Yo habría sido un mal crítico de cine, porque las crónicas hay que escribirlas nada más salir de la función, como Joaquín Vidal, mientras anochece, en un cuartucho de Las Ventas, y no al día siguiente después del desayuno. Hay películas que me producen en la sala cierta satisfacción y al rato no me acuerdo de cómo se titulaban. De otras salgo incómodo y echo mano de argumentos cínicos para minusvalorarlas, digo sentenciosamente que no me han gustado pero luego no puedo quitármelas de la cabeza. Es lo que me ha pasado con Alcarrás. Salí quejándome de que sobraba metraje, de que era un documento para partidarios, de que los niños no dejaban de joder con la pelota, de que hacía mucho sol… Pero esta mañana, mientras acudía al tajo, me venía a la cabeza el abuelo que va a llevarle un cesto de higos al cacique, las bofetadas (leves, poco más que un roce, pero dolorosísimas) que propina la madre a los hombres de la casa, el mal estudiante y buen muchacho que se venga de quien le ha prendido fuego a su única escapatoria, el agricultor que se deja los huevos por salir adelante y se siente atrapado entre la lógica y la dignidad. Al día siguiente, después del desayuno, la conclusión es muy clara: Alcarrás es lo más lejos que ha llegado el cine español que conozco en materia de hiperrealismo poético.
El género, por lo que yo recuerdo (por lo que yo he ido a ver cuando se estrenaba) data del año 92, con El sol del membrillo, la primera gran síntesis poética entre ficción y documental en nuestro cine contemporáneo. Luego ese tipo de cine se hizo, un poco al estilo Renoir de sus comienzos, cine ideológico, miradas antropológicas cargadas de responsabilidad moral, digamos, caso de En construcción o Aguaviva, Guerín, Ariadna Pujol y una cierta estela entre el ecologismo militante y la velocidad zen. El caso es que rodar sin actores profesionales, con individuos que hacen de sí mismos, sobre asuntos cotidianos, reorganizando la realidad de manera que produzca secuencias metafóricas, se convirtió en un género indie hasta la llegada de Carla Simón. Verano 1993 me pareció un desarrollo novedoso de un género que amenazaba con empantanarse en la estética bienintencionada de postal. Esa idea de, como digo, reorganizar la realidad para sacarle el jugo poético desde la más honesta y callada observación tenía algo de límite no hollado, sobre todo por la alucinante dirección de actores. El trabajo de la directora consistía en enseñar a los actores a ser ellos mismos. Ella ponía de su parte la mirada de quien sabe ver en un gesto desapercibido toda la hondura de lo inconfesable, pero los actores recorrían el camino que los sacaba de sí mismos, los hacía verse desde fuera y los reintegraba a su más pura verdad.
Con estos antecedentes, Alcarrás solo podía decepcionar a la crítica si se salía de ese camino. Y no, no se sale, y es tan sólido este no salirse que cuestiona claramente de qué hablamos cuando hablamos de grandes directores y grandes actores. En este onanismo patológico en que se ha convertido la gran familia del cine, hay directores que presumen de no dirigir actores y actores que se jactan de sus caprichosas creaciones, hasta que ves una película tan endiabladamente complicada de hacer como esta y te das cuenta del verdadero nivel… Carla Simón se plantea el cine al revés: no se trata de crear lo que no está sino de hacer visible lo que sí está pero solo se puede apreciar fragmentariamente y no parece encajar del todo en ningún mito contemporáneo. Alcarrás es, claro, cine antropológico, pero se necesita toda la habilidad del cineasta de ficción para que no pierda un gramo de autenticidad. ¡Cómo anda el muchacho cuando está avergonzado! ¡Cómo mira la cuñada cuando se le acumulan las lealtades! Y qué bien está retratada la tribu, la familia indisoluble, el principio social de subsistencia. El padre, por ejemplo, es de una verosimilitud avasalladora. Siempre digo que el campo como tema de ficción se mueve entre la saña jarrapelleja y el bucolismo bobalicón. Alcarrás, aunque emplea con astucia elementos de lo uno y de lo otro (las escopetas, los conejos muertos), no los convierte en zanahoria para espectadores amaestrados, sino como recurso rítmico, y eso que, insisto, la película se hace pelín larga. Para alguien a quien El gran silencio se le pasó en un santiamén, alguna razón tiene que haber, quizá la persistencia de los niños, quizás ese empezar los planos con lo que ya podía haber sucedido, acaso esos coches que recorren el camino entero lleno de polvo antes de que el conductor diga algo, trucos que en la ficción no realista me suelen cargar porque siempre se ve al director diciendo al cámara que espere un poco más, y que aquí, no obstante, forman parte del ritmo general, son imágenes del tiempo, porque en el tiempo estamos, en la cosecha bajo el sol, en la era de la electrificación del campo, tan drástica como fuera en su momento la llegada del tractor. Cosas que comprendes y que los personajes y la directora también comprenden. Entre subirse a una piedra a cantar el ‘no nos moverán’ y ver cómo las cosas son lo que son y habrá que buscarse la vida, hay toda una poética del realismo. Carla Simón lleva al extremo su primer mandamiento, la comprensión. Galdós fue un gran realista porque comprendía a sus personajes —porque los quería—; Clarín se quedará en un manierista porque se reía de ellos y los detestaba. Y esa enseñanza también, en cine, viene de Erice. Recuerdo el arbolito de Antonio López, pero sobre todo a los obreros eslavos que almorzaban. De Alcarrás recordaré al padre desbordado, la buena persona primitiva, el destino de la tribu cuando vives sumergido en la tradición y te atropella la modernidad. Y sí, cualquiera que haya estado en un pueblo durante la cosecha reconocería que la directora los comprende porque los conoce, porque son así.
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