Al este de la península, por Cáceres y Badajoz, habitan tres literaturas distintas con un solo dios verdadero, el «desmelenado amor» por la palabra escrita, la frase bien escandida, el relato bien proporcionado, la indeclinable parsimonia de quien pule y laborea. El patriarca, claro, es Ferlosio, el Ferlosio de temas campestres de los años 50, el que escribió aquel cuento fundacional, modelo no solo de relato sino de una forma entera de concebir la literatura, que es Dientes, pólvora, febrero. Pero no lejos de Coria, donde Ferlosio tenía casa, a poco más de una hora siguiendo hacia el sur la raya de Portugal, nació Luis Landero, que desde finales de los 80, con otro ímpetu, con otra prosa y con otras historias, mantuvo encendida la llama de esa escritura reposada de clásicos, fragorosa de modulaciones, cálida y sabrosa como el pan reciente. Debe de ser cosa del oeste, o de lugares grandes y deshabitados, porque a algún escritor leonés como Luis Mateo Díez también le va esa metaliteratura de libros antiguos, en su caso cervantina, y esa conciencia clara de que escribir no es hablar por escrito sino luchar contra el mezquino idïoma.
Pero en Plasencia (donde, por azares de la vida, yo tomé la primera comunión) ha trabajado —y no sé si vive— un escritor que siempre me parece una síntesis, o un producto natural, de las prosas de Ferlosio y de Landero. Lo de Landero es fácil decirlo: Hidalgo y él son muy buenos amigos (véase el magnífico cartapacio que le dedicó la revista Turia), Landero no escatima oportunidad para elogiarlo, como si sintiera una cierta responsabilidad con un paisano que tardó mucho tiempo en darse a conocer, pero no tanto paisano de geografía física como literaria. No ahora, siempre la narrativa contemporánea ha estado más pendiente de las nuevas y efímeras formas de decir que de la prosa musical, la que atiende a la obra como una sinfonía bien orquestada y no solo como un chorro de palabras.
Hace un par de semanas, en el telediario, celebraron las ferias del libro sacando, después de los deportes, a un escritor para que recomendase un libro. Landero no falló: recomendó Hervaciana, de Gonzalo Hidalgo Bayal, que acaba de salir, y es un libro estupendo, acaso, quién sabe, también sugerido por ese otro libro estupendo que es Un balcón en invierno, como género más que como idea, los recuerdos de la adolescencia, aquí subsección internado de curas, a poder ser jesuitas, desde las Confesiones de un pequeño filósofo de Azorín y el A.M.D.G. de Pérez de Ayala (anterior al Retrato del artista adolescente) hasta El jardín de los frailes, de Azaña, que también acaba de reeditarse, de la que Hervaciana yo diría que es pariente más directo. Los colegios de curas dan mucho de sí, sobre todo en aquella época, y casi todos se orientan al encuentro entre los instintos desatados de los alumnos y la represión ciega y severa de los frailes, con un resultado libresco que nos suele transportar a esa camaradería de pasillos altos y aquella primera historia de amor, que no fue con una chica sino con un tratado de literatura. Nostalgia del latín, diríamos, amarga nostalgia, porque lo que suele recordarse son las injusticias, los abusos, los métodos absurdos, la sangre de la letra.
Hidalgo Bayal ha escrito un libro de este género venerable, y si digo que viene más de Azaña que de otros es porque la elevación culta del lenguaje, nunca opaca ni retorcida, una especie de homenaje a las clases de invierno, le da el auténtico sabor que respiran sus historias. Como Azaña, no rehúye la descripción de las arbitrariedades pero antes que a cebarse con ellas se limita a relatarlas. Al contrario que Azaña, no lleva su lenguaje al divertido recreo del cultismo (bueno, no por sistema), ni mucho menos del culteranismo. Su prosa es un andante moderato en estos tiempos tan vivaces, sabroso y profundo, más pendiente de preguntar que de sorprender, con historias verosímiles que verosímilmente acaban, a veces, antes del final que les correspondía, pero justo el día que dejaron de ser. El narrador es menos héroe que testigo, y gracias a ello se pone en el lugar desde el que entonces las cosas se mitificaban, cuando no eran asuntos propios sino enseñanzas en carne ajena. En los 13 capítulos/cuentos hay héroes a los que admirar y villanos a los que reprobar, a unos y otros con la indulgencia de la edad, es decir, con esa triste comprensión con que miramos los momentos injustos en los que no hubo quien diera un paso al frente, y cuando lo hubo lo reconocimos como un ser superior. O cuando vimos pasar una injusticia sin que nos perturbase, o cuando alguien demostró ser el más listo de la clase, como ese espléndido capítulo del «PRFT CBRN», resumen de la diferencia entre auctoritas y potestas, el ascendiente y la tiranía, la inteligencia y la brutalidad, temas en los que Hidalgo Bayal tuvo, en su instituto de Plasencia, mucho tiempo para pensar.
Porque ese es otro rasgo que comparte con Landero, y por el que lo disfruto todavía más. Hidalgo ha remado en la galera turquesca, como Landero y como muchos escritores que vienen del trato directo con los clásicos, de su versión real de cuaderno y tiza, y de eso tan molesto para un escritor que es reconocer lo verdaderamente bueno, y saber por qué lo es. Todos han brotado por la fuerza de su prosa, de lo rico y duradero de su prosa, cultivada en silencio, con sentido de la totalidad narrativa, no del mero empalme caprichoso, cerca de la realidad y lejos de los cenáculos. Me atrevería a decir que si la prosa de más calidad de las últimas décadas se la debemos a escritores como Hidalgo es porque no pertenecían a los cauces habituales, nacieron en la penumbra provincial en la que aún se degustan los libros buenos. En el caso del buen rato que he pasado con Hervaciana, también es justo que le dé las gracias a Luis Landero. A Ferlosio se las doy muy a menudo.
Gonzalo Hidalgo Bayal, Hervaciana, Madrid, Tusquets, 2021, 270 p.
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