Dickens terminó Oliver Twist con 25 años. Era, después de Pickwick, su segunda novela larga, su confirmación como escritor. No deja de ser admirable que después de encontrarse con una gran novela, Pickwick, sin casi pretenderlo, diese inmediatamente después, y a una edad tan temprana, semejante lección de oficio. El modelo narrativo de Pickwick no era Pickwick sino Fielding, pero el modelo de Oliver Twist ya es Oliver Twist. Dickens ya había perfeccionado el molde, y aunque le queden, en la concepción del relato y en el diseño de los personajes, cosas de la época de Goldsmith, sobre todo ese aire volteriano de los personajes que escapan del mal casi como consecuencia lógica de su optimismo, o supiese sacar de la novela gótica lo que le convenía para su propósito realista, el caso es que una novela por entregas, desde entonces y hasta ahora, se sigue escribiendo así.
Para
empezar, cada capítulo (en torno a unas 1500 palabras), no incluye más que un
tramo narrativo, es decir, una frase del argumento. La información necesaria
para proseguir la lectura se reduce a un hecho, a una breve conversación, a un
episodio concreto. Dickens pinta: comienza describiendo, enhebra un diálogo y,
cuando, por así decirlo, el diálogo ya está maduro, cuando cae la información
por su propio peso, incluye el hecho resumible, el tramo de argumento, con sus
correspondientes sorpresas y expectativas. Un ejemplo sencillo de cómo funciona
es el encuentro de Nancy, la esclava del malvado Sikes, y Rose, el ángel ex machina que
terminaba apareciendo en la novela de Goldsmith. Nancy tiene que dar un solo
dato, que el siniestro Monks es hermano de Oliver Twist, y para ello despliega
un diálogo lacrimógeno donde brillan la dignidad de Nancy y un lenguaje de
salón, o como mínimo de vicaría, impropio de quien no recibió jamás ninguna
educación y vive amarrada a un sujeto malencarado que tiene una lengua como una
dalla.
Algo
parecido sucede, poco después, con la reaparición del generoso Brownlow, o en
aquellas escenas en las que discuten o flirtean el celador Bumble y su
esquinada esposa (que tiempo después, en versión amable, se convertirán en el
matrimonio Micawber). El modelo se repite con más frecuencia en la segunda
parte, después de que Oliver quede tendido en una zanja, con un brazo herido,
famélico y exhausto. En ese momento se produce una fractura argumental que creo
que es el único reproche (ya ves) que se le puede hacer a la construcción de la trama. A
partir de entonces suceden dos cosas: que aparecen los personajes buenos y que
el argumento parece escrito al revés, desde el final. Todo, desde ese momento, colabora en la resolución de la novela. Se acumulan los elementos
folletinescos (el hermano oculto, el anillo sumergido, las últimas voluntades,
la verdadera familia, la herencia recuperada, etc.), pero el extraordinario
impulso de la primera mitad, esa imborrable descripción de los bajos fondos
londinenses, y, particularmente, el personaje de Nancy, creo que se hacen a un
lado en favor de una colección de tópicos de novela bizantina -que son los que
alimentaron la ficción durante veinte siglos-, hasta que vuelvan a brillar en el
impresionante final, desde la entrevista de Nancy con Brownlow y Rose, espiada
por ese pre-Huriah Heep que es Noah Claypole, pasando por su asesinato y por el
grandioso auto de fe que culmina con el ahorcamiento involuntario de Bill Sikes.
Pero esa
primera parte, quizá precisamente porque no hay que resolver nada, es una
maravilla. Los capítulos se sostienen solos. La narración vuela en diálogos
interesantes, en tipos curiosos, en descripciones impresionantes. Es como si, para empezar, Dickens se ocupara de
pintar un fondo negro sobre el que resalten las figuras azul celeste que harán
acto de presencia a partir de la escena del anciano bueno, Brownlow, en la tienda de libros. Digamos
que, si la novela hubiese terminado en esa zanja, con la muerte de Oliver, y la
posterior trama folletinesca se hubiese adelgazado de lagrimones y hubiera sido realimentada con más bajos fondos en aras del espléndido
final, también la recordaríamos como una obra maestra, la vincularíamos con
Dostoievski, encontraríamos sin dudas el modelo del primer Baroja, pero
faltaría el creador de lágrimas, el Dickens melodramático, el que sabe tocar el
violín con la pluma y ablandar la voluntad del lector. En la segunda parte (final
aparte) disfruto de la nitidez constructiva; en la primera, de la novela. Y,
puestos a fantasear, me imagino a Galdós pensando algo parecido, incluso
creyendo que tanto el personaje de Rose Maylie como el de Nancy daban para
mucho más, hasta para una novela como Fortunata
y Jacinta, ya puestos.
Es lo
bueno que tiene Oliver Twist, que debajo de los tópicos folletinescos abundan
los personajes potentes y los tipos característicos, los capítulos que se
sostienen solos y las escenas bien narradas. Dickens decora el ambiente con
personajes que ya nacen con su propio molde, todos con una etiqueta que los
identifica: la porroquia del celador
Bumble, el viscoso querido del judío
Fagin, el me como la cabeza del
anciano Grimwig, el que habla por la nariz, el que da lecciones de jerga, etc.,
etc. Pero Dickens se cuida bien de no etiquetar a los personajes grandes, amén
del propio Oliver: Nancy, sobre todo, pero también ese Sikes que parece el
Bizco de Baroja, e incluso, insisto, la joven Rose, cuya historia de amor queda
un poco sin contar (y que volvió a retomar en David Copperfield) hasta que se zurce con una poco convincente
aparición final del soso Harry. Habrá luego muchas Nancies en Dickens, y muchas Roses,
pero aquí ya están delineadas todas las que vendrían después.
Dickens
es un autor de ambientes y personajes. Las tramas, la carpintería, todavía
requieren en Oliver Twist de largas explicaciones que aten los cabos (un
procedimiento discutible que sin embargo será el fundamento de cualquier novela
negra), pero lo importante, para mí, no es eso, sino su otro extremo, el arte
cervantino de lanzar cabos para recogerlos cuando sea menester reanimar la
narración, por ejemplo después de alguna de las largas conversaciones sin más
propósito que el del juego verbal. En cierta ocasión (creo que fue a propósito
de Nuestro amigo común), pregunté a
un amigo londinense si esas largas escenas de parloteo, muchas más en aquella
novela que en Oliver Twist, tenían
como fundamento la mímesis, la ambientación verosímil, o el simple relleno
entretenido que requiere un folletín en sus épocas
valle, por así decirlo. Me dijo que no, que eran un fin en sí mismo, el
placer shakespeariano del juego verbal, y que eso a los ingleses les divierte
mucho. A mí no me divierte tanto, por ejemplo, el final dickensiano de Una comedia ligera; al margen de
admirarlo en lo que supone de alarde lingüístico, con aquellos hampones
chamullando germanías, no me parece que tenga esa gracia sostenida que forma
parte, por lo visto, del genuino humor inglés[1].
Dentro
de unos días tendremos que comentar esta novela en clase. Lo primero que voy a
preguntar, antes de proceder a la autopsia, es de qué dos personajes no principales
les ha quedado mejor recuerdo. Yo, cuando acabé su lectura, no tenía muchas
dudas. Uno es el pequeño Dick, la noticia de cuya muerte, aun a pesar de ya
sabida, me dolió tanto como a Oliver Twist. Hay veces en que el meloso Dickens
nos empalaga un poco (la historia de Harry), pero hay otras, como en el caso de
Dick, en que comprendemos la profunda emoción que debía embargar a los lectores
de entonces, y a los oyentes, que de todo hubo y para todos había. Dick es el
más acabado ejemplo de indefensión y de pureza que hay en la novela. La verdad
es Dick, lo que Dickens quería denunciar es ese muchacho que sabe que va a
morir y desea suerte al que quizá viva, y al que sacan del hospicio y llevan a
Londres a que se muera en cualquier sitio solo para que no le tengan que pagar el
entierro. Me llega al alma ese chiquillo, mucho más que los litros de lágrimas que
derrama Oliver. No soy capaz de torcer la sonrisa y juzgarlo como un truco
melodramático. Me lo creo, sentio et
excrucior, qué le vamos a hacer.
Y el
otro personaje es el perro. Es, como Dick, uno de esos personajes hilván,
pespunte apenas, que, según el modelo de Andresillo, aparecen en contadas
ocasiones, pero su figura es recordada y saludada con alegría cuando asoma.
El perro de Sikes es así. Aguanta las palizas gratuitas de su amo, pero se
aleja de él cuando sabe que lo va a matar, y finalmente vuelve, cuando su
despiadado amo cuelga de una soga: “Saltó a los hombros del muerto. No acertó
y cayó hacia el foso dando una vuelta completa en su caída, y, golpeándose la
cabeza contra una piedra, se despachurró los sesos". Es decir, su comportamiento
y su destino van paralelos a los de la propia Nancy. Ella también vive amarrada
a quien la maltrata, y también trata de huir, y también vuelve por su pie y
muere, con la cabeza destrozada, tratando de agarrarse a Sikes. Es
difícil comparar a un ser humano con un perro y derramar la inmensa piedad
hacia los dos que derrama Dickens. Las tramas son intercambiables,
cortapegables, entonces y ahora, pero los detalles son los que dan la medida
del talento.
[1] Sólo así
se entiende, dicho sea de paso, que los ingleses llamasen a Mourinho number one, que no es, como pensamos,
una declaración de admiración sino un giro barriobajero que equivale a algo así
como el menda, es decir, una forma de
reírse de su egoísmo vulgar. Lo digo porque en Oliver Twist los chulánganos
maleducados también se llaman a sí mismos number
one
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