Un Toyota Prius circula a toda castaña entre cientos de cochazos de alta gama, sorteando interminables obras de infraestructura y con pop mahometano como música de fondo. Los taxis acuden raudos a un toque de app y culebrean entre vallas de plástico y obreros especializados, sortean bicicletas con carricoches en los que un niño mira el paisaje tan campante y ciudadanos que pasean por los amplios espacios diseñados para ellos. Berlín está en permanente reconstrucción, pero la sensación no es de caos ni de tortura, sino de perfeccionismo urbano. Entre la impresionante maqueta del Berlín antiguo que se exhibe en la oficina de turismo y esa oda a la arquitectura contemporánea que conforma el resto de la ciudad, hay islas de clasicismo, en muchos casos también reconstruido. Cuando bajamos del taxi en el centro esa imagen tridimensional es impactante: lo poco que queda de lo que hubo, lo que reconstruye aquella grandeza y lo que la desarrolla con hermosos añadidos modernos. La sombra de Gropius mira desde casi cada edificio nuevo, como si su espíritu vigilase las grandiosidades gratuitas. Todo lo nuevo es sólido y hermoso y nada aspira a lo imposible, y además convive sin estridencias con su estética soviética y nublada.
Uno de los aciertos que casualmente tuvimos fue el de visitar antes que nada, en la primera mañana como aquel que dice, el museo de Pérgamo, en la Isla de los Museos, una explanada goethiana flanqueada por solemnes pórticos de piedra, aplastantes frisos neoclásicos sobre gruesas columnas estriadas, sin éntasis que valga, rígidas y contenidas. Es como una ensoñación que conecta la ciudad con lo que fue en el XVIII y hasta la devastación de la Segunda Guerra, y de lo que solo esos cuatro enormes edificios, más la plaza de la Gendarmería, la pesadota catedral y alguna que otra iglesia neogótica y abizantinada quedan en pie. Pero esta ensoñación se sustenta sobre reconstrucciones fieles y lecturas modernas. La reciente intervención de David Chipperfield para conectar los distintos museos me recordó de inmediato la de Moneo en la ampliación del Prado, que es de 2007. Me gustó la sobria búsqueda de los espacios, esa domesticación culta de las columnas, de las que ya no queda rastro de grandiosidad brandemburguesa. Gropius volvió a poner los puntos sobre las íes. Los continentes obedecen a sus contenidos y respetan a sus venerables vecinos. Los vestíbulos inmensos tienen la grandeza de la sala de turbinas de la Tate, no de ninguna escalinata de Odesa, y en ellos la luz entra y reposa con serenidad casi zen.
Íbamos buscando en uno de aquellos museos, entre frisos asirios, mercados milesios, alfombras persas y mocárabes andalusíes, las reliquias del gran Schliemann, el arqueólogo que fue al encuentro de Héctor con la Ilíada como guía de viaje. Entre tanto tesoro fabuloso, resulta imprescindible sobrecogerse, en una sala verde oscura, con la belleza limpia y serena del busto de Nefertiti. Gracias a sus creencias de ultratumba, los egipcios crearon el hiperrealismo. Las tumbas contenían retratos de una exactitud con respecto al original y al mismo tiempo de una estilización del modelo que todavía siguen vigentes. En el busto de Nefertiti conviven su fascinante perfección, su naturalidad, con la delicadísima simplicidad. En Alemania ese cuello es el rey de las columnas, la gracia inalcanzable, orgullosamente étnica, clara, viva, hermosa. La presencia real de la belleza, del grado máximo de belleza, es siempre tan indiscutible como emocionante, y además contagia una mirada que pone luego muchas cosas en su sitio.
En conjunto, la isla de los museos tiene su narrativa, su explicación. El resultado deja desnudas —y para mí es su primera virtud— las intenciones del proyecto: redefinir un pasado, conservar el espíritu de la patria de Kant y de Goethe, de Humboldt y de Bach. Es una isla porque en ella conviven la belleza clásica con la contemporánea, pero el mundo late fuera, en la otra orilla, la que comunica con el tormentoso siglo XX y la tenaz y portentosa, y lenta, y respetuosa reconstrucción del XXI. En ninguna otra ciudad había disfrutado tanto de la arquitectura contemporánea. Aun sin visitar los ahora chapados Archivos de la Bauhaus, su lenguaje ha colonizado la ciudad desde el pirulo de Alexanderplatz, la inevitable Callao de todas las ciudades grandes, hasta la zona DDR (casi todo el Berlín metropolitano es antigua DDR), la aparatosa avenida de Karl Marx, bulevar de los ejércitos del pueblo, de una anchura descomunal, flanqueado por bloques de cemento alicatado. Lo grandioso allí no son los edificios sino el espacio que ocupan con su frialdad a escuadra. Pero no son monótonos, ni siquiera los edificios del invierno resultan monótonos. Por cierto que el pirulí me recordó a la bola de tipos que utilizaban las primeras impresoras en la época soviética y las de los cambios de marcha de los haigas en la época de la reunificación. Era como el sueño estético de un ingeniero.
Dentro de algunos de esos edificios aguardan sorpresas interesantes, por ejemplo el cine de la avenida Karl Marx. La cafetería conservaba un encanto setentero de sillas metálicas y asientos de eskay, pero todo estilizado por necesidades de espacio, en este caso enorme. Un detalle de las paredes, enmarcado, podría pasar por un Beuys, con una primera capa de lona o fieltro color saco desgastado, una rejilla muy tupida, como la armadura de la pared de cemento que no está, el mallazo sin fisuras, y delante, en la parte exterior, un entramado de listones verticales de corte troncopiramidal en series iguales de posiciones diferentes. No faltaba el kitsh involuntario, la gran bola de discoteca, los lamparones de hierro. Allí sentado me vinieron sensaciones que no tenía desde una sala de ajedrez que había en el Polideportivo San Fernando a principios de los 70. El vestíbulo de un cine soviético tenía el mismo aire que el de uno desarrollista, como para ver películas de espías.
El viajero con prejuicios espera ver bloques de hormigón armado, colmenas grises, cubículos del telón de acero. Y no, ciertamente. Sobre los grandes mamotretos también se posa el manto bauhaus de la dignidad, acaso porque raro es el barrio cercano al centro donde no sea evidente la planificación urbana. Lo primero que hace indigno un bloque de viviendas sociales es que no se piense en su entorno, en lo que no es vivienda. Desde las farolas amartilladas (cómo me recordaban a la película de The Wall) hasta los amplios alcorques de los tilos, lo que imaginábamos monstruosas cajas de zapatos es en su mayoría, en esa ínfima mayoría cercana al centro que pudimos ver, un adelanto de lo que todavía hoy son las construcciones que abrazan patios y jardines. Por descuidados que estuvieran los bloques, por cuadrada que fuera su solución ocupacional, en esta parte sovietoide se nota que la reconstrucción consistió sobre todo en dotarlos de espacio exterior, es decir, en que el cemento no se impusiese al vacío. Quien se ha criado en España en un barrio desarrollista no piensa que fueran sitios tan terribles, tan poco respetuosos con los espacios abiertos o con el arbolado como siguen siendo todavía hoy en mi país. Leía esta mañana un artículo de Andrés Rubio sobre la escandalosa desidia urbanística (y voracidad especulativa) con que las ampliaciones de ciudades en España siguen haciendo mangas y capirotes de un mínimo respeto al paisajismo urbano, ya no digamos a la estética del tiempo en que fueron construidas. En Berlín los ciudadanos, cuando salen a la calle, ven un cielo más ancho, más luz, más luz, en un invierno tan bruno. Los edificios no se juntan en ostentosos rascacielos (el más alto que vi no superaba en altura nuestros bloques de ladrillo caravista), su altura mantiene las proporciones, ese respeto al vacío.
Pero, sin salirse de la antigua DDR, uno puede disfrutar de barrios tranquilos con aire parisino como el de Prenzlauer, lleno de abrigos anchos y cafés alternativos, activistas sanos y circunspectos que predican con el ejemplo, casas de altos techos, mansardas reinterpretadas, muchas con el clásico frontón en los dinteles de las ventanas. Hay en estas zonas de manzanas aireadas mucho más espacio para los peatones que para los vehículos, tanques de lujo que avanzan cautos y silenciosos, menos que bicicletas, que circulan por sus carriles con ininterrumpida fluidez, estudiantes o profesionales jóvenes y no tan jóvenes sobre bicis que a su vez también aúnan un pasado laborioso, el de las bicis de barra alta, con la última tecnología electrógena. En general hay un cierto exhibicionismo técnico, no hablamos de gráciles bicicletas con cestita sino de aparatos racionales con diversas posibilidades para llevar objetos o niños, sobre todo niños, una sorprendente cantidad de niños, comparado con lo que se ve por este viejo país. Las bicicletas eran serias, como gris marengo, pero entre ellas se ven muchas del color de la ciudad, el mismo que alicata las paredes del metro, las líneas discontinuas sobre el pavimento, el semáforo estilo Carpanta, el de las estructuras metálicas de algunas fachadas y las mochilas de los ciclistas, un verde nacido del óxido de cobre que cubre las cúpulas de las iglesias, pero no tan restallante, más sobrio al tiempo que más cálido.
Los impepinables turísticos no me atrajeron gran cosa. El Muro de Berlín apenas tiene atractivo estético. El arte del graffiti sigue siendo demasiado fugaz y se avejenta demasiado rápido, y en este caso su importancia está en el continente, no en el contenido. Las pinturas recientes tienen un cierto interés contextual, pero las otras ya son parte de la ruina, no de la historia. La gente se hace fotos junto al beso de Honecker y Brezhnev pero no mira el hermoso edificio que tiene detrás ni el caudaloso río de aguas frías que le corre por delante, en cuya orilla descansan hileras de fábricas antiguas edificadas en ladrillo oscuro, con esos tejados sinuosos de los viejos almacenes de grano. Ni siquiera ve el remiendo de hierro que hizo Calatrava en los 90 para unir el puente sobre el Spree, en esa estética de carcasa prehistórica que tan pingües beneficios le ha reportado y que se mantiene como una sugerente prótesis metálica gracias a que se ha teñido de musgo y de hollín. Lo que más hace el muro, sigue haciendo, es tapar. Su lógico final, cuando termine la reconstrucción, es que desaparezca igual que en las pieles jóvenes se regeneran las cicatrices.
Lo que queda del vacío tenebroso, de ese agujero negro de los años 40 (amén de una caseta de feria), es el impresionante monumento al Holocausto, un damero laberíntico de túmulos de cemento que se igualan en su parte superior pero conservan los desniveles sobre los que fueron construidos, de tal modo que no hay bloques idénticos, ni todos igual de altos, ni todos igual de rectos, como somos los humanos. La honda solemnidad del monumento invita a perderse por los rectos y estrechos pasillos, con manchas de luz que recorren otros pasillos e iluminan fragmentos del día. Por supuesto que siempre hay algún adulto idiota que se sube encima de un túmulo accesible hasta que le llaman la atención, pero los niños corretean por los pasillos, te tropiezas con ellos, y eso, que en principio me pareció la mala educación universal de los padres que dejan sueltas a sus criaturas donde les peta, enseguida lo vi como parte del monumento, como esas manchas de luz que salían por los rincones, una vida plena, nueva y ajena a la monstruosidad entre los corredores de cuya memoria se divertían los zagales. Está mal comparar, desde luego, pero todos los que idean jardines de la memoria deberían reparar en esta espléndida instalación. El del 11-S en Nueva York no tiene ni de lejos la hondura poética del de Berlín, y no digamos ya el del 11-M en Madrid…
La muerte y la memoria conviven sin estridencias con la vitalidad arquitectónica y ciclista. Supongo que habrá sus cementerios de ciudad dormitorio, pero Berlín mantiene la buena costumbre de conservar pequeños camposantos a medida que los va envolviendo la ciudad. Entré en uno, el de Halleschen Tor, un jardín recoleto lleno de tumbas decimonónicas, todas con sus dintelillos neoclásicos, sus bustos de camafeo y una vegetación exuberante. Cada pocos pasos hay una fontecica y un armatoste de hierro lleno de regaderas para uso de los visitantes, porque en ese cementerio no se ponen flores, se plantan. No hay un solo pétalo de plástico, e incluso las más antiguas tumbas, muchas de ellas, se adornan con pequeños arriates y arboretos. Otras tienen ese romanticismo del abandono, con yedras como telarañas y las letras de los nombres desdentadas. Busqué la quizás algo ostentosa, poco, tumba de la familia Mendelsson, un mausoleo para cada género de parientes, que no resultó ser la de Félix sino de una célebre saga de banqueros. Cada cosa en su sitio. Un anciano de largos bigotes enrollados, ya un poco mustios, estaba laborando frente a una tumba más modesta, quitando malas hierbas con los dedos, liberando los pétalos aprisionados, regando con mimo los pensamientos. Le pregunté por Mendelsson y no solo me acompañó al sitio sino que me sacó de mi error. Es de los pocos ancianos que vi por Berlín. Seguramente estaban todos en sus casas esos días, y cuando se vaya el tráfago de los turistas asomarán para ver películas de la antigua URSS o regar las flores de alguna tumba, o ir la mar de ufanos en sus bicicletas, como uno que vimos pasar que conservaba algo del pedalear pesado de Jan Ullrich.
A la hora de comer llegué a algunas conclusiones: la comida tradicional alemana está muy rica pero tiende al engrudo cementoso, al régimen de col y patata, al cerdo graso y al filete empanao. La salchichería típica se me atraganta, y el menú vegetal está sobreespeciado, en una globalización de la ensalada en táper que hace indistinguible Berlín de Londres o de Nueva York, atacadas de salsas y vinagres, maceraciones y especias orientales. Salvo un osobuco muy bien hecho que un camarero español nos recomendó en uno de los patios entre modernistas y judaicos del Hackescher Markt, preferiría elogiar más la abundancia que el refinamiento, algo difícil para un espíritu sibarita. Diferente suerte corrimos en un vietnamita en el que todo estaba crudo y aguanoso, que en un magnífico restaurante libanés de barrio, en Kreusberg, la zona de Berlín de mayoría turca, hasta el que nos condujo nuestra anfitriona. Allí las calles, algunas, sí eran más estrechas, pero me llamó la atención que en los edificios de apartamentos sobrevivieran los colores bauhaus que cualquiera diría que han sacado de un Mondrian, junto a grafitis ejecutados desde el tejado, con la mano temblorosa del que pinta colgado o boca abajo. En los balcones no había trastos ni botellas de butano.
No diré lo mismo, vive Dios, de la cerveza, excelente sin matizaciones (me refiero a la cerveza corriente, la que se pide sin especificar), nada que ver con esa gaseosa amarillenta y cabezona que, con muy honrosas excepciones, le ponen aquí a uno en los bares. Rubia cerveza templada, con la justa densidad para no trasegarla como un refresco ni masticarla como esas cervezas de monasterio que venden en los grandes almacenes, y ese aspecto ligeramente turbio, como a medio fermentar, que le aviva el sabor. Me recordó, en mis años mozos, a la Smithwicks que bebía normalmente en Dublín, y no me pasé a las bitter ni a las tostadas porque probé una y me pareció excesivamente dulce. Pero tengo que decir que hasta ahora pensaba que con semejantes jarras que se ven en las largas mesas de las fiestas, cuando los bávaros se ponen los tirantes, tenían que agarrar unas pítimas de campeonato, pero resulta que son muy llevaderas, y que a un cierto ritmo se consigue un puntillo equilibrado sin necesidad de dejarla porque estás a punto de caerte o de explotar. Se va como viene, igual que la ciudad draga y recicla el agua de sus húmedos subsuelos con sistemas de tuberías rosas y azules, según para lo que valgan, que, elevadas hasta los cuatro metros de altura, adornan los paseos y cruzan las ramas de los árboles. Forman parte del concierto de líneas rectas, quebradas de ramas desnudas, en que se convierten las calles de los barrios.
A un mediterráneo le sorprende, más que la limpieza, la impolutez. Los suelos de las calles (los que no están en obras) están empedrados de anchos y esmerados adoquines para los vehículos o de pequeños fragmentos de granito en veredas para peatones. Ni una colilla en el suelo. Y tampoco hay tantas papeleras. En Seúl, que era una ciudad muy sucia y las papeleras rebosaban de porquería, el alcalde tomó la decisión de eliminarlas todas y que cada cual se llevara la mierda a su casa. El resultado es una de las ciudades más limpias del mundo. En Berlín van por ese camino. A la espaciosidad del cielo se suma la nitidez del suelo. Ni siquiera hay ese porcentaje, digamos, estructural de mugre que da sensación de vivido en nuestro vivir tumultuoso. La limpieza es la más alta expresión de la dignidad, pero la vitalidad, la vidilla, está tras una línea que no sabría señalar. Ni en los abundantes parques infantiles hay chuches por el suelo. El respeto se alía con el miramiento, todo está en su sitio, empezando, ay, por las razas y las clases, que conviven sin molestarse, o al menos esa sensación me dio. Camareros y taxistas turcos y asiáticos, vigilantes de tesoros blancos y con gafas, más alguna sorpresa racial conmovedora: cuando entramos en el restaurante libanés, el Lasan, vino a traernos los platos una camarera bellísima, cubierta con esos velos abasquiñados, de una piel tersa y clara y un perfil orgulloso y delicado. Varios de los presentes acercamos las cabezas para hacer el mismo comentario: «¡Se parece a Nefertiti!».
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