3.4.21

El aire de un globo


Marías ha partido de una idea clásica: qué hacer cuando tienes que matar a alguien para evitar males mayores. Y cita un par de casos, los dos de gente que tuvo a Hitler a tiro, aunque podría haber recurrido a Stephen King, sospecho que no uno de sus escritores favoritos. Y así se pregunta qué habría pasado si su Tomás Nevinson tuviera el encargo de eliminar a una mujer que puede formar parte de la logística de ETA o del IRA. Y qué pasaría si tiene que averiguar cuál de las tres mujeres cuyas fotos le han pasado metidas en un sobre es la que puede colaborar con un nuevo y sangriento atentado. Hay, pues, un punto de partida y un ambiente general, el del terrorismo de los 90, que nos asustaba o indignaba según sea la cantidad de sus víctimas, la espectacularidad de sus atentados o la brutalidad de sus ejecuciones, pero que olvidamos más pronto que tarde.

El tema y la idea sostienen una magnífica primera parte, plagada de posibilidades. Los versos de Macbeth y de Eliot, en ritornellos muy armónicos, nos avanzan la hondura de cuanto se divisa, y la firme mano que los dibuja. Cuando, varios cientos de páginas después, el narrador se desplaza a «una pequeña ciudad del noroeste» para empezar con sus pesquisas, el lector de Marías no puede estar más entregado. Es el Marías de siempre, sí, pero es eso lo que te esperas y lo que agradeces.

Sin embargo, una vez que Tomás Nevinson llega a Ruán se produce un cambio en un doble sentido: el narrador abandona su especulativa lentitud, desinfla sus abstracciones y vuelve a la frase corta, de novela policíaca casi convencional, pruebas que no significan nada, actos fallidos, informantes, todo eso. Si algo nuevo tiene esta novela, es que Marías no había usado antes de manera tan ortodoxa los esquemas de las novelas negras, ese ir difiriendo los detalles definitivos, aquellos que podrían haberse dicho en la primera página. La novela entonces va rápida, más rápida, y es fácil jugar a ver cuál de las tres es la mujer que busca el protagonista, para denunciarla o para matarla, a pesar de que solo una sea, desde el principio, la más obvia sospechosa. Pero eso que podríamos llamar la compensación se sustentaba en la primera parte con la sintaxis reticular y el lenguaje entre poético y preciso (si no es la misma cosa) que despliega Marías; en este segundo tercio, sin embargo, a falta de reflexiones Marías introduce unos cuantos secundarios inverosímiles, monigotes de risa floja, gente vestida de colorines, con peinados extraños y costumbres bárbaras, que habla una parodia del lenguaje soez. En Marías esta inverosimilitud es también una marca de agua. Aquel espadachín con coleta goyesca de Tu rostro mañana, si no recuerdo mal, o el propio Trupa en Los enamoramientos, eran secundarios de comedia burlesca, igual que aquí los maridos o acompañantes de las tres mujeres en cuestión.

Esta segunda parte, en fin, es bastante floja porque Marías frecuenta territorios que no le gusta cómo son. Una novela de espías es todo carne, y en esta novela las primeras 500 páginas se pueden resumir en una sola. Y está bien que una novela pueda resumirse en un párrafo sin saltarse ningún episodio importante…, pero no tanto si es de espionaje. Por más que el autor recurra a episodios reales, algunos que vienen a cuento (el asesinato bestial de Miguel Ángel Blanco) y otros no tanto (la mafia londinense de los años 60), malo es que el lector espere no aquello a que lo conduce el autor sino aquello que el autor debería haber probado. Por ejemplo: el espía vigila, al estilo Hitchcock, a dos de sus tres presuntos objetivos; las graba, presencia sus intimidades, pero no recurre a las conversaciones telefónicas, que es lo primero, antes de buscar hotel, que debería estar garantizado, y sí a unas notas elocuentes que es como ir dejándose el carné por el lugar del crimen. El espía necesita pruebas que incriminen a una de las tres, no sabe cuál, y por muchas máximas británicas del MI5 y el MI6 que despliegue el narrador, hay una fundamental: cuando no hay pruebas para demostrar lo que en todo caso hay que dar por hecho, lo mejor es crearlas, poner un cebo, esperar una reacción, tender una trampa, algo. Pero el repetitivo y un poco pusilánime Tomás Nevinson piensa más en formulaciones distintas de lo mismo (el pasado se desdibuja, se olvida y se acaba reinventando) que en pillar a su bella durmiente con las manos en la masa. Todo es un dilatadísimo planteamiento inicial, una situación que no arroja mucha luz, sobre todo con la desesperante pasividad del espía, que se limita a consignar, lucubrar, imaginar, y más que llegar al fondo del asunto se pasa el libro en las musarañas. La documentación libresca queda bien, pero desentona con la falta de documentación práctica: si, por ejemplo, un espía trata así a un camello de cocaína, más vale que lo echen del cuerpo antes de que sufra un accidente… Y en todo caso hay algo propio de esas novelas de Agatha Christie, la misma que el narrador desprecia sin disimulo: utilizar personajes de paja, figurantes que alargan la trama sin llevar a ninguna parte.

En el segundo encuentro con Tupra, en Londres, el avión comienza su descenso. El ultimátum de Tupra es un abróchense los cinturones. Vale de personajes grotescos y situaciones prescindibles. Es como si, en vez de a Tomás Nevinson, se lo estuviera diciendo a Marías: «hala, majo, venga, que se nos hace tarde, decídete de una vez, haz aquello que hace que una novela de espías sea un género difícil, que hay que encontrar mucha información y reportarla con solvencia, sin digresiones extemporáneas ni detalles irrelevantes».

A ratos he pensado si no ha jugado Marías a El aire de un crimen, el escritor importante que hace una excursión por la novela de policías y ladrones. La misma ciudad de provincias, Ruán, suena leonesa, benetiana, aunque su caricatura sea un tanto tópica. Al lector que disfrutó de Negra espalda del tiempo le parecerá un pastiche como los que hacía en sus inicios, y al que leyó sin cansarse Tu rostro mañana, una frivolidad demasiado poco exigente; pero al lector de novelas policíacas le parecerá, más que un perro inflado, un libro aerostático. Salvo el principio muy Marías y un final entre demagógico y decepcionante, pero, este sí, muy bien narrado (si pasamos por alto los guiños cinematográficos, que nunca indican otra cosa que falta de imaginación), lo demás deja la sensación de que Marías piensa pero no se detiene, alarga cuando aún no se atreve, demora por el mero prurito de mantener la cadencia y las proporciones, y se repite.

Es curioso que uno disfrute de leer una novela y al terminarla tenga muy claro que no es buena. Es lo que pasa con Marías. Su prosa sigue siendo culta y absorbente, y precisamente por eso no necesitamos que se meta en faenas que requieren de más podas profundas y menos añadidos documentales, que aquí funcionan como apósitos las más de las veces. Una vez escribí una reseña no muy complaciente de Marías y varias de sus admiradoras se me tiraron al cuello. Las amantes de su prosa sinusoide toleran que cometa excesos narrativos o abuse de lo inverosímil, igual que Berta Isla, aquí en segundo plano, sigue amando a Tomás Nevinson a pesar de sus largas ausencias y su costumbre de no dar explicaciones.


Javier Marías, Tomás Nevinson, Alfaguara, 2021, 680 p.

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