El
regreso a un Baroja contemporáneo no ha podido ser más
interesante. El gran torbellino del mundo, de 1926 y primera
de la trilogía Agonías de nuestro tiempo, es un chorro de
literatura, de la literatura que echábamos un poco de menos después de los
últimos volúmenes de Aviraneta, y que desde luego ya hemos puesto en la sección
que ocupan El laberinto de las sirenas y La
sensualidad pervertida, y ello por muy distintas razones, todas pertinentes
al arte de novelar, no a la historia ni a la opinión ni a la constatación sino
a la pura ficción, para la que la realidad es solo un punto de partida.
La culpa de que El
gran torbellino del mundo no haya tenido más fama que la de su
estupendo título es del propio Baroja. La gran novela empieza en la página
cincuenta y tantos. En El laberinto ya había ensayado un amplio
prólogo antes de la narración propiamente dicha, pero allí era un prólogo
descriptivo, no un largo diálogo con dos mujeres, Pepita y Soledad, que
escuchan desde sus caracteres meramente desbastados las opiniones de Pío Baroja
en boca de un Larrañaga que aún no es el gran personaje que descubriremos
después. Como los críticos españoles son tan poco dados a leer los libros hasta
el final, yo sospecho, por las menciones a esta novela que he leído en los
tomos de crítica, que la han juzgado por esa larguísima conversación sobre
cosas que son o no son, que es la parte que menos me gusta de Baroja, cuando
pontifica sin más. Los críticos quieren frases, opiniones, y casi todas las
citas de esta novela proceden precisamente de esas páginas, que a mí, por
momentos, me llegaron a desanimar, pero no porque fuesen aburridas, sino porque
era algo más como Los visionarios que como las conversaciones
de Iturrioz, una renuncia a la ficción, a la invención, al acto de narrar, a
ese flujo que de pronto se te lleva.
Ese inicio retrasa la
novela. Cuando Larrañaga, no Baroja, toma las riendas de la cosa, el libro
vuela, pero ese largo principio tiene perfecto sentido por lo que quizá más me
ha gustado, que es que en ningún momento esconde la carpintería. Digamos que
está hecha con los tubos por fuera, como el Pompidou. Y muy bien hecha.
El narrador, en el
prólogo, nos presenta a un tal Joe, en un párrafo inicial que tengo que copiar
en algún sitio, aunque solo sea en mi antología en marcha.
Cualquier novela sobre Pío Baroja debería empezar con ese párrafo. Joe se
despierta en un cuarto de Rotterdam que no recuerda haber visto antes. Allí, en
un bureau, encuentra cartas de mujeres, dos retratos femeninos, cuadernos
de impresiones literarias, cuartillas recién escritas de recuerdos… Al
despertar se da cuenta de que todo aquello es el fermento de su próximo libro:
“Encontraba cierta correspondencia entre las impresiones literarias y la
narración de los recuerdos, y se le ocurrió mezclarlas, aunque dejando a un
lado lo más estático y al otro lo más dinámico”.
Y así es. Cada capítulo
está presidido por un fragmento, casi siempre descripciones líricas, de esas
que necesitan ser breves para que luzca su intensidad, y que si se alargan un
poco resultarían algo pesadas. Son notas, estampas, breves escenas, la mayoría
suficientes por sí mismas, unas apuntes breves, otras las clásicas
descripciones impresionistas barojianas, que me vuelven a recordar a ciertos
pasajes de El laberinto. Pero se nota que esos apuntes son apuntes
de viaje del propio Baroja. No es difícil (y además es gratis) imaginar que
fueron escritos en su viaje por Francia, Holanda, Dinamarca y Alemania.
Cualquier autor los habría aprovechado para entremeterlos luego en la
narración, pero Baroja es de la raza de los que no barajan, valga el retruécano.
Quiero decir que los empalmes y las recolocaciones pueden dar más cuerpo a una
novela, pero le quitan fluidez.
Pero en ese cuarto de
Rotterdam en el que se despierta Joe hay algo más. Hay libros de “Dickens,
Shakespeare, Carlyle, Molière, Gonzalo de Berceo, Cervantes y el Arcipreste de
Hita”. Sería interesante ver con algo de detalle qué hay de cada uno de esos
autores en esta novela, por qué Baroja nombró a esos y no a otros.
Para empezar, la
estructura en planos narrativos en muy cervantina. Un autor apócrifo, Joe, un
Hamete romántico, viajero sentimental, nos cuenta la historia de Larrañaga y
sus dos primas. Larrañaga trabaja en Rotterdam para una empresa naviera
bilbaína, contratado por su tío, que le ordena taxativamente que vaya a París a
recoger a sus hijas, Pepita y Soledad. La andanada de cincuenta páginas llega
en las charlas de café de Larrañaga con estas damas.
Dicho sea de paso,
admiro en Baroja algo que se le ha criticado mucho, que sus personajes
principales no pegan un palo al agua. Desde que Andrés Hurtado dejó la
consulta, y la vida, es difícil recordar un protagonista cuyo trabajo forme
parte de la narración. En parte no es así, porque los personajes no históricos
ni aventureros de Baroja hacen lo mismo que Baroja, pasean, leen, charlan,
viajan y se meten a su cuarto a fumar. Y Baroja trabajaba, o sea escribía. De
muchacho me atrajo el personaje que el autor había hecho de sí mismo, una
especie de jubilado prematuro que pasa el rato de hotel en hotel, o en su casa
de la Arkadia.
En las novelas modernas
lo importante es el trabajo, la jornada laboral. Los personajes son lo que
hacen por la mañana, o a veces de sol a sol. Se les inventa unas circunstancias
laborales tan verosímiles que son ellas las que dictaminan el desarrollo de la
narración. Baroja despacha este asunto en media docena de líneas. Y hace bien.
La literatura es para soñar que al día siguiente no hay que ir al tajo. Pero
además es, en cierto modo, lo más realista. Cuando uno intenta llevar un
diario, un diario estricto, día por día, nunca encuentra sitio para hablar de
aquello que prefiere olvidar. Lo importante siempre ha sucedido por la tarde.
Esto le acarreó el
sambenito de burgués (en el caso del ingrato Ramón J. Sender, incluso para
desacreditar La busca), cuando es lo más literario de todo. En todo
caso, aunque Larrañaga tuviese más que hacer que visitar ciudades extranjeras y
charlar con sus primas, el tercer plano narrativo no se lo permitiría, porque
en él aparecen Margot y Nelly, contrafiguras evidentes de Pepita y Soledad, es
decir, la recreación literaria, la fantasía solitaria de dos personajes que también
son una invención, en este caso, además, de un autor apócrifo. El efecto es
doble: la historia de Margot, más breve, y sobre todo la de Nelly son una
magnífica novela corta, plagada de literatura, sombreada por un Dickens
roterodamense, con dos personajes que parecen sacados, a medias, de Hard
times y de Old curiosity shop, la muchacha abandonada por
un titiritero, la joven que se consume irremediablemente, el padre canalla y la
hija abnegada, y unas descripciones de los barrios portuarios que me han hecho
relamerme de gusto. Y, por otra parte, gracias al juego de los planos
narrativos, las figuras de Pepita y Solidad adquieren una consistencia
verosímil con la que nace la siguiente entrega, Las veleidades de la
fortuna, que ya es absorbente desde la primera línea.
A Shakespeare se le
nombra bastante en la novela. Baroja hizo turismo por Dinamarca y fue a los
sitios más famosos. Tiene gracia la sorna con que Larrañaga constata cómo la
gente eleva templos reales de lugares imaginarios. Shakespeare nunca estuvo
allí, y si a Hamlet se lo imaginaba pesadote es porque le convenía a su estado
de ánimo, no porque los daneses sean gordos. Pero no son sólo los lugares. En
esta novela los personajes imaginarios (los del último plano) suelen ir en
caída libre: el padre de Nelly es un comicucho que va pegándose fuego por las tabernas
y sableando a su hija, y acelerándole su fin; el propio Larrañaga ve caerse la
felicidad, la llama mínima que había en su relación con Nelly, con esa
impotencia incluso cínica de los reyes shakespearianos.
En Los ingleses
y otros temas de Pío Baroja, José Alberich dedica un capítulo a glosar la admiración
que Baroja sentía por Shakespeare. Trae muchas citas de sus Memorias y
de algún libro de ensayos, pero hay una, algo recóndita (lo escribió Baroja en
una crítica de Aurora, de Dicenta, en el periódico El Globo,
en 1902, y Azorín lo citó en 1946, en su imprescindible Ante Baroja),
que es, creo, donde está una de las claves del verdadero arte de narrar: “Hay
dramaturgos en cuyas obras nace el conflicto de la intensa comprensión de la
vida de los personajes, como Shakespeare e Ibsen: hay otros que forjan su trama
y después acoplan los personajes a la trama forjada. De esta última clase son
casi todos los autores españoles antiguos y modernos”. En efecto, de eso
se trata: personam tene, fabulae sequentur, podríamos decir, y así
sucede que Soledad, la prima débil, no deja de ser un tipo, pero cuando nace
Nelly, su versión literaria, alemana de padre inglés (Dickens, no ese otro
canalla, también dickensiano), el personaje desata la novela y su carácter
dulce y trágico inspira el afecto que inspiraba Lulú en El árbol de la
ciencia.
Está claro que, por
muchos planos cervantinos que empalmemos, cuando no sale un personaje que esté
vivo la cosa no funciona. Nelly es ingenua y, dentro de su fragilidad,
resistente, decidida. Ama limpiamente a Larrañaga, lo ama porque es bueno,
quizás el padre que no ha tenido, y Larrañaga tiene prevenciones de solterón:
no sabe si lo aman a pesar de que es mucho más viejo o precisamente por eso, y
en este caso tampoco adivina la razón concreta. Y la razón es Nelly, su
necesidad de amparo, pero también su simpatía y su entusiasmo, las que derriten
el corazón de Larrañaga y traen páginas de una ternura poco común. Ternura sin
terneza, emoción sin ser nombrada. Y el resultado es el más civilizado de
todos. El suyo es un amor de beso en la mejilla. Viven juntos, los une la
lealtad, han obviado las alambradas del sexo. Larrañaga disfruta de ver a
Nelly, de protegerla, de orientarla, de ayudarla, y Nelly hace eso que tanto
nos gusta de algunas mujeres: que decidan algo y sientan en consecuencia, y lo
hagan clara, sincera, ilusionadamente. Gran personaje esta Nelly, sobre todo
por lo grande que hace a Larrañaga, que es más héroe cuando vigila que la
muchacha no se le constipe que cuando lanza opiniones como si lanzase chinas en
un estanque.
Pero volvamos a esos
libros que estaban en el cuarto donde se despierta Joe. De Carlyle sabemos, y
también nos lo cuenta Alberich en otro capítulo del mismo libro (un artículo
que yo había leído ya en el clásico de El escritor y la crítica que
editó Javier Martínez Palacio), que tenía su Historia de la revolución
francesa, pero no creo yo que aquí Baroja lo nombre por eso. Más bien por
lo que representa, que es lo mismo que representó para Dickens, esa atención a
lo desfavorable, pero también ese escepticismo democrático, además de por la
atención que Carlyle prestó a la cultura germana y de sus idas y venidas
religiosas. Se habla bastante de religión en esta novela: protestantes,
católicos y judíos se van cruzando en el ambiente tormentoso de entreguerras.
En ese sentido la novela es un reportaje veraz de cómo iba calentándose la
olla, en especial cómo iba creciendo entre los alemanes el resentimiento.
De Molière, y teniendo
en cuenta cómo continúa la trilogía, es decir el plano de Pepita y Soledad, las
primas de Larrañaga, me imagino que tendría El misántropo,
perfecto, por otra parte, para definir el argumento de la novela: un tipo
asqueado de la vida que se ve envuelto, mal que le pese, en intensos líos de
amor.
Y, en fin, con respecto a Gonzalo de Berceo, además de lo que en su época y para él y su generación significó Berceo, me hace gracia pensar que Baroja haya escrito una Vida de Santa Nelly, porque ese personaje es una santa, una criatura protegida por la misma desnudez con que se entrega. Junto a ella, Larrañaga es “el amigo confortable”, como lo llama alguna mujer en alguna ocasión, un personaje siempre muy agradecido. Recuerdo ahora al gran Vélez de El metro de platino iridiado, otra pieza de hagiografía femenina. El amigo confortable es el que quiere estar contigo por simple afecto, que no llega para protagonizar sino para escuchar, para comprender, para ayudar. Aquí el protagonista de la novela se ampara en ese barniz agradable de quien no puede no ser buena persona con la ninfa santa que tiene al lado. Por momentos, al principio, cuando tienen que compartir un mismo cuarto y Larrañaga se tira a dormir al suelo, pensé que Baroja se iba a entregar a una de esas largas ensoñaciones del preparativo erótico para ciudadanos corrientes. Es posible que sacase de la estantería al Arcipreste de Hita con esa misma intención, la del fauno reumático que navega entre las ninfas, serranillas de Rotterdam, unas duras e inflexibles, como Pepita y Margot, otras blandas y enfermizas, como Soledad y Nelly. Si algún interés verdoso, misógino o sarcástico se le había pasado por la cabeza cuando hablaba con sus primas, la ninfa Nelly redime todos sus propósitos.
Y, en fin, con respecto a Gonzalo de Berceo, además de lo que en su época y para él y su generación significó Berceo, me hace gracia pensar que Baroja haya escrito una Vida de Santa Nelly, porque ese personaje es una santa, una criatura protegida por la misma desnudez con que se entrega. Junto a ella, Larrañaga es “el amigo confortable”, como lo llama alguna mujer en alguna ocasión, un personaje siempre muy agradecido. Recuerdo ahora al gran Vélez de El metro de platino iridiado, otra pieza de hagiografía femenina. El amigo confortable es el que quiere estar contigo por simple afecto, que no llega para protagonizar sino para escuchar, para comprender, para ayudar. Aquí el protagonista de la novela se ampara en ese barniz agradable de quien no puede no ser buena persona con la ninfa santa que tiene al lado. Por momentos, al principio, cuando tienen que compartir un mismo cuarto y Larrañaga se tira a dormir al suelo, pensé que Baroja se iba a entregar a una de esas largas ensoñaciones del preparativo erótico para ciudadanos corrientes. Es posible que sacase de la estantería al Arcipreste de Hita con esa misma intención, la del fauno reumático que navega entre las ninfas, serranillas de Rotterdam, unas duras e inflexibles, como Pepita y Margot, otras blandas y enfermizas, como Soledad y Nelly. Si algún interés verdoso, misógino o sarcástico se le había pasado por la cabeza cuando hablaba con sus primas, la ninfa Nelly redime todos sus propósitos.
¡Nueva grandísima faena!
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