Me lo estaba pasando en grande con la lectura de El testimonio de Yarfoz y me dio por
mirar a ver qué dicen Ródenas y Gracia en el proceloso tomo séptimo de la Historia de la literatura española de la
editorial Crítica, esa de la que ya hemos alabado los tomos de Cecilio Alonso
y de Mainer, el director de orquesta. Lo copio íntegro:
Ferlosio ha supuesto el estímulo de una ferocidad crítica sin
cataplasmas ni evasivas: radical de pensamiento y escritura, aunque salga
lesionado el orgullo o la vanidad del lector, pero también reconfortada la
conciencia de comprender áridamente y mejor. Quizá por eso pasó demasiado
inadvertida una novela admirablemente ajena a todo, como es El testamento de Yarfoz en el mismo año
[1986]. Se trata, al parecer y según introducción del editor Sánchez Ferlosio,
de un apéndice tomado del Libro II de la Historia
de las guerras barcialeas, pero el resto de la edición quedó a medio camino
“por la inconstancia y falta de profesionalidad” que se atribuye el mismo
editor, “que dio primero en volver a sus veleidades de gramático y
pseudo-filósofo y después en meterse a periodista”. La geografía mítica creada
y dibujada remonta el proyecto a los espacios imaginarios donde la lealtad, la
guerra y el exilio se viven a través del relato autobiográfico de Yarfoz sobre
el príncipe Nébride y el destino de sus pueblos. La meditación monologada o
dialogada de carácter ético-político nace de la imposibilidad de acometer una
gran obra de desecación y encauzamiento de aguas, que presta a Yarfoz la vía
para los asuntos de filosofía política que ocupan habitualmente al autor, con
la colisión de los intereses entre lo óptimo y lo posible, y entre el interés
individual y el colectivo. (pp. 678-679)
Me
irritan los manuales que hablan de lo que no han leído, más en este caso en el
que ni siquiera se cita bien el título (no es “testamento”, es “testimonio”) y,
sobre todo, se incurre en lo mismo que parece denunciarse. La novela no pasó
inadvertida por culpa de la radicalidad de pensamiento ni mucho menos por
“comprender áridamente y mejor”, que sé qué insinúa pero no qué significa, sino
porque los críticos la abandonaban a las pocas páginas y le colgaban del dedo
del pie una etiqueta metafísica que no podía sino espantar a los lectores.
En ese
mismo año, en el 86, Benet publicó el tercer volumen de Herrumbrosas lanzas, una novela mucho más pesada y de humor mucho
más árido y discreto que El testimonio de
Yarfoz, pero que parte de una idea de, digamos, modernidad parecida a
aquella de la que partió Ferlosio. Eran los años del reciclaje de géneros, del
manierismo. Algunos autores acudían a los géneros populares y
detectivescos (Benet también lo hizo con El
aire de un crimen), pero otros procedían a la misma operación con géneros elevados. Y algún día los historiadores
de la literatura se darán cuenta de que por aquellos años empezaron a salir los
libros de la Biblioteca Clásica Gredos, a través de cuyas traducciones muchos
hemos podido disfrutar de prosas que los contemporáneos ni solían ni sabían
practicar. El propio Benet, en carta a Javier Marías, al hablar de un referente para Herrumbrosas
lanzas, nombraba a Tito Livio y el grand
style, por más que los tomos de Livio empezasen a ser traducidos en el 90;
pero para cuando Benet o Ferlosio escribieron sendas obras ya estaban traducidos
los Anales de Tácito, y, lo que es mejor, la
colección de Gredos había desenterrado otras colecciones (el Vitrubio de Iberia, el Tucídides de Hernando, el Polibio de Alma Mater, etc.) que hasta entonces eran las que, más bien clandestinamente,
se ocupaban de los clásicos.
De modo
que, así como otros, a la moda de la época, remozaban a Plinio (no el Viejo
sino el manchego) o a Marcial Lafuente Estefanía, estos dos caballeros
practicaron la misma operación con los historiadores antiguos. Ya veremos en su
momento cómo lo hizo Benet, pero el método de Ferlosio fue, a mi juicio, más
respetuoso con el modelo pero también más ambicioso, y sobre todo mucho más
divertido. Asombra pensar la de veces que he oído hablar de El testimonio de Yarfoz en los términos
en que hablaríamos de un Heiddeger extravagante, cuando se trata del punto de
unión entre el arte de narrar de Cervantes, las técnicas literarias de los
logógrafos antiguos, tan entretenidos, y el desbordante sentido del humor metaliterario
que destila Ferlosio. Lo que pasa es que Ferlosio, además, se da caprichos,
alardes descriptivos y argumentativos, algunos hipertrofiados hasta la parodia.
El
primer gran ejemplo es el de la noria. La descripción de la noria que se
debería detener si se consiguiesen desecar los almarjales aguanosos es de una
precisión casi lujuriosa; a través de la exactitud, el lenguaje camina hacia un
territorio autónomo en el que, por ejemplo, hasta algunos nombres de flores son
invención del narrador, y la –breve, nada de rollos- reflexión de Nébride sobre
el tiempo y la necesidad de la memoria es bellísima. En cambio, acto seguido, y
sin salirse de la extensión de los capítulos de Tito Livio (o de cualquier otro
historiador, según las particiones de los editores antiguos), Ferlosio se da un
chapuzón en un lío de devengos y usufructos que al mismo tiempo son la forma
más civilizada de dialogar, en un registro respetuoso y culto, como habla Don
Quijote a los cabreros, pero con regodeo contagioso, sobre todo si prescindes
de desentrañar el significado de lo que lleva su sentido en la piel, en la
palabra, en la pirotecnia de la exactitud.
Pero
nada es abstruso, todo es ferlosiano del Ferlosio que cultiva con mimo el
castellano y nos habla de un paisaje mítico
en el que hay moscardas y mozas casaderas y asientos contables, un territorio
artúrico-extremeño en el que el contraste entre la fantasía de lo narrado y el
precioso casticismo del lenguaje es otro motivo más de ironía y regocijo. Es
contagioso el evidente placer que siente Ferlosio al escribir así. Se nota que
se lo pasa divinamente, y en cuanto entras en el juego (allá donde los críticos
no tienen tiempo de entrar, ni ganas, empachados de prejuicios como están) la
novela fluye deliciosamente, alterna, varía como variadas eran las narraciones
antiguas, y cada pasaje, con frecuencia, se convierte en relato autónomo, unos
divertidos, otros curiosos, otros intensamente poéticos. Igual que Heródoto
racionalizó el mito, Ferlosio racionaliza la vanguardia recicladora por la vía
de no excederse, de no ser desleal a los métodos antiguos, a la sustancia de lo
que recicla. Alterna, como Tucídides, los pasajes narrativos, de aire borgiano
(la rampa de los Iscobascos, los babuinos mendicantes, la Gran Reforma
Necropolitana, los zarrapastrosos “hijos del rey”, las moscas del presidio, etc.,
etc., todos ellos estupendos cuentos por sí solos) y los más densos y
discursivos, casi todos alardes de derecho tributario y de sucesiones,
verdadera pasión del autor, que en su meticulosidad prolija, en su metálica
precisión, pasan a ser como parodias de sí mismos, que es lo que ocurre, desde
antiguo, cuando un discurso serio se engasta en una situación liviana.
Los
críticos más generosos (no los enterradores que solo ven en él “los asuntos de
filosofía política que ocupan habitualmente al autor”) le conceden cierto aire
cervantino, sin especificar a qué clase de cervantinismo se refieren, quizá
porque piensan que es la historia del príncipe Nébride, un idealista muy
sensible que se retira a vivir de incógnito por no refrendar o justificar o
consentir el estúpido asesinato (gran cuento) del pacífico Espel, príncipe de
los Atánidas, a manos del propio padre de Nébride, rey de los Grágidos. La
novela es el relato de ese exilio, pero también el de Sorfos, hijo de Nébride,
otra vez, como su abuelo, de espíritu guerrero, pero más elegante y más astuto.
Aunque lo que de veras esta novela tiene de cervantino no está tanto -en el tono
y en la forma-, en el Quijote como en
el Persiles, aunque es en el Quijote
donde el cura detalla en qué consiste el género que en 1986 cultivaría Ferlosio en
El testimonio de Yarfoz:
Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que
había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo,
y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos
una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento
pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin
empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas,
rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que
para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus
enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro
en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el
acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no
pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada;
aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro
fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad
y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse
astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias
de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere.
Es
decir, una novela griega, como la que luego ensayaría el propio Cervantes en el
Persiles, un paisaje con verdad y sin
historia, sin el truco de forrar la imaginación y apuntalarla de
datos históricos, en el caso de Ferlosio, además, con una geografía inventada, a la deriva de la pura narración. Sería interesante comparar con más
detenimiento el Persiles y El testimonio de Yarfoz, y no solo en lo
que se refiere a los tipos sino a la misma prosa, tan poética y jugosa, y sobre
todo a esas “materias de estado” en las que Ferlosio se enjugaza con la
erística tributaria, catastral o sucesoria en largos y hermosos periodos. Pero es por culpa de esta afición suya a los reglamentos y las
casuísticas quizá por lo que tan bien se aviene con Cervantes (Quijote incluido) en su idea de la
historia como caso, paradoja,
encrucijada o problema, del que se sale con astucia y buen humor, no con el
hierro. Y también, me temo, es culpa de esa misma afinidad el que El testimonio de Yarfoz haya tenido un
destino similar al de su modelo, el
Persiles. Ambos han sido muy citados y respetados, poco leídos y, al menos en el caso de Ferlosio, nada
comprendidos.
Una lectura excelente. Daría pie para explorar con cuidado una hipótesis: ¿no es el Persiles un paso extraviado en la trayectoria de Cervantes, una materia muy ambiciosa en sus propósitos pero apenas controlada en su desmesura? Y si fuera así, tal vez Ferlosio sigue también una senda que conduce hacia el centro de un laberinto donde no es que no haya salida sino que su espacio todo está empezando, desde hace siglos, a quedarse desierto. He disfrutado con esta entrada.
ResponderEliminarMe encanta este libro. A mí me recuerda a la muralla china de kafka.
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