Discutíamos anoche, a la salida de la película, si lo de Almodóvar es decadencia o adaptación al medio. Yo creo que es lo segundo, el hacer lo que se lleva y reducirlo todo a sus virtudes decorativas, lo que genera ese decadentismo un poco naïf. Vivimos en una época de demagogia simple, de los unos o los otros, de packs ideológicos, de mujeres maravillosas y hombres estúpidos, y con todo eso que tanto empobrece al arte, pero que tan bien define nuestro mundo, Almodóvar ha hecho un cóctel al estilo de aquellos mejunjes de bebidas que no mezclaban (los semáforos, los cerebros), pero con poco emborrachaban. El arte, incluido el de Almodóvar, es otra cosa. El arte son preguntas, no respuestas; el arte es enemigo de lo previsible y busca provocar al espectador inteligente, no a quien va a una sala a que le cuenten lo que ya sabe y a que le digan lo que tiene que pensar, un vicio de la neoizquierda parroquial al que en Madres paralelas Almodóvar se ha enganchado, y de qué modo.
De modo que resulta difícil glosar significados e implicaciones, que es lo que se hace ante una obra de arte, y fácil ver las costuras de un patch-work hecho no con las proporciones de un Mondrian sino con rotos y descosidos. Eso sí, lleno de color, en esta ocasión con una gama de paredes verdes que solo se salta el director para meter anuncios de bolsos y pintalabios sobre fondo blanco. Pero hay una cuestión previa: dónde está la línea que separa la reivindicación del espectáculo, hasta qué punto insistir en lo que ya está en manos de la ciencia y de los altavoces sociales. Y, sobre todo, ¿desde cuándo tenemos esa capacidad de recuerdo de nuestros mayores fusilados en una tapia y enterrados en una cuneta? No la teníamos en los 80, porque entonces solo había memoria para el arte y de todo lo demás queríamos emanciparnos, ni tampoco en los 90, donde se cernió sobre el asunto (sobre ese y sobre todos) una sana mirada cínica. Ha sido en los últimos veinte años cuando los descendientes y algunos ayuntamientos e instituciones han ido honrando a sus muertos de una u otra manera. Si en alguna época ha sido necesario apoyar ese empeño de dignidad desde lo alto de la escalera no ha sido ahora que todo es tan obvio y tan vulgarmente politizado. Ahora es puro y simple oportunismo metido con calzador y como asunto secundario, colateral, como de adorno, que desde luego no determina la trama. El arqueólogo podría haber sido el director de la revista, como seguramente lo era antes de meter semejante morcilla. Cuidado con la ética: tan culpable como silenciar algo es usarlo de reclamo publicitario.
En fin, uno piensa que para esas cosas están los documentales. Con ellos le ha pasado al cine de ficción lo mismo que a las novelas les ocurrió con las películas. Las novelas empezaron a estar escritas pensando en su adaptación al cine, y ahora las películas acicalan de tópicos temas que son más propios de los telediarios sensacionalistas que de la mitología. Un buen punto de partida moderno para una novela es que no se pueda filmar, y para una película, que no se base en un documental. Y eso también afecta a las historias dramáticas de Madres paralelas, que tiene tanto de documental y de spot publicitario que deja poco espacio para el cine. No puedes meter en una tragedia un catálogo de Louis Vuitton, no puedes dejarte llevar por ese ramalazo de poner a la niña rica violada por el vulgar latino, encima feo, y sobre todo no puedes hacer de las historias difíciles excusa para meter lo que se lleva. No es que esté prohibido hacerlo, sino que desautoriza cualquier seriedad de lo que presuntamente se quiere denunciar. No es que no se pueda por motivos morales sino por razones estéticas, artísticas, porque su efecto provocador, de haberlo, es justo el contrario del que persigue.
No obstante, y si prescindimos de todo esto, la película es agradable de ver: los colores de esa pared vendrían bien en el salón, mira qué patio tan acogedor, parece pintado por Isabel Quintanilla, qué bonitos los azulejos hexagonales de la cocina, mira un Romero de Torres, ese verde lima le queda muy bien al jeep, ¿cuál será esa flor de la rinconera? Si me gusta el cine brit, el de versiones de Austen o Forster, es por las cocinas, que me encantan, y por los juegos de café. Almodóvar va a terminar gustándome solo por el decorado, incluso por los actores y actrices convertidos en decorado, que están, las ellas, estupendas, enfrentadas a diálogos no siempre naturales, defecto raro en Almodóvar, que siempre ha tenido muy buen oído y aquí consiente la dicción lamentable del actor principal, propia de telecomedia con actores que leen en voz alta pero no hablan.
Pero bueno, oye, a Cruz, que está muy bien, le dieron la Copa Volpi. Teniendo en cuenta las aguas en las que navegaba, casi que se lo ha ganado. Aunque, si hay que recordar un duelo interpretativo, quizá no sea el de Penélope Cruz y Milena Smit sino el de Sánchez-Gijón y Rossy de Palma. Gana Rossy por goleada, en el fondo el papel memorable de la película y la única actriz que siempre habla, que nunca lee.
En Netflix ponen Ordet.
ResponderEliminarMaravilloso comentario, no puedo estar más de acuerdo. En esta época en la que la estética es el mensaje, porque parece que ya no queda nada que contar, Almodóvar (el de los últimos años) y Wes Anderson, son los apóstoles de los colores, de la nadería más absoluta, la superchería. En el caso del anglosajón, no hay espacio para los dilemas morales, en el del manchego, se amontonan las obsesiones recurrentes en su filmografía y se pegan como un pastiche publicitario en películas cada vez más autocomplacientes, en refritos de su propia obra.
ResponderEliminarEfectivamente es poco creíble el discurso de restauración de la memoria mientras se suceden los bolsos Gucci, puestos en boca de personajes que a pesar de la impronta almodovariana parecen estar más muertos que vivos.
Pues sí, aunque me temo que en el caso de Almodóvar la cosa viene de lejos: https://bernardinas.blogspot.com/search?q=bebe+agua
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