Con la pluma y con el sable es de las mejores entregas de Baroja
para quienes van buscando historia, pero no tanto para los que recolectamos
ficción, porque Baroja reduce o desaprovecha todo aquello que daría para una buena
novela, a saber, el desarrollo de las historias y el de los personajes.
Unos y otras están meramente apuntados, sirven como complemento narrativo, no como
sustancia del relato. Personajes tan estupendos como la Sole o el viejo Etxepare,
que iluminan el relato cada vez que salen, o anecdóticos como el erudito Sorihuela,
o históricos como el nada más que entrevisto Empecinado, quedan en mero apunte,
en lance de pocas páginas, en descripción interesante, pero no prenden, y eso
que los mejores pasajes de la novela (la muerte de Etxepare o la renuncia de la Sole) nos devuelven, brevemente,
una maestría narrativa que por lo demás queda sepultada bajo toneladas de
nombres y apellidos, las facciones carbonarias, los intrigantes absolutistas,
los conspiradores liberales, etc. Pero, salvo el ataque al monasterio de
Arlanza, el fallido rescate de los cuatro sargentos ajusticiados en París y,
sobre todo, la toma de Caspueñas, no se puede decir que en esta novela haya acción.
La acción se consigna, se copia de legajos históricos, pero no se desarrolla,
no se vive. La verdadera acción no va más allá de unos pocos y estimulantes esbozos
narrativos de los que Baroja parece cansarse enseguida. Y así resulta una
novela de acción donde no hay mucha acción, una novela histórica donde todo es historia,
y una novela de grandes personajes sin apenas papel. A esta novela la determinó la
erudición histórica, y el análisis de todas las Memorias de Aviraneta, a partir de ahora, deberá partir de esa consideración:
cuando Baroja se entregue al relato, por muy histórico que sea (Humano enigma, La senda dolorosa) el resultado es magnífico; pero cuando se empeñe
en meter de matute ristras de datos históricos y por ello descuide o meramente
apunte las soluciones narrativas, la novela se cae. Es lo de siempre: si son
novelas, juzguémoslas como novelas, porque, si solo fuesen historia, no estaríamos
hablando aquí de ellas.
La
historia, lo que interesa a los historiadores, arranca con Aviraneta en Aranda
de Duero. Recién desembarcado de América en Bayona, Aviraneta recibe el encargo
de los liberales de que viaje por España para ponderar las fuerzas constitucionales.
En Madrid, visita garitos oscuros y logias masónicas. De allí vaiaja a Cádiz y
a Cabezas de San Juan, en un viaje rápido que le sirve para entrevistarse con
Riego y asistir a su sublevación, y de paso brindarnos un retrato de Aviraneta
por contraste con las virtudes y defectos de Riego.
De
regreso (por esa Sevilla de la que Baroja siempre habla mal, sobre todo en el
siguiente volumen, Los recursos de la
astucia), acude a visitar al Empecinado, que acaba de proclamar la
Constitución en Aranda de Duero. Don Juan Martín nombra a Aviraneta regidor de
la ciudad y se marcha. El Empecinado siempre se marcha. Así como el cura Merino
estaba latente en El escuadrón del Brigante, aquí Baroja hace a Aviraneta brazo
derecho del Empecinado, pero eso no es bastante para profundizar en aquello que
tan bien planteó Galdós en el Episodio correspondiente: la contradicción entre
el guerrillero noble y la canalla que reúne para sus partidas. Bien es cierto
que hablamos ya de un Empecinado de 1820, integrado en el ejército liberal, y
aun dentro de este mucho más digno que O’Donell y que Daly, militares de
carrera, siempre despectivos con quienes hicieron la instrucción entre los
matojos. Ese desprecio sí lo pinta bien Baroja, así como la condición brutal
del populacho, y el Empecinado, en medio, mira como en el cuadro, con decisión
y con un recelo demasiado ingenuo.
En
Aranda, Aviraneta se deja de paños calientes y se convierte, a todas luces, en
el amo del pueblo. Volvemos así a esos inicios de novela en un pueblo de gente
atrasada y ruin, la que había retratado en Caminode perfección, en César o nada o
en El árbol de la ciencia, y que aún
le habría de dar para el principio de La sensualidad pervertida. La gente se
toma como un insulto las medidas de salubridad elemental que impone Aviraneta
para “adecentar las escuelas, sitios sombríos y miserables, para limpiar las
calles y los pozos negros, para sanear las fuentes, poner érboles en los
caminos y unificar las pesas y medidas”, en un ritornello que sembrará la
novela de pesimismo en cuanto al instinto político de las masas.
En
esa primera parte Aviraneta, en un tempo bastante lento para lo que acostumbra
(tempo de primeras partes, hasta que la máquina echa humo y la narración se
revoluciona), Baroja introduce unos cuantos cameos. A Aviraneta lo acompaña su
madre y la Josepha Antoni, su criada vasca. A veces da la sensación de que
Baroja ha terminado un capítulo y sale a ver cómo teje su madre y como zarcea
la muchacha, y las mete a las dos en la novela. La madre se dedica a la
calceta, tiene un severo rigor moral, confía en su hijo y no quiere saber nada
de política. Baroja sonríe.
Aparece
también Schültze, el amigo de Baroja, amigo también de Fernando Ossorio y, como
no, de Aviraneta. Esto sería porque, después de charlar con su madre, iría a
dar un paseo con el suizo, y luego metería una frase de la conversación en la
novela, o se metería a sí mismo, en un curioso desdoblamiento según el cual
unas veces habla Baroja por Aviraneta y otras veces se enfrenta a él disfrazado
de erudito de provincias, en este caso el señor Sorihuela, un numismático que
se creó en el pueblo fama de misántropo enloquecido “para disfrutar de la
libertad”, algo así como la sensación que Baroja debía tener en Itzea.
Da
la sensación en este arranque de que Baroja está mojando el pincel en todos los
colores. Salen incluso dos damas, Carolina y Luisa, que de inmediato nos
recuerdan, en versión patria, a las Corina y Gilberta que se asomaban a las
páginas de Los caminos del mundo, la
entrega anterior. Baroja saca sus objetos barojianos, las tesis fisiognómicas
de Gall, ese tipo de chamarilería con que el autor decora los espacios vacíos
de sus novelas.
Quizá
cabría reprochar que toda esta parte se estanca en apreciaciones sobre el
héroe, en conversaciones especulativas, en hablar de la acción en vez de
practicarla. Todo lo que dice Aviraneta y Sorihuela es citable; sin embargó, o
se cita todo o no se cita nada.
La
acción comienza en la segunda parte, con las revueltas de los guerrilleros
realistas en Burgos y Soria y el cura Merino que se viene con sus tropas desde
Valencia para luchar contra los constitucionales. Un poco demasiado de repente,
Aviraneta detiene al cura Merino, pero lo deja marchar. Las descripciones ahora
no ambientan las conversaciones sino que preparan la acción, como en este caso
con el convento de la Vid, donde Baroja ensaya un donoso escrutinio
anticlerical y escucha alguna estupenda historia como la del Lobo (“toda la
noche estuvimos oyendo el crujir de los huesos del muerto y defendiéndonos
cuando se nos acercaban los lobos”), o inventa señuelos como el San Martín de
palo montado en el caballo.
Aviraneta,
que no ha cumplido aún los treinta años (seguimos imaginándolo como un
cuarentón de colmillo retorcido; seguimos viendo en él al sueño de su creador),
hace un intento de casamiento con Rosalía, del que le disuade su futura suegra,
doña Nona, a menos que deje las armas. También se ve la sombra de Fermina, a la
que Aviraneta había dejado compuesta, pero sobre todo se narra la escabechina
del cura Merino en el monasterio de Arlanza y la defensa del convento de la
Vid.
La
acción vuelve a detenerse, como toca, y en este caso para bien, porque aparece
el mejor personaje de toda la novela, La Sole, que huyendo de un mal apaño
amoroso se marcha a Madrid con Aviraneta. Mientras Aviraneta saca papeles sobre
las sociedades secretas, los carbonarios, los comuneros y demás agrupaciones
entre absurdas y siniestras, y se comporta como un Feijoo galdosiano de veintiocho años, La Sole atrapa la novela en las pocas páginas que
Baroja le concede.
Baroja
parece aquí dudar de qué hacer con la narración. “Aviraneta se hubiera quedado a
vivir en Madrid con la Sole, si el Empecinado no le hubiese llamado para que le
acompañase en la persecución de las partidas de Aragón y Castilla”. En vez de
tomar una u otra solución, Aviraneta, con la Sole, se marcha a París, pero en
medio de sus intrigas políticas, cuando ya no puede tener más tiempo encerrada
a la Sole sin que se enseñoree de la novela entera, Baroja saca al marqués de
Vieuzac, que seduce a la muchacha y la quita de en medio. Pero nos deja un
retrato de París desde su ingenuo, iletrado, fresco y vivo punto de vista, y
alguna que otra carta llena de faltas de ortografía que nos encoge el ánimo y
nos arranca la sonrisa. Esas cartas y la de Teresa, otra probable novia que se
termina metiendo monja, están entre lo mejor de la novela, flotan en el
estanque de los datos históricos, como si se resistiesen a ser engullidas por
la historiografía. La Sole debe formar parte de ese club de Lulú que vamos recopilando con ese tipo de muchachas salidas del pueblo que tanto entusiasmaban a Baroja.
Pero
esas cartas también marcan el final de la novela inactiva, del trenzado de
datos y nombres y apellidos, sociedades, proclamas, rumores, generales, con
algún toque de color que le da la Sole cuando asoma. Por allí aparece, por
cierto, la primera página entera dedicada al conde de España.
La
última parte, magnífica, alterna lo mejor de cada tipo de historia, el rescate
fallido de los cuatro sargentos en las calles de París y las deliciosas descripciones
del jardín de Etchepare, que de algún modo nos prepara para El laberinto de las Sirenas. Saca a Fermín
Leguía, de quien ya sabemos desde el primer volumen, y nos cuenta la historia
del buitre con cencerro. Nos regala una genuina descripción noventayochista por
el camino de Alcalá o escribe las mejores páginas de acción bélica de toda la
novela, el episodio de Caspueñas, previo a la más conocida derrota de Brihuega.
En
esta alternancia del campo de batalla y el gabinete de historias curiosas,
Baroja remata con un episodio siniestro, la venganza de los carbonarios, el
juicio con máscaras al traidor regato Regato, una de esas mojigangas en las que
Aviraneta no cree pero, por su condición de espía, tiene que presenciar e incluso
participar en ellas, y que Baroja repetirá en Los recursos de la astucia.
El
final, con Teresita de monja, tiene un punto de melancolía, de cansancio del
guerrero. La novela deja sensaciones contrapuestas. Baroja usa aglutinante
ficticio para sus legajos, pega con folletines los empalmes de la historia,
sillería onomástica en ocasiones demasiado grave.
Dejamos, en fin, un fragmento nada representativo de la trama bélica erudita, pero si de un tipo de novela que Baroja frecuenta y que a nosotros nos llena de satisfacción, la use donde la use, en este caso el hermoso jardín de Etchepare, cuando Baroja ya se ha hartado de transcribirnos documentos históricos.
El jardín de Etchepare era muy hermoso. Estaba en declive,
orientado al Mediodía, sobre una duna próxima al mar. Tenía alrededor una tapia
más alta hacia el Norte y el Oeste para proteger las plantas del viento frío y
marino.
Etchepare, como jardinero, había buscado el defender su
huerto del aire del mar; pero quería, sin duda, gozar de su vista, y en un
ángulo de las dos tapias altas había construido hacía años un pequeño cenador,
como una garita. El cenador estaba ya deshecho, con las maderas podridas; únicamente
parecía sostenerle el tronco de una glicina añosa, que le estrujaba como una
serpiente con sus anillos.
Desde el cenador se dominaba la costa. Se veía avanzar en el
mar las rocas de Hendaya, luego el cabo Higuer, con su faro, que de noche
brillaba, y más lejos, la costa vasca de España, la isla de Guetaria y el cabo
de Machichaco.
Por el lado de tierra se veía el comienzo de los Pirineos;
cerca se destacaba solitario el monte Larrun, y tras él se alargaban en la
niebla las montañas de Navarra.
A todo lo largo de la tapia, que daba hacia el mar, los
pinos y los cipreses formaban una cortina contra el viento.
En la parte baja del jardín, la más templada, tenía
Etchepare sus hortalizas.
En los rincones, en los ángulos de las tapias, en los sitios
sombríos, Etchepare había plantado rosales, enredaderas, madreselvas, que
cubrían las paredes y las llenaban de hojas verdes y de campanillas ligeras de
varios colores.
En un extremo del jardín se levantaba una alta magnolia con
una gran flor blanca; en el otro, uno de esos arbustos que llaman Júpiter, casi
redondo, se ofrecía a los ojos en aquel momento, con sus mil flores, como una
bola roja llena de pompa y de riqueza.
Al pasear por aquellos caminos, Aviraneta comprendió el gran
amor del viejo Etchepare por la tierra, su culto vagamente panteísta por las
hierbas, los árboles y las flores.
Qué vida la de Etchepare! Sin ambición, contemplativo,
enamorado de la Naturaleza, había pasado allí una existencia tranquila y feliz.
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