Aunque no sea una película redonda, creo, Calvary es muy interesante, que es
bastante más de lo que se nos suele dar para comer. Incluso podría decirse que
ese deslavazamiento es otro factor estético añadido, una deliberada propuesta
narrativa, no muy original pero sí muy conseguida.
La
novela nos cuenta el calvario por el que pasa un cura en un pueblecito del
noroeste de Irlanda. Nada más empezar, como en las buenas tragedias, se nos
cuenta el final que el protagonista no podrá eludir, y ese cumplimiento es
quizá lo más sorprendente de la película, acostumbrados como estamos a un mundo
de falsos perdones. El cura ha sido designado como víctima del sacrificio para
redimir, o por lo menos vengar, si es que se puede, las culpas de la iglesia
irlandesa, al menos de aquella iglesia consentida que aprovechó el autosatisfecho
fanatismo católico para torturar sexualmente a niños durante décadas. De hecho,
el verdadero culpable había muerto de viejo sin que nadie le reprochase nada.
La
película es, a partir de ahí, una parada de monstruos. Los personajes son
encarnaciones de la podredumbre moral: el especulador obscenamente rico que no
encuentra motivos ni para despreciarse a sí mismo, el policía depravado que
parece más un capo de pueblo que un guardián del orden, la mujer enferma de
despecho que exhibe su triunfo contra el pecado, el médico que apaga las colillas
en las vísceras de sus pacientes, la hija abandonada por la debilidad egoísta
de su padre, el cornudo apaleado que se pasa el día destazando sus propios
recuerdos, el chapero endemoniado, obsceno y resentido. Todos, excepto, quizá,
el viejo escritor y el niño pintor, ambos salvados por la soledad y la
imaginación, son fantoches exagerados, sujetos repulsivos de un humor
descarnadamente cínico. De fuera llegan también dos mujeres devastadas pero aún
no corrompidas. La propia hija del cura (que tomó los votos al enviurdar) y una
joven viuda repentina que estaba de paso. Pero dentro del pueblo, o en la
provincia, no se salva ni el otro cura, un idiota irrelevante, ni el obispo, un
diletante del placer.
Lo que
no me acaba de convencer de la película es que todas estas figuras son tan
expresivas como planas. Están poseídas de una inmoralidad desesperada y un
comprensible rencor. No tienen recorrido, pronuncian las palabras propias de la
idea que representan, no se ve en ellos lo que fueron antes de ser ni lo que al
mismo tiempo también son. Más que personajes, son ejemplos de conducta salvaje.
Bien es verdad que todos están borrachos la mayor parte del tiempo y flota en
ellos, detrás de su sonrisa achispada y el afecto por la broma hiriente,
faltona, una violencia destemplada, y eso, tratándose del noroeste de Irlanda,
es muy realista.
Todo
está al servicio de un cura bueno que paga (él y su perro)
los pecados de los curas malos, pero en su calvario los conoce a todos, e
intenta comprenderlos, y cae más de una vez víctima de la exagerada carga de su
cruz, y es consciente de que todo el odio que se posa sobre él es tan injusto
como justificado. Con un actor menos verosímil o que ocupase menos pantalla no
creo que la cosa hubiera funcionado. Los desechos danzantes de alrededor
necesitan el contrapunto de un gran hombre, en todos los sentidos, y ahí
Brendan Gleeson está estupendo. Más de una vez, en las escenas que comparte con
su hija, deseé que se callasen los frikis y la película siguiera con ellos dos,
si acaso con el escritor o con el niño, es decir, en otra película que no fuera
tan cruda. Pero la película, la idea, era cruda, y esas imágenes ventosas de
lluvia recién terminada, que me recordaban al desasosiego que sentí en Rompiendo las olas, son, en conjunto, un
retrato muy acabado de un problema y de un carácter compartido, pero no de unos
personajes. Claro que muchas veces basta con uno solo, en este caso el protagonista,
pacientemente sometido a la liturgia tétrica con la que se ordenó sacerdote.
La
película da que pensar, desde luego. Sabemos que todo es exagerado, pero
transparente para que detrás veamos la sencilla realidad de donde mana, en este
caso un cóctel de crisis económica y degeneración moral. Uno termina pensando
que los personajes son como son para mostrar la obra de la iglesia católica
irlandesa, el tipo de conciencia que ha alimentado, los monstruos que ha
producido. Un solo cura, por honesto que sea, es poco para redimir semejante
valle de lágrimas.
Conforme
vas quitando capas la película crece como idea, que es a lo que aspiran las
parábolas, no a que disfrutemos de su complejidad estructural. Calvary es una
yuxtaposición de personajes, una serie de testimonios rematados con carpintería
de western posmoderno según el método del ¿seré yo? evangélico, por cuanto hay muchas víctimas de una educación demencial que podrían empuñar el cuchillo del sacrificio. Todas son el resultado del entorno católico ventoso, con un
sentido del determinismo tan negro como el del humor. No se
trata de individuos arrastrados por un drama, sino de que por aquella zona
deben de ser un poco así.
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