El
amigo Luis Díez puso el ojo el otro día en los artículos de Ferlosio y Vargas
Llosa sobre los toros, por ese orden, puesto que el de Vargas, La ‘barbarie’
taurina, era una contestación al primero, Patrimonio
de la humanidad, más bien un desplante torero (“¡Protesto!”), como si
los dos hablaran en la misma asamblea, jugasen en la misma liga, y el
multipremiado Vargas no quisiera polemizar con el viejo maestro sino cantarle
las cuarenta a uno de los más rancios intelectuales del progresismo.
El
artículo de Vargas es malo desde el título. Un escritor que tiene que
entrecomillar una palabra para que se capte la ironía es un mal escritor. Pero
es típico de Vargas, un hombre muy pedagógico, muy ordenadito siempre, muy
introducción, nudo y desenlace, muy de índice de temas en el primer párrafo, y
ahora toca la anécdota distendida (3 párrafos), y ahora un audaz giro para
meternos con Ferlosio, con una contundencia de J’accuse, de a ver qué te has
creído tú, de joven setentón que se enfrenta al elefante octogenario; y
luego unas breves referencias a otras personalidades de la misma colla:
Savater, Ortega, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, un variopinto y prestigioso
elenco de autoridades que defienden la fiesta nacional, a los que Vargas nombra
siempre como si estuvieran ofendiendo a
los de su clase. Una pose muy españolaza, por cierto, como explica Ferlosio
en su artículo y Vargas no parece haber entendido.
La dispositio de Vargas es un orden
aséptico, de horarios fijos, de consultar un par de libros en la biblioteca y
tener listo el artículo antes del almuerzo con una importante personalidad. Es
como dicen en los manuales de redacción que hay que redactar. Conviene –dicen-
una breve introducción que no aluda directamente al tema. Son muy agradecidas
las descripciones de viajes y de monumentos, el reportaje de un encuentro con
alguien famoso, etc. Con eso ya te comes medio artículo. Luego, cuando en el
fondo ya no hay más que rematar (espera el embajador, qué pesado, o Su
Majestad), Vargas cambia el tono de añadidos extralargos para ensayar una prosa
más sincopada, más condensada y firme, con más puntos, que nunca deja de oler a
eso, a un estilo previo, a una plantilla de colegio de curas, un modelo con el
que se puede rellenar el artículo de los domingos.
Comete
Vargas en ese artículo varios errores de principiante, sobre todo dos: que se
nota que no sabe de qué está hablando y que lo más interesante que dice lo dice
sin darse cuenta. Lo primero es muy notorio. Luis llama la atención sobre el
poco fundamento taurino que anida en sus palabras. Es verdad: cualquier
aficionado medio diría que ese hombre no ha visto más de media docena de
corridas en su vida, y seguramente estaba tan atareado atendiendo a la duquesa que
no se enteró de nada. Para empezar, si uno quiere defender la fiesta nacional
no se va a Marbella, a esa “placita provinciana en la que a veces ocurren cosas
notables”. No sé, es como hablar de caballos de carreras a propósito de un
partido de polo que vio en Puerto Banús. De vez en cuando, donde marca la
plantilla, Vargas mete alguna frase de entendido: “los seis astados bravos,
alegres, nobles y de buen peso”, “fue una magnífica corrida y, con la excepción
de una vara de más al primer toro…”, “el presidente se excedió y concedió 10
orejas”, todo ello dicho perfectamente en serio, sin asomo de ironía por
ninguna parte, ignorante por completo de que cualquier aficionado sabe traducir
eso a lenguaje común: “se lidiaron seis cabras afeitadas que no se sostenían de
pie; si las pican, las matan”.
Mete la
pata más veces, para empezar cuando se viste de crítico taurino y pasa revista a
los espadas del cartel. De El Cordobés, con ese suplemento de desprecio que
tienen en castellano los sufijos en –ivo, dice que estuvo “simpático y
comunicativo”, pero que, cuando había que ponerse al tajo, se puso serio.
Porque Vargas, que entiende las payasadas para regocijo de los tendidos de sol,
es partidario del toreo serio. Es lo que más valora Vargas, la seriedad, y por
eso se le cae la baba cuando habla de un pelagatos de la tauromaquia como
Rivera Paquírrez, o como coño se llame, quien, “al igual que su hermano
Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una
valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro”. Aquí salió la
herencia, el impuesto de sucesiones, ay. El Cordobés es para él un payaso
esforzado, un chico de baja condición que no aprendió la elegancia y la
valentía tranquila y natural de los hijos de buena familia. Ignora Vargas que el tal Paquírrez es
un manazas, más basto que la lija del cuatro, pero aquí, entre nosotros, dirá
Vargas, lo que cuenta es la sangre, Marbella, el nieto del gran Ordóñez, la
cuñada egregia, y en este plan. De hecho es a Ordóñez al primero que nombra
entre los grandes maestros de siempre, seguido, como corresponde al eje
cartesiano, por las dos figuras actuales que más admira: Ponce y José Tomás,
Ponce como representante de la ideología liberal-conservadora y Tomás porque en
un artículo de toros hay que nombrar a José Tomas. Es decir, todo con su aquel,
con su por qué, con su cálculo ideológico, su mensaje remetido. Todo coherente
con el pensamiento político de Vargas, pero todo propio de quien no tiene mucha
idea de lo que está diciendo.
El
párrafo que le dedica a El Fandi es, como en las corridas que frecuenta Vargas,
un infame bajonazo. A falta de pan, valora el hecho de que “la
suerte de banderillas es aquella en la que la corrida está más cerca de la
danza, cuando se vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese
trance que David Fandila, El Fandi”. A partir de aquí, después de esta tontada,
los despropósitos se suceden: “Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde
lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo”, dice Vargas, y, no sé si por
falta de soltura con la tauromaquia o con la lengua, emplea la palabra ‘banderillero’
en un lugar en el que nadie nunca la pondría. Ningún crítico taurino diría de
un torero que “fue siempre un banderillero soberbio” a no ser que lo quisiera
degradar. El problema es el ‘un’. Vargas no sabe que ese ‘un’ no se dice, y ‘banderillero’,
aplicado a un matador, tampoco, ni en broma. Pero lo mejor no es eso: “Hacía
tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había madurado
mucho, que ahora maneja la muleta con más temple, color y matices, aunque
siempre con el mismo tesón”. Es la típica frase de quien no lo ha visto torear
en su vida, rematada con lo único que, en el fondo, Vargas piensa de El Fandi,
de El Cordobés y de todos los que no tengan esa
elegancia natural: el tesón, virtud de pobres, salvación de tontos.
Paquírrez no tendría tesón sino gallardía. Un respeto.
Pero eso
era solo la introducción (medio artículo), la demostración de que maneja el
paño y de que podría escribir una crónica taurina mejor que el mismísimo
Joaquín Vidal, y que Dios me perdone por la comparación. Después de este
ridículo floreo viene la sustancia, la miga, la cosa, las cuarenta, los puntos
sobre las íes, la polémica, J’acusse,
etc. Y aquí Vargas ya no hace tanto el ridículo como aficionado a la violeta
sino como lamentable polemista. Un par de ejemplos:
Ferlosio,
en su artículo, en un párrafo muy divertido (como todo el artículo) dice que
los petos se pusieron a los caballos en 1928, y no por conciencia de sufrimiento
animal sino porque una vez, en una corrida, la sangre y los excrementos de las
tripas de un caballo al que un toro había rajado salpicaron a Primo de Rivera y
a una dama que lo acompañaba. En vez de reverenciar el juego de anécdotas
superpuestas, desde luego nada de wikidatos como los de Vargas Llosa, el
escritor hisperuano contraataca con la siguiente memez: “He asistido a muchas
corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas
regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción
del público es siempre la contraria”. Tengo que preguntarle a RodolfoLópez-Isern cómo se llama, aparte de anacronismo, al argumento falaz que obvia las coordenadas
temporales cuando estas son imprescindibles para entender aquello de lo que se
trata. No, yo tampoco he visto a la gente reír cuando destripan a un caballo,
pero es que ni yo ni Vargas hemos visto corridas de toros antes de 1928, y yo
sí, pero Vargas no, fotografías y filmaciones de cómo eran esas corridas. El
intelectual zopenco es aquel que cuando encuentra una buena vía la tapa y sigue
por otro lado. En vez de plantearse, en ese mismo momento, el fondo del asunto,
que nuestra compasión, que nuestra
comprensión del otro, aunque el otro sea un animal, es algo que está en
evolución, contesta como si él en persona hubiera estado con su coleguilla
Ortega y Gasset en “placitas provincianas”, auscultando el alma española y por
ahí.
El único argumento serio de que
disponen los taurinos no tiene nada que ver con la cultura. Tiene que ver con
que el antitaurinismo no es exactamente una defensa de los animales sino de la
prohibición de que su muerte, que tendrá lugar de todas formas, sea un
espectáculo social. Pero ese argumento, que da para más tiempo del que tiene
Vargas antes de almorzar con Su Majestad, el adalid de la fiesta ni lo
menciona. En vez de eso, Vargas se ensobina en derechazos (“lo molió a
derechazos”, solía decir Vidal de Enrique Ponce) y recurre a tópicos de lo más
ingenioso, cuando dice que pedir la abolición de las corridas sería “un
atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas”.
Ole (sin acento).
Perdón, amigos, por explicar por
qué esto es una tontería: la libertad, como los petos de los caballos, también
evoluciona. También está prohibido matar un cerdo en la cocina y eso no es un
atentado contra la libertad de expresión, y sí, en cambio, se trata de una tradición
milenaria. Habría que ver lo que el propio Vargas dice al respecto de la degradante
salvajada que se celebra precisamente hoy en Tordesillas.
Y el caso es que, mientras se
mueve en el tópico, Vargas torea con soltura, como torearía Paquírrez un
animalejo insignificante. Lo malo es cuando coge vuelo, cuando el morlaco tira
un gañafón. Después de no dar el pego incluyéndose entre “los que amamos la
fiesta”(sic), vuelve a meter la pata no en materia taurina sino lingüística.
Aparte de un clamoroso fallo de concordancia con el verbo abominar (“Sería un
atropello brutal que alguien quisiera obligar a nadie asistir a un espectáculo
que malentiende y abomina”), se lía Vargas con el concepto de españolez, que con tanta gracia usa
Ferlosio. La frase no tiene desperdicio:
“’La españolez’ (una entelequia
que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no
existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las
corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España.” Ya sabemos que
Vargas no entiende de toros, pero la pregunta es si entiende lo que significa ‘españolez’,
al margen de que la emplee o no Ferlosio. Me quedan dudas de si entiende el uso
del sufijo –ez en castellano, igual que antes dudaba de que entendiera el uso
de ‘banderillero’. La españolez es la ordinariez española, el ahí queda eso, como bien resume Ferlosio, o sea, el
plumón del yelmo que llega hasta el culo, el talabarte con puntera de plata que
arrastra por el suelo, esa chulería del qué pasa, del con dos cojones, el
arrojo del pechotabla, esa eterna apelación a la casta cuando lo que hay que
hacer es jugar bien, y al mismo tiempo esa desidia soberbia de quien fía todo a
lo que se le supone, no a lo que ha hecho ni a lo que hará. Quizá, si acaso, a
lo que hicieron sus antepasados. De modo que esa españolez, ese pelo de la
dehesa, no puede fracturarse porque convive, adaptado a sus bailes regionales,
en toda la geografía hispana, y si su origen es castellano o no se podría
discutir, pero en otro tono, por favor.
Y, en fin, tras el repaso a las guest stars del artículo, camaradas de
ágape, páginas de biografía, Vargas, ya decía, pega un bajonazo de los que
asoman. Copio el parrafito entero, que es una monada.
“Pero, tal vez, para entender
cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio
obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos
profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la
tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero
no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa
semiclandestina de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción
y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y
razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva
autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo”.
El fragmento parece sacado de un
drama de Echegaray, pero es un artículo de 2012, ojo, y no lo ha escrito Juan
Manuel de Prada. Pero siempre (bueno, con Prada no) hay perlas en el muladar.
Es típico de la mojigatería conservadora el odio como reproche. ¡Es que solo
los mueve el odio!, susurraban las beatas a sus sacerdotes, después de delatar
a un vecino que se la estaba cascando debajo de una higuera. Pero ya no hay
quien se crea nada, ni al que ama profundamente a los toros bravos (una
invitación al recochineo), ni al presbítero que engalla la voz y clama: “¡No
ocurrirá!”, en velada, medida y clamorosa correspondencia con el “¡No pasarán!”,
hijo, como todo el mundo sabe, del odio y de la mala sangre. No, nadie se cree que a Vargas le vibrasen los
dientes “de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección”,
tralará, ni que esté, con papelajos como este, luchando por la libertad. Antes es, ya digo, como esas viejas que
la meten donde pueden, igual que Vargas mete la palabra progresismo en un sitio
donde desentona. ¡Si Cicerón levantara la cabeza, vaya manera de rematar una
frase! ¿Dónde está la elegancia natural de los Ordóñez Vargas-Llosa, duques de
Paquírrez? ¿Dónde, oh, la ironía?
Porque esto, y ya acabo, es lo
peor de todo. La incapacidad casi patológica de ciertos escritores para la
ironía. Es como si la ironía, y no los toros, estuvieran “evaporándose de la
faz de la tierra”. ¡Cómo va a entender una corrida de toros quien no es capaz
de pillar una ironía! Pero eso ya nos lleva al artículo de Ferlosio. Ese sí que
sabe de ironías, ese. Y de gramática, y de toros, y de lo que haga falta. Próximamente.
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