Este año la editorial Caro Raggio ha
tenido el buen gusto de reeditar por separado la novela El convento de Monsant, una joya de ciento y pico páginas escondida
en la primera parte del tomo quinto de las Memorias
de un hombre de acción. Ya sé lo que voy a regalar este año por Navidad,
porque además de ser una novela hermosísima, muy importante en la trayectoria
de Baroja, está editada como se merece.
Es importante porque parte de
aquella estética dickensiana de Silvestre Paradox, a propósito de aquel viajero
inglés, José Statford, que aparecía en El mayorazgo de Labraz y en Arte, cine y
ametralladora, de su hermano Ricardo. Pero este propósito, que se nos
recuerda en un prólogo con cocodrilos disecados, como corresponde, no se queda
el la figura de J. H. Thompson, “ex disecador, ex acuarelista, es caricaturista
y vendedor de pasas”, alguien que conserva “la pulpila fría de un hombre del
Norte, acostumbrado, como disecador, a ver la entraña de las cosas”. El lector
pasa la página y se encuentra con una larga y deslumbrante descripción de
Ondara, un pueblo levantino asomado al mar entre las rocas, con un castillo y
un convento y tres calas románticas, suficiente para armar una historia de
raptos y amoríos.
La impresionante marina mediterránea
está pintada por Sorolla, para que luego digan que Baroja solo escribe al
estilo de Zuloaga. Ni uno ni otro más que el sencillo Darío de Regoyos, pero en
este caso Baroja se luce atrapando la luz mediterránea como se lucirá, y de qué
modo, en el maravilloso comienzo de El laberinto de las Sirenas, esa gran novela de la que esta novela corta es
sin duda su más directo antecedente estético.
Y no solo por el mar, por ese arte
descriptivo que en esta novelita llega a su máximo nivel, sino porque tiene ese
aire geográfico limitado, intensamente literario, de espaldas al mundo, en este
caso a la España de Aviraneta, y de frente a un Mediterráneo lleno de velas
latinas y estatuas antiguas, de citas de Goethe y recuerdos de Byron. Los
personajes se funden en símbolos entre el paisaje, como haría, pocos años
después, en Jaun de Alzate y en El laberinto.
Es el Baroja más estético, desde
luego, pero también el más proporcionado, mucho más, a mi juicio, que en La Canóniga, también escondida pero con
mejor fortuna crítica. Navegamos al pairo de la narración, que nunca se apresura,
que siempre describe. Desde luego que en las Memorias de un hombre de acción esta proliferación de descripciones
pictóricas no es nada habitual, al menos no tan frecuentes y demoradas. Las
descripciones del castillo y del convento son de pulida orfebrería, y las de
las olas que golpean contra los peñascos nos recordaba el viaje que Shanti hizo
de niño en una chalupa hasta la cueva aquella, pero las del pueblo, las de la
gente, tienen el aire abigarrado y chillón de las mañanas valencianas, del
cuadro aquel de los pescadores y las redes debajo de la parra. Es un constante
modelo de escritura.
Con eso uno ya tendría más que
suficiente, con ese leve alargamiento elegíaco de sus fraseos, esa discreta
emoción al nombrar imágenes hermosas, sean de románticos acantilados o de
lonjas de pescado. Pero resulta que además la trama, con su aire también
cervantino, está muy bien. En el castillo de Ondara vive el coronel Hervés y su
señora, Kitty, treinta años más joven que él, que “tenía una pequeña
biblioteca, un piano y un arpa, y cuadernos de música clásica y de canciones
populares inglesas”. Lee a Walter Scott, a lod Byron y a Shelley, pero también
a Sterne, a Fielding y a Goethe, aunque estas lecturas parecen como las del
narrador de El gran torbellino del mundo,
el material en el que se inspiró Baroja.
En la isla son desembarcados, por
sospechosos de contagio, tres marinos ingleses, Thompson, un capitán y Mac Clair, que
morirá poco después de paludismo en un infecto lazareto que ellos, como buenos
ingleses robinsonianos, arreglan hasta lo habitable. Pronto se curan los vivos
y, en una tertulia con el coronel Hervés, aparece Eguaguirre, el don Juan de
esta novela, el verdadero hombre de acción. Eguaguirre es un hombre Sterne, un
hombre Fielding, y se enamora de él Kitty, una mujer demasiado Scott.
“Eguaguirre no era de los hombres
que sienten temor a coger las flores del precipicio”, como buen don Juan, pero
también sabe salir de naja cuando pintan bastos, no sin antes dejar su rastro.
Y así hace con Kitty, la joven culta, y con Dolores
la Clavariesa, más morena. Dolores era pretendida por Urbina, un oficial
muy tímido, pero Aguaguirre se metió por medio y el padre de la dama la mandó a
un convento, al convento de Monsant. A Kitty también la enamora, y Kitty, para
que no se la quite la Clavariesa, intenta que Urbina y ella se vuelvan a
arreglar, para lo cual, cómo no, se necesita secuestrar a una doncella del
convento, una verdadera “obra de arte”.
El Capitán le explica bien a
Thompson cuál es ese secreto de los hombres interesantes, por qué Eguaguirre se
las lleva de calle:
Las
mujeres se enamoran de hombres altos y bajos, buenos y malos, raros y vulgares;
pero entre éstos no cabe duda que hay unos que, sin saber por qué, hacen mover
con más facilidad esa maquinaria de afectos, de deseos, de vanidades, de
inclinaciones que hay en una mujer. Esos son los donjuanes, los hombres interesantes,
los codiciados... Y uno se pregunta el porqué. ¿Es que estos hombres tienen una
perspicacia especial para ver los puntos flacos del sexo contrario? No. ¿Es que
comprenden a las mujeres mejor que los otros? Tampoco. Como todos los demás, en
estas cuestiones amorosas disparan su flecha con los ojos cerrados; pero, a
diferencia de los demás, dan casi siempre en el blanco. Ahora usted dirá: ¿Por
qué dan en el blanco? Por la razón sencilla de que la mujer que hace de juez y
de árbitro en el juego está dispuesta a creerque para aquel hombre escogido por
ella donde dé la flecha estará el blanco. Es la arbitrariedad de
la Naturaleza.
Merece la pena no destripar el
final, sobre todo ese giro último, entre cínico y romántico, que toman los
acontecimientos. Aquí, de entre las muchas hermosas descripciones que uno ha
disfrutado en este libro, dejaremos dos: la que quizá más nos recuerda a Shanti Andía y esa otra descripción
sorollesca del pueblo de Ondara. Definitivamente, Baroja no estuvo tan
brillante al colocar la novela en ese tomo de Aviraneta. Con Shanti Andía y con El laberinto de las Sirenas habría formado una de sus mejores
trilogías.
Hacía
un viento vivo; el falucho marchaba rápidamente, con la vela grande y el foque
inflados por el viento, haciendo murmurar las aguas que cortaba con la proa y
dejando una estela de remolinos espumosos.
Doblaron
la punta del Monsant, terminada en un amontonamiento de grandes rocas que
formaban una cueva abierta por ambos lados; entraron en la ensenada y se
dirigieron, en línea recta, hacia el islote del Farallón.
El
islote brillaba al sol, seco, como un trozo de lava, amarillo y rojo, lleno de
rajaduras y de agujeros, sin una mata de verde en los resquicios. Uno de sus
lados estaba cortado a pico; el otro se alargaba en una roca horadada que formaba
un arco, por debajo del cual pasaban las olas.
Dieron
la vuelta al islote, que desde algunos sitios, al reflejar el sol, parecía un
témpano de hielo; acercaron el falucho, a golpes de remo, hasta un canal
angosto, entre grandes piedras, y lo encallaron. El Dragó, el perro de Rabec,
fue el primero que saltó a tierra y subió a la parte alta del Farallón,
espantando a una nube de gaviotas que tenían allí su nido.
Había
arriba, una pequeña explanada en cuesta cubierta de esqueletos de aves.
Thompson
y el Capitán subieron a la explanada y se tendieron a contemplar la costa.
Brillaba
el mar, como una roca azul de diversos matices, bajo el esplendor del cielo
inflamado. El aire estaba tibio, impregnado de esencias salobres. Un delfín
jugueteaba entre las olas.
Ondara
no ofrecía nada de caprichoso ni de pintoresco; tenía un barrio de campesinos y
otro de pescadores. El centro lo formaban dos o tres calles bastante anchas,
con comercios importantes. Paseaban por ellas los señoritos desocupados, los
jóvenes militares, arrastrando el sable, y los curas, con su gran teja y las manos a
la espalda, recogiendo el manteo por detrás. A ciertas horas cruzaban grupos de
mocitas muy garbosas, muy limpias y pizpiretas, que trabajaban en el embalaje
de las naranjas.
De vez
en cuando pasaba algún coche o una tartana de familia rica, y los jóvenes
sabían inmediatamente si era Vicenteta o Doloretes, o el padre o la madre de
una de éstas, la que iba en el carruaje.
Fuera
de las calles céntricas y comerciales, las demás eran rectas, bastante anchas y
desiertas. Las casas, bajas, sin alero, de grandes puertas y rejas pintadas de
verde, se alineaban una tras otra, inundadas de sol, como ensimismadas en la
calma soñolienta.
Los
transeúntes eran escasos.
Sólo
por la mañana se veían viejas vestidas de negro, de ojos desconfiados, y alguna
con su poco de barba, que sacaban una llave de debajo del manto, abrían un
postigo y cerraban después dando un gran portazo, manifestando su desprecio
para el resto de los mortales.
El
barrio de pescadores era lo más pintoresco de Ondara: allí se veían calles
estrechas y en cuesta, con casuchas pequeñas, chozas, barcas metidas en los
corrales y una población marinera expresiva, exagerada y gesticulante. Los
hombres trabajaban, hablando, gritando, en su lengua mediterránea; las viejas,
ennegrecidas por el sol, componían redes y velas, y los chiquillos haraposos,
con harapos rojos, amarillos, verdes, de los colores más vivos, correteaban con
los pies descalzos...
Pues gracias por darme una idea para que me traigan los Reyes, que nunca se me ocurren cosas...
ResponderEliminarEstaría bien, como complemento a los tres tomos de las Memorias de Baroja, un libro infinito sólo de sus descripciones de paisajes y personas.
Esta serie de posts sobre las novelas de Baroja debería convertirse en libro YA. ¿No?
Ay, Ernesto, ¡hay tantas cosas que se deberían convertir en libro!
Eliminar"Tout, au monde, existe pour aboutir à un livre” (Mallarmé)
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