No me había dado cuenta, y eso que lo sabía, de un detalle compositivo de Sánchez Cotán que ahora me parece de la mayor importancia, y es que el pintor, sencillamente, no utiliza la composición, al menos no a su antojo. En los bodegones de Sánchez Cotán las jambas y el alféizar que enmarcan los alimentos dentro del cuadro pertenecen a un hueco en la pared, el que se hacía antiguamente en las cocinas justo donde pasaba la corriente de aire, para dejar allí los alimentos y que se oreasen. Quizá es un hueco en el muro de la bodega, porque el fondo es muy oscuro, o arriba, en el granero, en un pequeño torreón con dos ventanas, como se secan los jamones. En esos huecos, según leo en el catálogo Pintura española de bodegones y floreros (Museo del Prado, 1983), los elementos más perecederos, las pomas, las uvas, las piezas de caza, se colgaban del dintel, una por una, para que no se tocasen. Ya se sabe que la podredumbre se acelera con el roce, por eso los fruteros habituales dan sensación de frescura pero también de finitud, de momento. ¿A cuántos de los fruteros que sirvieron de modelo no hubo que cambiarles algunas piezas, porque se ponían pochas o les salía el vello blanco de la descomposición, antes de que el artista terminase de pintarlos? Con esta disposición de Sánchez Cotán, sin embargo, las frutas duran más, y nunca más que una de ellas parece recién cogida. Las demás llevan días, distinto número de días, y están más o menos resecas, más o menos acartonadas, más o menos lozanas. Entre ellas establecen una línea de tiempos que es el tiempo que, como el aire fresco, discurre por el cuadro.
Sánchez Cotán se limitaba a pintar los frutos en su sitio, una actitud parecida a la que tuvo Antonio López cuando pintó un frigorífico abierto. Los cuadros de Cotán también están pintados en un frigorífico, en su lugar habitual, y su disposición no responde al capricho o el gusto del pintor sino que es la mejor manera de ponerlos si quieres que quepan todos y no se toquen unos a otros. Los grandes (los cardos) están a un lado para apoyarlos en la pared, y los pequeños cuelgan solos, a la misma distancia unos de otros, para que el aire penetre y abrace a todos los frutos por igual. Por supuesto que decidió que el lugar de la camuesa tenía que ser el centro y el del limón una esquina, porque necesitaba su luz, pero la posibilidad de poner en un lugar o en otro los alimentos estaba muy restringida. Solo tenía que pintar el bodegón que hubiese en la cocina, la despensa, la fresquera, tal y como allí reposan las hortalizas. Unas, las de piel más dura, las zanahorias, los cardos, los pepinos, pueden apoyarse en el alféizar y en las jambas, pero los más perecederos penden de una guita colgada en un dintel que solo se ve en uno de los cuadros, el último que se le atribuyó, el de los floreros.
El margen de maniobra es muy escaso, y eso le da al cuadro mucha verdad. No ha pintado frutas y hortalizas sino el bodegón que hay en la cocina, el hueco que va cambiando con las estaciones. Cada mañana, o cada tarde, el monje sube a la despensa, a lo más alto del convento, y entorna el cuarterón de una ventana y cierra todos los demás, hasta que consigue que la luz corte la sombra, pero no la inunde. O baja a la bodega, a la misma tierra, y regula el respiradero con una tabla o con una piedra. Y pinta.
Nada está amontonado, y si las zanahorias aparecen unas encima de otras es porque así todas, salvo una, la que descansa en el alféizar, reciben más aire que si uno entero de sus lados tocara el suelo. Me es imposible a partir de ahora no distinguir entre bodegones cuyos elementos han sido extraídos de su sitio natural, o cambiados de sitio, dispuestos por la mano del pintor, o aquellos que el pintor encontró en la naturaleza, por así decir, en los usos y costumbres del convento, en la manera de aprovechar el aire y alargar la lozanía de los frutos. No tuvo que tocar nada porque, por mucho que pusiera adrede el limón en la esquina, era una de las posibilidades de la costumbre, una de las combinaciones a las que un monje no pintor, el despensero, podría llegar quitando unos alimentos y poniendo otros. El autor contempla, no ordena. Queda su mirada, no sus manos. Sus manos están en la casi inverosímil precisión de sus pinceladas, eso sí, nunca hiperrealistas, nunca más allá de lo que podemos ver. Su mano gobernadora solo está, en todo caso, en el ángulo de abertura del cuarterón, pero hasta eso puede deberse a unas condiciones meteorológicas determinadas.
Es una lección de realismo. La realidad se hace a sí misma, no es necesario ponerle orden ni sacarla de su sitio. El misterio está en esa bendita sensación de tiempo y de silencio, en la humildad conservera. La verdad está en el frigorífico. Y así casi todos los otros bodegones realistas de pronto nos parecen abusos del pintor, abstracciones en el mejor de los casos. Los holandeses, además, empachan con su sobreabundancia, con sus cangrejos rojos y sus pescados azules, sus vacas hechas pedazos y sus floreros empavonados. Los caravaggistas fabrican centros de mesa, fruteros para comidas opulentas. Cualquier maca es un intolerable aviso de la muerte, que se queda para los pintores truculentos en cuyos cuadros todo está medio podrido. Lo de Sánchez Cotán, en cambio, es vida, es vida cotidiana, objeto estable de contemplación, tiempo en diferentes velocidades, amor a los frutos por sí mismos, en su aireada singularidad, y sobre todo a los frutos que nos dan de comer no en el abundoso final del verano sino en los lentos meses del otoño y del invierno. El demiurgo desaparece para que sus manos no rocen la vida y la puedan estropear.
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