Merece
la pena copiar parte de la nota que el escritor incluye después del prólogo y
antes del primero (y hermosísimo) de los relatos que conforman este libro:
Los cuentos que siguen (no así los poemas) han sido impresos en el
orden en que fueron escritos durante los años 1974-1978. El modo de contar las
historias cambia con el paso de los años. No quiero aplicar el término progreso
a ese cambio, pues creo que las primeras tienen una nitidez en el enfoque de
los primeros planos, un sentido del presente, que hoy no podría conseguir…
Creo que
cualquier juicio crítico debería empezar por ahí. En realidad se trata de dos
libros: media docena de excelentes cuentos breves, sobre todo los dos primeros,
el parto de la vaca y el apareamiento de la cabra, que se van hinchando de
ideología (el secuestro de los inspectores de sidra ya es literatura
panfletaria), y un segundo libro, una novela corta de las mismas dimensiones
que todo lo anterior, unas cien páginas, en torno al personaje de la
Cocadrille, dividido a su vez en tres secciones, tantas como diferentes vidas (en el pueblo, en el bosque o en
el más allá) tiene la protagonista.
Es gracioso
porque, en el ensayo sobre la desaparición del campesinado en Occidente con que
se cierra esta miscelánea, habla Berger de que la visión del campesino superviviente es simétrica de la del
capitalista de ciudad. Mientras el labrador ve ancho el pasado y estrecho el
futuro, el ciudadano moderno ve estrecho el pasado y ancho el futuro. Estos
cuentos van de lo estrecho esencial literario a lo ancho ideológico y
metaliterario. De nombrar las cosas, las cabras, las vacas, las manzanas, con
la poesía precisa y sin más intervención que la de comprender a los personajes, Berger degenera en una parábola de muy
evidentes resonancias literarias, que pierde de vista la anterior sustancia
poética –o la utiliza como simple adorno- y se esfuerza por el lucimiento y la
doctrina. Seríamos más justos con este libro si hablásemos de sus dos partes
por separado, y una la celebrásemos y la otra la soslayásemos, pero la mezcla,
y sobre todo el orden (el mismo en el que fueron escritos) hace que la
impresión final, el recuerdo último no sea bueno.
La culpa
es de la Cocadrille, que tiene casi todo lo que me repele de la manía esa
francesa de la sublimación. Berger es
inglés, pero la novela es muy francesa, y no solo por sus personajes. La
Cocadrille es una mujer diminuta y resistente, despreciada por su familia y
visitada por los hombres, que vive entre arbustos y come las bayas del bosque,
pero que, al menos eso dice ella, guarda mucho dinero, razón que justificará
literariamente su muerte después de un cansino acto final en el que aparecen,
casi con sus nombres y apellidos, Rulfo y García Márquez. Cuando el artificio
literario se desborda, cuando estamos en el tercer acto espectral de la ópera,
sufro un desajuste entre la velocidad de lectura, la previsibilidad del
contenido y las ganas de que se termine. Con los primeros cuentos breves, en
cambio, habría seguido varios cientos de páginas más. Cada vez que Berger se
deja de ideas y literaturas y atrapa la sensación campestre, que es lo que
vamos buscando, el libro se ilumina, pero vuelve a ensombrecerse cuando sucumbe
a esa moda tan setenta de complicar las cosas sin necesidad. Aun así, con
frecuencia da en el clavo:
En las montañas, el pasado nunca se queda
atrás; siempre está al lado de uno. Bajas al anochecer desde el bosque, y un
perro se pone a ladrar en un caserío. Hace un siglo, en el mismo lugar, a la
misma hora, un perro se puso a ladrar al oír a un hombre que bajaba por el
bosque, y el intervalo entre los dos momentos no es más que una pausa en los
ladridos.
Esta es,
y no otra, la esencia del campo, la pura eternidad, lo que es como ha sido y
será, pero no por conservadurismo sino por experiencia. La permanencia en
movimiento que es el campo, ese volver todo al mismo sitio sin parar, ese vivir
lo mismo de nuevo (y saber que las variaciones no suelen ser buenas) es lo que
hace que el campesino pierda con frecuencia la noción del tiempo menudo, ese
agobio de minutos en que vivimos los demás. El tiempo para él es una flor, un
aire, un rumor. El tiempo es consecuencia de leer el campo. El campesino, y en
eso Berger tiene razón, tiene dos características que lo definen: sus manos no
saben estar sin hacer algo con ellas (y por eso con frecuencia se anquilosan en
la postura que les ponían antes a las manos de plástico, postura de coger
cosas), y no dejan pasar un detalle de la naturaleza, imperceptible para los
demás pero esencial para entender el más inmediato futuro.
Y estas
dos características las tienen los primeros cuentos: son acciones descriptivas,
esto es, hechos menudos, significativos, prácticos
de algún modo, sin reflexiones que se salgan de los hechos, la vaca, el
establo, la mirada del ternero; pero también son eternos, previsibles, siempre son de nuevo, pero cada vez hay
detalles diferentes, muescas del tiempo en los huesos, mensajes silenciosos de
la tierra. Lo otro, lo de la Cocadrille, me recuerda, aparte de a las
fantasmagorías rulfianas, a ese aire un poco tétrico por blanquecino que uno
tiene al leer El gran Maulnes, un
libro que recuerdo como algo viscoso, morboso, pero también a ese artificio del
enano sabio, el Owen Meany (que es del 89), el monstruo poético, esta vez una
mujer tierna, cerril, misántropa y sin
desarrollar.
Lo que
vamos buscando en las lecturas es lo otro, lo eterno sin ideas, sin Dios, sin
autor, lo constantemente renovado, los detalles del tiempo en la mañana, el
color de las nubes. Vamos buscando eso porque eso es suficiente poesía. No era
necesario intercalar un poema entre cuento y cuento, porque además son bastante
malos. Más que malos, prescindibles, que es peor.
Por lo
demás, Berger estaba convencido (en 1979) de que a finales de siglo se
extinguirían los campesinos de Europa. Su razonamiento es previsor: los
campesinos que queden no serán superviviente,
gente que vive en la tierra y de la tierra, por y para sus bestias y sus
hortalizas, sino trabajadores especializados con el mismo régimen de vida que
el de una fábrica, pero con diferente olor.
En ese
mismo año 79, un tío mío, labrador de Alfambra, cerró su casa y se fue a
trabajar por cuenta ajena a una granja en Barcelona. Cambió un sistema por
otro, dejó de ser campesino para ser proletario del campo. El sueldo era fijo y
nunca estaban al albur de las tormentas o de la sequía, pero mi tío cogió un
mal rollo que casi se muere. A los pocos meses, hizo las maletas y se volvió a
su pueblo, a cuidar ovejas y entrecavar tomates, a ordeñar vacas y sembrar
pipirigallo. Casi un cuarto de siglo después, ya octogenario, tiene una salud
de hierro y es feliz en ese tiempo eternamente renovado que es el que siempre
conoció. Y por supuesto atiende las gallinas, los conejos y lo que haga falta.
Quiero
decir con esto que la tesis de Berger se salta un detalle implícito en su
propia argumentación: el campo es un modo de vida, una necesidad. Los tiempos
vomitan campesinos a la ciudad y los tiempos, como en el reflujo de la marea,
los devuelven a la tierra. Las bestias fueron sustituidas por tractores, pero
el campo sigue oliendo igual, sigue siendo igual de humano y necesario. “Aquí
no hay agricultores, aquí hay jardineros”, suele decirme un amigo de
Villarquemado. Bueno, pero son parte del paisaje. El hecho de que el hombre
moderno suela volver al campo cuando se jubila no es más que por ansia de
eternidad. Eso el progreso puede modificarlo, pero es difícil que lo aniquile.John Berger, Puerca tierra, 1979 (Alfaguara, 2006), 255 p.
Yo diría " Aquí no hay agricultores, hay conductores tractoristas, medio funcionarios subvencionados por la PAC europea"
ResponderEliminarMe alegra leer tu crítica de la trilogia de John Berger. Siempre se aprede de tus críticas literarias.
ResponderEliminarEn favor de Berger, que sin duda, como dices escribe ideologia, habría que decir su trayectoria de hombre viejo que conoció el derrumbre de Europa, y la década en que escribe estos cuentos.
He leído la trilogía y creo que tienes bastante razón, por eso intento pasear por el campo con la mirada de la parte "buena".
ResponderEliminarUn saludo