La extensa obra de Galdós juega en ocasiones en su contra. Hablamos de un escritor que antes de cumplir cuarenta años ya había escrito La desheredada y El amigo Manso, y muy poco después esa obra maestra absoluta que es Fortunata y Jacinta. Pero a Galdós aún le quedaban otros cuarenta años de escritura sin interrupción, desde las novelas espiritualistas a su abundante producción dramática, pasando por las tres últimas series (dos y media) de los Episodios Nacionales, en las que abundan las pequeñas joyas.
Yolanda Arencibia, su última biógrafa, ha optado por ceñirse a las proporciones del tiempo, y su repaso de los años 80, la época de las novelas contemporáneas, resulta quizás un tanto desigual (le dedica más espacio a El crimen de la calle Fuencarral que a Fortunata y Jacinta), con interpetaciones que al lector de Galdós pueden incluso resultar chocantes por superficiales, y con piezas (Gerona) a las que no se da como novelas la importancia que luego sí se les concede como obras de teatro. Tanto Gerona como El doctor Centeno son, a mi juicio, elementos clave de la evolución estética de Galdós, aquí algo solapadas por la descripción del argumento y las consideraciones demasiado generales; y algo parecido sucede con la gran Lo prohibido, donde yo no había visto ese análisis de la psicología masculina y sí un espléndido y variado retrato de la femenina, o con Miau, en la que Víctor, el personaje que da sentido a todo, apenas tiene importancia, o, en fin, en la propia Fortunata y Jacinta, con la que Arencibia parece cubrir el expediente dando la tarea por imposible.
En toda esa parte de la biografía (los primeros 40 años) los datos son conocidos y solo cabe apurar un poco los vínculos canarios del autor, los amorosos (algo del tiempo que la autora dedica a la joven y desgraciada Sisita podría habérselo dedicado a Fortunanta), una condescencencia difícilmente justificable con algunas de los heroínas de Galdós, sobre todo con la impresentable Rosalía de Pipaón, y la dedicación estrictamente proporcional a otras tan interesantes como la gran Refugio de Tormento. Si uno sigue las fechas en la biografía de Ortiz-Armengol, la diferencia es la descripción de las obras, pero entonces habría que compararlo con la obra de Montesinos, que es una seria interpretación de conjunto.
La más larga segunda parte de esta biografía, sin embargo, sobre todo desde su análisis de Ángel Guerra, resulta mucho más interesante y esclarecedora. El manejo de la ingente cantidad de cartas que dejó Galdós, la selección de las citas (en la primera parte algunas eran demasiado largas y gratuitas) y la reconstrucción de las idas y venidas del autor obran en pie de igualdad con el análisis de sus últimas series de Episodios, la reivindicación de algunos especialmente brillantes, pero sobre todo con la idea de un Galdós hombre de teatro, que es otro de los fuertes vínculos que unen el XIX y el XX en nuestra literatura.
En eso la biografía da una imagen justa que por unas cosas o por otras nuestra historiografía de la literatura mantenía un poco desdibujada (quizá por hacerle a las novelas contemporáneas más caso del debido, quién sabe). En El amigo Manso ya está el futuro Unamuno (y así se lo reconocía por carta don Miguel a don Benito), y Ángel Guerra es la novela que hubiera querido escribir el bilbaíno de Salamanca, aparte de que en ella ya esta media de la barojiana Camino de perfección. Y en el teatro de Galdós tiene Unamuno referentes demasiado claros como para tener que aprender danés en sus ratos libres, y no solo por Electra. El tema de por qué le dieron la espalda los del 98 está ya muy trillado y Arencibia no hace sangre: tanto Unamuno como Valle-Inclán se ofendieron porque Unamuno no puso alguna de sus obras en El Español cuando era director. Era un contemporáneo, pero infinitamente más cercano a esos jóvenes altivos que a los Echegaray, Tamayo y Baus y otras cacatúas de su tiempo, tan solo diez años mayores que él. El 98, en fin, empieza en Galdós, y esta biografía invita a tenerlo claro. Tanto Valle-Inclán como Baroja tuvieron un modelo en la tercera serie de los Episodios, el modelo del material histórico al servicio de la libertad compositiva. En ese telar cabían sus modernidades. Incluso daría que hablar su pionera forma de escribir libros de viajes, su atención al paisaje, comparada con la muy prolífica de Unamuno o la casi constante de Baroja, por no hablar de Azorín.
Estos portentosos últimos cuarenta años están contados en la biografía de Arencibia con meticulosidad postal. No deja borrador por escrutar ni pieza por catalogar, almibarado todo por los amoríos de don Benito, siempre tan caballerosos. Arencibia dedica su tiempo a los cuernos que le puso Emilia Pardo Bazán en Barcelona, y a la Fortunata Lorenza Cobián, o a la escandalosa Concha, que no lo dejaba en paz, o a la sobria Teodora, incluso a otra Concha diferente de sus últimos años, cuando ya estaba medio ciego y hecho unos zorros, pero seguía latiendo su espíritu conquistador…
Un poco demasiado melosas estas incursiones en la vida sentimental de don Benito, interesantes porque caminan sobre el delgado equilibrio de dignificar a sus amantes y ponderar la modernidad de las relaciones, sin entrar jamás en que Galdós, como muchos otros señorones de su tiempo, tenía queridas pobres a las que ponía un piso, talmente como Juanito Santacruz, o, si se quiere, como Evaristo Feijoo. En estos tiempos de juicios retroactivos, hace bien Arencibia en edulcorar aquellas formas de poliamor, incluso a costa de desaprovechar unas cuantas anécdotas de don Benito algo verdosas que en este caballero impoluto, algo desmanotado con el dinero —demasiado generoso— pero ideal en sus afectos y sus lealtades, quedarían como una mancha en el traje.
Y así nos queda la imagen de un autor que supo desde muy al principio que le apetecía pasar el resto de su vida escribiendo cinco horas diarias, que publicó a destajo para pagar los gastos de sus sueños y las intendencias de su amor, e independizarse de sus parásitos y disfrutar en la idílica San Quintín, y que dejó una obra clásica y abierta todavía, si bien no es tan esquemático Galdós, creo, como a veces, sobre todo al final, lo interpreta Arencibia. Galdós nos enseñó a ir por detrás de los personajes, no por delante. Galdós los oye y nos los hace oír. Ese misterio, que es el misterio del gran narrador, lo hace más moderno que cualquier idea política o social de las que puntualmente la autora nos da noticia. Es lo que lo hace actual.
Yolanda Arencibia, Galdós. Una biografía, Tusquets, 2020, 862 pp.
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