Quizá de todas estas entregas de las
Memorias de un hombre de acción en
las que agavilla novelas cortas, y que tantas agradables sorpresas nos ha traído
(y lo que nos depara la última de ellas, Las
furias, con el estupendo Pepe Carmona), El
sabor de la venganza es la que tiene una estructura general más cuidada. Baroja no se limitó esta vez al mero
agrupamiento. Ahora el orden narrativo nos recuerda más bien a esos trenzados
de vidas que se cruzan tan habituales en la literatura contemporánea, sobre
todo la cinematográfica. Para los amantes del encaje, que son los que con más
displicencia suelen hablar del orden barojiano, esta novela es un ejemplo de lo
que podríamos llamar novela por mitosis,
en la que, como en las células, una parte menor, un personaje secundario de una
célula, se separa y forma otra de iguales dimensiones, pero lo hace de modo que
comparte argumento con la historia de la que procede.
El método, claro, viene de
Cervantes, uno más de los varios recursos y alusiones cervantinas que hay en
este libro, demasiado compacto para llamarlo conjunto de novelas cortas, a pesar de que una de ellas, El crimen de la calle de Misericordia,
haya conocido algo más de celebridad autónoma, digámoslo así, no solo porque se
reeditase seis años después, en el primer número de La novela mundial, sino porque
Eugenio de Nora le colgó un sambenito favorecedor, el de ser una historia
inspirada en los cuentos de Poe, algo que, por cierto, ya dijo, allá por 1900, su
primer crítico, Miguel de Unamuno, cuando Baroja publicó Vidas sombrías.
El marco general del libro son las
historias que Aviraneta cuenta en su retiro de San Leonardo, en Soria, a unos
pastores que lo escuchan junto al fuego, con quienes está también Leguía, que transcribe
la historia. Aquí, pues, Leguía es trascriptor de un relato oral, de unas
historias que asombran y entretienen a un auditorio iletrado, es decir, el
grado cero de la narración, el principio de la cosa, su pilar fundamental.
Cuénteme aquella historia, os voy a contar una historia. Eso es todo. Eso ha
sido siempre todo.
A estos pastores cervantinos
Aviraneta les habla (nos habla) de los días de 1834 en que estuvo preso en la
Cárcel de Corte. La primera de las cuatro historias que componen a partir de
entonces el libro es en realidad una larga introducción descriptiva del
ambiente en la cárcel. Si Baroja hubiese tenido la intención de escribir una
sola novela que sucediese allí, habría empezado del mismo modo, como ha hecho
ya en Con la pluma y con el sable y
hará con más frecuencia, de ahora en adelante, en las novelas largas. En este
caso Baroja nos pasea por un ambiente de subsuelo dostoievskiano con figuras
solanescas de pícaros y maleantes, más algún rebrote de personajes
anteriores como el del bienintencionado
padre Anselmo, no tan interesante como el padre Chamizo, quien sin embargo
reaparecerá in absentia hacia el
final de la novela.
La narración empieza en la segunda
historia, cuando el joven Miguel Rocaforte ingresa en la cárcel. Se le acusa de
haber robado la cartera de un tal Castelo, que se la dejó, metida en el gabán,
en la silla de un casino. Cuando la policía fue a registrar al muchacho, este
se negó, lo que constituyó prueba suficiente para meterlo en chirona. Aviraneta
dedujo enseguida la superchería y, muy en Dupin (más que en Holmes), averiguó
que Castelo había perdido el dinero en una timba y después fingido el robo. Y
también se enteró la policía, en este caso el policía García Chico, personaje
real que acabó ejecutado por la gente en la plaza de la Cebada, junto a la
Fuentecilla, donde ahora, en 2015, se sientan los mendigos a tomar el sol.
García Chico tomó declaración a Castelo, sacó de la cárcel a Miguel Rocaforte y
echó tierra sobre el asunto.
Este García Chico, al parecer,
conocía a Paca Dávalos, camarera de María Cristina, que a su vez vivía en
régimen de ajuntamiento con el farsante Castelo. Al policía no se le ocurrió
otra idea más que extorsionar a la Paca para que se acostase con él, con la
amenaza de sacar la confesión de Castelo, su marido de facto, y meterlo en la cárcel. La Paca tragó y Castelo no tardó
en enterarse, ni tampoco en intrigar contra García Chico para que, en una de
las revueltas populares de 1834 (era la época de la matanza de los frailes de
San Isidro), un piquete de toreros capitaneado por un tal Muñoz lo fusilase en
ejecución pública, para regocijo de unas viejas furias muy tricoteuse que atarán las
historias de la siguiente entrega, Las Furias.
La tercera historia nos cuenta qué había
hecho Miguel Rocaforte antes de ir a la cárcel. Abundan en esta parte de la
obra barojiana los personajes que empiezan siendo donjuanes tan altaneros como
atolondrados pero se redimen poco después como tipos interesantes, que es lo
que pasó con Lacy o con Tilly en La veleta de Gastizar. Miguel es, en este caso, y más en 1834, un romántico de
reglamento con métodos cervantinos. Nada más llegar a Madrid, va a parar a casa
de un comerciante avaro, don Tomás, patrón también de una sanguijuela miserable,
El cuervo, que odia a Miguel por ser
joven y fuerte. Miguel tarda poco en enamorarse de la mujer del jefe, Soledad,
y se mandan cartas con una cuerda desde el sotabanco, que es lo que hacía, al
revés, el capitán cautivo con Zoraida, y lo que también haría después Fabricio
del Dongo con la hija del alcaide de la prisión.
Así que, cuando Castelo acusó a
Miguel de haberle robado la cartera, este no quiso ser registrado para que no
saliesen a la luz sus cartas de amor con Soledad, y eso, su caballerosidad –y su
prudencia- lo llevaron a la cárcel. Pero luego, al salir, lo esperaba el marido…
El asesinato que traman él y El Cuervo sí tiene varios toques de Poe. Recuerda
un poco al Tonel de amontillado,
menos morboso, más Pepe Gotera y Otilio, y luego incluye una alucinación del
jefe, que, perseguido por las erinias del remordimiento, no deja de oír el
grito que dio Miguel al caer por el agujero de la bodega. El final podría ser
romanticón y Bécquer, pero reaparece Zapata, compañero de Miguel, quien ya al
principio del libro conjeturó que Miguel había ido a la cárcel por una cuestión
de amor, y se carga a don Tomás de la manera más cómica y romántica posible:
vestido de fantasma (con una sábana) le da un susto de muerte. El final de
Castelo y la Paca no fue más noble, incluido ese eco dickensiano de la muchacha
que va a visitar a la madre destruida. No es el único. La casa de la calle de
la Misericordia también tiene escalones entre las habitaciones, como en Bleak house.
La última historia vuelve a rescatar
a un personaje secundario, pero no de esta historia sino de La Isabelina, si no recuerdo mal, aquel
Gasparito que se hacía el enfermo delirante para confundir al padre Chamizo, y
que, como todos los personajes nobles y astutos que aparecen por la cárcel,
entra bajo la protección de Aviraneta. Este Gasparito es, a su vez, amigo de
Adán, personaje real que inspiró a Espronceda El diablo mundo, un muchacho hermoso y débil que cayó en los
abismos de la perdición. Durante el Carnaval (¡en la cárcel!), un mafioso sarasa
(la homofobia de Baroja no admite paños calientes), el Fortuna, se atrae al
bello Adán y Gasparito tiene un encontronazo con él, como aquellos del Valencia,
una escena de puñaladas breve y brillante. Quizá esta escena y los delirios de
don Tomás son los dos fragmentos que yo incorporaría a una antología barojiana,
no así el final histórico, lo único que interesa a los críticos de novela
histórica, y que poco mencionan los historiadores de la literatura.
Al parecer ese final histórico, el pronunciamiento
de la Milicia Urbana en Madrid y el papel de Aviraneta, pertenece a la
documentación que le sobraba. La novela ya ha terminado y Baroja le añade un
festón histórico con la traición del general Quesada. Pero el libro, la novela,
porque sí es una novela y no un manojo de historias, ya está terminado, y solo
queda decir aquello que al principio era lo único que había que decir.
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