La
exposición Sorolla
y los Estados Unidos, en la Fundación Mapfre, es la quinta gran
antológica de Sorolla que uno ha podido ver en los últimos cinco años. A las
imprescindibles de la Fundación Bancaja y y la Visión de España de la Hispanic Society, entre Valencia y Madrid,
se añadía una, muy especial, de cuadros muy pequeños, la mayoría pintados en
las tapas de las cajas de puros, que se organizó en Burgos, otra de jardines amontonados
en su casa museo, y ahora esta, que contiene algo de las otras más unos pocos cuadros que aún no habían vuelto a cruzar el océano.
La
novedad, en este caso, son unos cuantos retratos de señoras norteamericanas,
todas enjoyadas ellas, de cuando los millonarios americanos, envidiosos del
mecenas Huntington, hacían cola para les retratase a sus madres y amantes. Y a
todas las saca frescas, lustrosas, soleadas, con esa habilidad en la
caracterización que permite que el retratado vea sus virtudes y el espectador sus
miserias. La severidad enteca de una madre, la gordura saludable de una dama,
la inocencia mimada de una muchacha. Y unos brocados en las delanteras de los
vestidos que ampliados serían como Jackson Pollocks.
Sorolla
se puso morado de pintar y vender sus miradas valencianas por Estados Unidos.
La intelligentsia crítica europea
tiende a menospreciar, en pleno siglo XX, el retrato de encargo, y, según sea
el cliente, a combatirlo como servilismo vergonzoso. Sorolla sube y baja en las
cotizaciones estéticas (que no bursátiles) según los críticos se despojen de
más o de menos prejuicios. El encargo, la mujer desconocida, es un territorio
muy limitado en donde el artista no puede adocenarse. Las manos blancas de las
damas son en cada cuadro un pie de foto, una historia de su vida y de sus
firmezas y sus ñoñerías, intuidas, desde luego, y precisamente por eso
abstraídas, es decir, elevadas a la categoría de paradigma. Distintas son las
caras de los varios retratos de Clotilde, su modelo de siempre, su mujer, su
compañera, donde el esfuerzo consiste en apresar lo sentido y conocido. En el
caso de las ricachonas, lo que se busca es lo que cualquiera vería, pero sobre
todo que ellas, y sus maridos, que son los que pagan, se vean bien. En todos
ellos hay una ironía que es como esa sobreexposición lumínica de sus paisajes
valencianos. En todos dan ganas de decir ¡Mírala
ella!, con ese doble sentido con que admiramos y criticamos al mismo
tiempo.
Junto
a estos retratos americanos hay unos cuantos paisajes cenitales de Nueva York
interesantísimos, y una colección de apuntes a lápiz tomados en un café que me
atraparon largo rato. Las vistas son espléndidos carteles, y me extrañaría que
la Maratón de Nueva York no hubiera tomado como reclamo una imagen de la
carrera desde allá ribotas. Todas son apuntes, partidas rápidas, pinceladas
sueltas que sin embargo encajan en la mirada como llenas de vida. Es lo que uno
más admira de un artista, que no siempre tenga la coartada de la minuciosidad. Que
en cinco minutos consiga algo perdurable.
Otras
veces le lleva más tiempo. En la exposición hay series de estudios para un
mismo cuadro, en particular dos, las de Colón
saliendo del puerto de Palos y las de Corriendo
por la playa. Cuando uno ha disfrutado tanto con Sorolla se toma la
licencia de encontrar cosas que no le gustan, por ejemplo el cuadro de Colón,
el resultado, quiero decir, porque cualquiera de los estudios preparatorios en
mucho más sugestivo, incluso diríamos que más moderno. Entre sombras de brochazos
gordos aparece el héroe Colón, erguido por el empeño, anubarrado por las dudas,
pero en el cuadro final hay un príncipe cualquiera de sonrisa tonta, con un
grado de perfección que casi se amojama de madracismo.
En
el otro caso, Corriendo por la playa, el niño le salió a la primera, un niño de
principios de siglo que es el niño que (vestido) pintaría luego Norman Rockwell;
ese correr sin técnica, el perneo descontrolado y el tronco echado hacia
delante, que es donde está la infancia del cuadro. Porque las niñas, vestidas,
son olas, ráfagas de viento, velas latinas, sonrisas mediterráneas, mecidas por
el incesante movimiento de las pinceladas. En este caso el resultado definitivo,
el cuadro, sí es la suma condensada de los anteriores, pero a ello se le añade
el mar, el agua en movimiento, cada vez con más colores y más gruesas pinceladas,
desde ese mar al mar de los niños subiéndose a la barca o el de algunos cuadros
de fuentes que ya habíamos visto en esa exposición del año pasado en su casa de
Madrid. Al movimiento por el color. Los reflejos de la luz y el oleaje de las
aguas descomponen la pintura sin afectar la verdad identificable del objeto. La
realidad en movimiento es un deshacerse permanente, una multitud de ráfagas, de
estelas. Nada más empezar la exposición, a mano izquierda, frente al famoso
retrato naturalista de la joven custodiada por la guardia civil, hay una marina
popular, unos niños entre barcas varadas, que es un cuadro de distancia exacta,
de nitidez propia de la memoria, de claridad infantil, que en las cercanías es
de una voluptuosidad matérica fascinante.
Aunque
tengo que reconocer que lo que más me animó era ver de nuevo el impresionante Triste herencia, los niños huérfanos, la
mayoría tullidos, sus cuerpos macilentos, apacentados por un fraile de hábito negro,
que chapotean con sus muletas en un mar desapacible, sin sonrisas de luz. El
cuadro es de grandes dimensiones, y la iluminación de la sala verdaderamente
lamentable, con focos que velan el cuadro y proyectan las sombras del marco
sobre la pintura, pero aun así se ve al Sorolla encapotado, al Sorolla Zuloaga,
al gran pintor que si no era más siniestro era por un exceso de piedad y porque
las nubes lo deprimían. Los otros paisajes oscuros
de la exposición son una vista fluvial de Asturias algo decimonónica y un
paisaje americano pintado como sin ganas. Sorolla era la luz del sol, y hasta
en las escenas de Biarritz luce con alegría restallante. Con esaTriste herencia, por su excepcionalidad
tenebrosa en la obra de Sorolla, uno tiende a pensar que fue para el autor un
mal trago necesario, un dictado de la conciencia y de la reivindicación artística:
“Si no hago esto así de bien más a menudo”, parece decir, “es porque lo paso
fatal”.
Sorolla
está definitivamente por encima de esos dengues de moral estética. Lo mismo que
le ha perjudicado durante décadas, su aparente poco rigor intelectual, su fácil
superficialidad, es lo que lo consagra como un pintor verdadero. A mí no me
avergüenza decir que en los cuadros busco la fascinación de lo que no sé hacer,
la maestría de quien maneja los pinceles como quien lava. Por eso babeo con
Velázquez y con Sorolla, porque son pintura, pinceles inquietos, naturaleza
viva.
No
me canso de Sorolla. Es el retratista de la edad de oro y de una idea de
felicidad que no desdeña la elegancia pero se conforma con la sombra traspasada
de un parral, entre el murmullo de las olas y el griterío de los pájaros y de
los niños. Sorolla es un mundo aparte, uno de esos países completos a los que
nos vamos exiliando.
Mejor que yo sabes que el retrato en pintura (quizás el primer clásico entre los géneros del pincel) se parece al retrato literario (del que Baroja o Galdós o la Pardo Bazán fueron maestros) en que es imprescindible una presentación convincente del personaje. El espectador, en sentido orteguiano, debe preguntarse por el retratado aplicándole cada una de las diez categorías de la lógica aristotélica: Sujeto, Cantidad, Cualidad, Relación, Lugar, Tiempo, Situación, Estado, Acción, Pasión. Cuando vas por la quinta, la vigilante de la sala empieza a mirarte como a un bicho raro… Es una exageración, por supuesto, pero un buen ejercicio y la prueba del algodón. A mí me parece que los retratos por encargo de Sorolla soportan con talento y oficio las categorías. ¡Los personajes de las clases altas norteamericanas eran así y las señoras siempre dan para mucho! Un maestro hace compatible el halago del encargo, la pompa y circunstancia, con la verdad de la obra, de la cual no podría prescindir aunque quisiera. Yo creo que Sorolla también aquí acierta. Por lo demás yo tampoco me canso del valenciano luminoso, a mí también me parece un grande de España como los que citas.
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