4.5.19

La broma de los marianos


En 1924 Pío Baroja viajó a Granada en compañía de José Ortega y Gasset y el pedagogo Domingo Barnés. Comoquiera que Baroja hiciese algún comentario jocoso sobre el frío de Granada, algún gracioso le envió al hotel unos calzoncillos marianos para que se abrigase. A Baroja no le sentó nada bien, parece ser, porque quizás a ello se deba el tono poco admirativo con el que habló de la ciudad en La nave de los locos, publicada al año siguiente.
A partir de esta anécdota, María Bueno despliega un documentadísimo estudio de aquella visita, con abundancia de cartas y artículos de la época, para comparar la visión que tuvieron Baroja, Lorca y Juan Ramón de la ciudad nazarí, y lo que unos dijeron de los otros. Baroja era ya desde hacía tiempo una celebridad, y aunque le gustaban tanto los gitanos del arroyo como poco los flamencos, la consideración en que se le tenía entonces no podía ser sino respetuosa. Quizá por eso Lorca se quejó abiertamente de que la acogida que la ciudadanía granadina había brindado a los escritores hubiese sido tan tibia. Eso por no hablar de los marianos…
Pero leyendo el libro de Bueno hay otra circunstancia que se cierne sobre aquella época y que quizá tuviera algo que ver en el asunto de los calzoncillos. Por mucho que discutieran, Ortega se portó muy bien con Pío Baroja. Sus viajes por media España coinciden con una época difícil: a sus problemas prostáticos, que acabaron en el quirófano, se sumó una mala baba muy española y en las frases hechas sobre el escritor se coló la palabra adusto. Su ánimo se resintió, aunque en los libros de la época, Jaun de Alzate, El laberinto de las sirenas, dos obras maestras, el tema se sublima en una especie de resignación mitológica. De modo que cabe preguntarse si la mala baba madrileña no había llegado hasta Granada…
El comentario de Baroja tampoco era para tanto. Dijo, comenta Bueno, que «los reyes de la Alhambra debieron quedar agradecidos cuando se fueron, por librarse del frío». Estas bromas eran habituales en él. Cuando pasó por Teruel, en 1922, como también recuerda Bueno, dieron un paseo por la ciudad y vieron, en una iglesia (acaso la desaparecida de San Juan, habría que mirarlo), una imagen de San Lamberto, con la cabeza cortada entre las manos, ante la que Baroja, delante de las fuerzas vivas anfitrionas, exclamó: «¡Mira, como Unamuno!». Por cierto que el estupendo reportaje de uno de los asistentes en el periódico local también es bastante sarcástico con la visita, pero no tanto con Baroja como con Ortega, del que abiertamente se mofa. Quiero decir que esta mezquindad provinciana era parte del prestigio que las celebridades tenían cuando salían de casa. Nos permite ir buscando en los periódicos las andanzas de unos y de otros, algo que ahora me temo que resultaría imposible. Desde el punto de vista de los sufridos intelectuales locales, eso de hacer de coro a las visitas no siempre debía de resultar agradable, por más que fuera precisamente una asociación juvenil la que mostrara en público su adhesión a Baroja. Los viejos, mientras tanto, iban a comprarle los marianos.
Por el rebote que dio luego en La nave de los locos, estoy por sospechar que la broma era un poco más pesada. Pero lo bueno es que el ambiente que documenta María Bueno tenía más bien que ver con lo que, a fin de cuentas, Baroja pudo ver: el reflejo de la Granada orientalizante de los franceses. Los viajes de Merimée o de Flaubert no le interesaban tanto como los de George Burrow. Los viejos lo llamaban «nórdico», pero los jóvenes lo leían. Y por otra parte Baroja (los Baroja) tienen una relación afectuosa con Andalucía, y no solo por la Córdoba de La feria de los discretos (donde estuvo con Regoyos, creo), que María Bueno aborda en la primera parte de su ensayo con información muy relevante, sino por la Málaga de Thompson o de las otras novelas que trata Bueno (en especial, quizá, Los visionarios), a las que se podría añadir la primera parte del Diario de Pepe Carmona.
Un vasco en la corte nazarí hurga en la relación de Baroja con esa misma España que describía, más allá de su tierra vasca, o la condición de personaje público todavía incómodo para el casino humeante, pero no para las revistas modernas, e incluso su relación con otros grandes nombres de su época, profesionales que se zaherían por escrito y luego se invitaban a merendar. Este Baroja de los años 20 es quizá donde más haya por hacer, primero porque encadenó un puñado de novelas extraordinarias, de pleno apogeo, en las que culminó trayectorias anteriores y abrió nuevas vías para el resto de su obra, y segundo porque, entre unas cosas y otras, fue un momento climático en su vida. Viajó más que nunca, y aunque tampoco creo que fuera buscando que lo llevasen bajo palio, su relación con las gentes de los lugares tenía algo de cordialidades compartidas. La gente leída era consciente de que Baroja podía regalar a una ciudad una novela memorable, para bien o para mal, una tradición —otra— que heredó de Galdós, a quien no creo que le hayan dedicado una calle en Zaragoza, por ejemplo. Tampoco es lo mismo la Córdoba de La feria de los discretos que la Barcelona de Las furias. Forma parte del provincianismo la ofensa previa, el qué se habrá creído ese. En Cuenca, por ejemplo, ambientó La Canóniga, que forma parte de Los recursos de la astucia y que a juicio, precisamente, de Ortega es una de sus mejores piezas, y sin embargo en la ciudad es poco conocida. En otros lugares, como Mirambel, del que escribió páginas muy hermosas pero tampoco habló bien (Baroja, en el fondo, no podía con el secano), se organizan lecturas y recreaciones históricas. Se conoce que en los pueblos son más agradecidos que en las capitales de provincia.
María Bueno se hizo barojiana porque descubrió a Andrés Hurtado y el País Vasco. Desde que al padre de María lo mandaron a la mili al mismo sitio al que mandarían luego a Muñoz Molina, según cuenta en Ardor guerrero, hasta que Bueno hizo un viaje parecido —más cómodo— para asistir a congresos universitarios, pasaron tantas cosas que cuesta creer que hablemos del mismo país. La generación nacida en los 60 todavía pudo hacerse en el instituto preguntas importantes junto al viejo Iturrioz. En provincias viajábamos a bordo de los libros. Ahora, quizá también gracias a Baroja, nos pasamos la vida cruzando el mapa. Algunos nos hemos hecho barojianos, y la barojianidad de este libro consiste en ese mismo hurgar en documentos antiguos, en hacer gestiones para conseguir dos libros viejos, en llamar la atención sobre tipos curiosos, pensábamos que incompatibles, y en creer, con Baroja, que lo mejor de la historia son sus anécdotas curiosas.

María Bueno Martínez, Un vasco en la corte nazarí, Pamplona, Ipso, 2019, 93 p.


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