la inutilidad de quienes las encargan y, con dinero público, las pagan.
Y se
trata, precisamente, de un problema estético, es decir, de perspectiva estética. Con las luces de la plaza del Torico
engañaron a los gobernantes enseñándoles imágenes virtuales que ningún
ciudadano verá jamás. No se puede elegir una plaza por su perspectiva cenital,
que es lo que se suele hacer en esta bendita ciudad. La foto de la plaza (llamativa,
photoshopeada) que aparece en El País está hecha desde las alturas, maquillada
por una iluminación excesiva e improbable (es de día en la imagen), reducida a
las líneas, a los trazos, a los colores, abstraída en su condición de imagen de
catálogo, no de suelo paseable. Luego uno va a verla y encuentra que las vallas
son de chapa cutre de aluminio, que no hay ni habrá una puta sombra por ninguna
parte, que los bordes y bordillos de piedra gris no van más allá de las plazas
duras de los 80, y desde luego no son el mejor sitio para dejar a un niño
suelto porque lo más verosímil es que se abra la cabeza al primer tropezón, ni
consentir que un anciano pasee y se rompa una cadera o se siente y le dé una
insolación o se congele. Como siempre, acaba siendo un hangar intercambiable,
algo que podría haber estado en cualquier barrio de cualquier ciudad, un
edificio de catálogo que hiede a que se lo han colado a unos incautos cuando en
su destino originario lo echaron para atrás.
El
artículo también abunda en la clase de argumento que ha destrozado nuestra
arquitectura urbana contemporánea: es un edificio “rompedor”, como si lo
contemporáneo consistiera sólo en romper, no en construir, como si el arte
consistiera en negar lo anterior, en seguir los patrones que lo nieguen, que es
una forma, digamos, inversa, de imitarlo, de depender de él. Hay una plaza en
Madrid que estaba en parecidas circunstancias a la de Teruel, la plaza de San
Miguel, en pleno centro de la ciudad, pegada a la Plaza Mayor. En un lugar como
ese, en pleno barrio de los Austrias, a nadie se le ocurrió, en su última
remodelación, plantificar una plaza dura llena de interesantes perspectivas cenitales,
un cuadro de Kandinsky en tres dimensiones, que es de donde creo que parte
mucha arquitectura falsa contemporánea. En vez de andarse con tonterías
pusieron un tinglado de hierro y madera que sin dejar de ser moderno se aviene con su entorno. Es lo que
deberían haber hecho en esa plaza de Teruel, sencillamente porque las
circunstancias son las mismas: es el centro histórico de una ciudad, es el
mercado histórico de una ciudad, solar de hermosos tinglados, que los hubo, y
lo más importante es que la gente la huelle, la mire, la goce, la esmere, la
disfrute. No hace falta que ni la gente ni el edificio rompan nada. Pero el
truco, la esencia de la mentira, consiste en que plazas como esa solo tienen
sentido en sitios como ese, porque si lo ponen en otro que le resulte más
apropiado (el aparcamiento de un hipermercado) resulta de una vulgaridad casi
invisible. Un edificio no es hermoso porque contraste con lo que tiene al lado
sino sea lo que sea lo que tenga al lado. Y esa hermosura se percibe a ras de suelo,
no desde las alturas. Las plazas no se hacen para el vecino del quinto.
En este caso, como no es lo que sea lo que tiene al lado, el edificio debe aspirar a la misma intemporalidad que lo rodea. Es un vicio muy típico de las vanguardias: la obsesión por romper sin que importe la caducidad de la ruptura. Esta plaza será vieja, no antigua. Será, ya es, etiquetable, datable, archivable, una irrupción de la virtualidad en la vida real. Tanto, que después de hacerla todavía no saben en qué la van a emplear, sobre todo esos almacenes nucleares que han construido debajo.
Pero no
es posible el debate. El papanatismo está tan arraigado en la arquitectura como
en el arte abstracto, disciplinas ambas que con la coartada de la armonía, y a
veces ni siquiera, tachan de reaccionaria cualquier objeción estética. Mi
crítica de peatón es de dos clases: no creo que sea la plaza apropiada para ese
sitio, y creo que, puesta donde le corresponde, es una plaza vulgar. Discutir
sobre cómo debe remodelarse una plaza en el centro histórico de Teruel es
responder a las dos cuestiones por separado, no fundirlas en la nebulosa de lo rompedor. Con un ovni no vale. Los
ovnis, de día, no son más que chatarra, y de noche suelen estar vacíos.
La plaza
Domingo Gascón merecía un mercado, y si no era posible el mercado, merecía una
plaza, un sitio donde, con toda la estética contemporánea que se quiera, se pudiera
estar. Lo que la arquitectura debe romper no es la retina de los peatones sino
los inconvenientes del entorno. Necesitamos plazas donde se esté bien. Yo
habría preferido un umbráculo de hoja caduca, resguardado y fresco, con
asientos al sol para los abuelos y zonas blandas para los niños, con recodos
para las tertulias y senderos rectos para los paseos. No he hablado de materiales
ni casi de formas sino de utilidades, que, en tratándose de una obra pública,
es cosa principal. En los conceptos umbráculo,
asiento, sendero, fuente o jardín no hay nada de reaccionario; de hecho
admiten tanta contemporaneidad que con frecuencia se los reduce a esa condición
cenital. Un umbráculo no tiene por qué ser de tubos en espiga como el de
Valencia ni de cañas como el de un merendero. Puede ser una construcción audaz,
hermosa vestida y desnuda, amiga de la luz y de la sombra, un monumento cuya presencia lo desvincula
del tiempo concreto. Lo caduco son las hojas, lo que las sujeta es lo perenne.
Sé de artistas contemporáneos turolenses que con esas premisas habrían tenido
bastante para levantar una plaza que supiera ganarse el corazón de sus usuarios,
esos que no miran desde el cielo.
Pude contemplarla la semana pasada y me quedé estupefacto...
ResponderEliminarUn abrazo, Antonio
Tú lo has dicho, Antonio, estas obras las encargan inútiles. Teruel se está llenando de chatarra virtual gracias a los inútiles que gobiernan.
ResponderEliminar