23.2.23

El arte de rematar


No sabía yo que Balzac fuera tan estúpido, y mira que lo he leído, pero, a tenor de lo que cuenta Zweig en su extensa y repetitiva biografía, la impresión que queda es la de un botarate, un acémila, un resentido, un acomplejado, y además gordo. Salvo los inevitables elogios a obras maestras de la talla de Papá Goriot, Las ilusiones perdidas o La prima Bette, y el hecho, también varias veces repetido, de que sus intuiciones para el negocio eran buenas pero demasiado prematuras para salir a flote, lo que queda del gran Balzac en esta biografía es la vida de un hombre iluso, un toro cerril obsesionado con hacer dinero y con que se le rindan tributos de aristócrata, envuelto en deudas hasta el día de su muerte, un gañán incapaz de llevar a buen puerto el más mínimo negocio ni de dosificar sus fuerzas, que con frecuencia tenía que comer de prestado y se dejaba mangonear por mujeres que lo despreciaban. Un pobre hombre, en suma, que sin embargo, mira por dónde, completó una de las obras más fascinantes de la historia de la literatura.
Uno comprende que lo más novelesco de su vida no sea su majestuosa transición entre romanticismo y realismo, por más que Zweig dedique unas líneas a otra de sus grandes aportaciones: haber descubierto a un escritor desconocido que acababa de publicar La cartuja de Parma; pero tampoco es verosímil este retrato de un oso feroz al tiempo que amaestrado, un galeote de la pluma que no sabía mantener un franco en el bolsillo, un autor admiradísimo en su tiempo de quien todo el mundo parece reírse, el gran adalid de los derechos de autor a quien editores, libreros, críticos y académicos tomaron siempre, parece ser, por el pito del sereno. Sabíamos, sí, de su irrefrenable torrencialidad al escribir, y que se consumió, apenas cumplidos los cincuenta, en millones de tazas de café cargado, el combustible que necesitaba para crear su mundo. Zweig no escamotea estas verdades, pero las tiñe siempre de exageraciones, múltiples veces repetidas, como un ritornello para que no dejemos de imaginar su aspecto de payaso triste, de negociante timado, de seductor baboso y de aparatoso coleccionista de objetos de mal gusto y mujeres de mal carácter. No hay descanso en esta farsa del gordinflón que escribe sin parar y vive escondido de sus múltiples acreedores. Zweig nos cuanta puntualmente todas las veces que perdió grandes sumas de dinero, pero no se detiene a contar las que volvió a salir a flote, y en vez de eso insiste una y otra vez en que Balzac era una especie de moroso Vázquez disfrazado de marqués a quien nadie quería cerca. Es muy fácil decir que la Academia lo ninguneó injustamente, después de cuatrocientas y pico páginas de tratarlo como a un fantoche.

No, no se lo toma en serio. Por más que hurgue sin piedad en su correspondencia con la dama rusa por quien recorrió varias veces Europa, en ningún momento la admiración va más allá del patetismo. Es como un monstruo de feria, el genio desbordante y atolondrado, el portentoso fabulista que hace las tonterías que no consiente a sus personajes, al menos a los más queridos. Y el caso es que su realismo, el Realismo, diríamos, parte siempre de la comprensión, de entender por qué la gente es como es, por qué unos se buscan la ruina y otros logran evadirla. No me termina de caber en la cabeza, en fin, que uno de los clásicos que mejor ha sabido mirar a los ojos de la gente fuera un perfecto imbécil. El mismo hecho de insistir casi más en sus fracasos teatrales que en sus éxitos novelísticos pero no explicar debidamente por qué, más allá del torrente narrativo con olor a café agrio, ya indica que lo que le interesa a Zweig no es un autor reflejado en una obra (que cita poco), sino su incapacidad para llevar una vida sosegada. Balzac ocupa en la literatura francesa un sitio similar al de Dickens en la inglesa: trajo el verdadero aliento de la vida, no la fría y minuciosa construcción; abrió los ventanales, no los cubrió de costosas vidrieras, y su verdadero empeño, como —menos mal— reconoce Zweig, fue el de ser un historiador del presente que le tocó vivir, más bien un intrahistoriador, quizá el primero.

Zweig, ya se sabe, tiene una escritura muy amena y elegante. Y repetitiva, repito, lo cual no es un defecto sino la manera que tiene de ser ameno. Avanza lo justo las peripecias para conocer que un nuevo empeño balzaquiano saldrá mal, como aquel que cuenta la anécdota de un perdedor demente, de un pobre lunático, admirable por la sobrehumana capacidad que tiene de meter la pata. Se le nota que quiere, en ocasiones, hacernos reír con la torpeza vital de Balzac, como si el disfrute de la gloria le eximiera de ser con él algo más considerado, siquiera comprensivo. Algo tendrían que ver en él sus amantes más allá de requiebros cursis o falsos, de fanfarronadas de timador e ideas de bombero. La vida de Balzac no pudo ser tan novelesca ni pudo hacer tantas tonterías, sencillamente porque no tuvo tiempo, porque murió antes de hora y se pasó la vida trabajando. Pero la biografía desproporciona los tiempos, nada de las dudas del artista, de la orientación de sus incesantes correcciones, de aquello que determinó radicalmente su vida. Todo lo ocupan las correrías, Balzac corriendo delante de un acreedor o detrás de una mujer, corriendo con la pluma y hablando a toda castaña, montando empresas de la noche a la mañana y saltando de puesto en puesto. Todo lo ocupa la vida social de un hombre que en realidad no tuvo vida social y que, por mucho que diga Zweig, tenía más sentido de la dignidad que narcisismo. Es imposible, escribiendo lo que escribió, que no supiera verse a sí mismo y, sobre todo, saber lo que los otros veían en él.


Stefan Zweig, Balzac, trad. Carlos Fortea, en Biografías, vol. II, pp. 1652-2075, Acantilado, 2021

1 comentario:

  1. Puede sorprender, pero no está reñido ser un botarate y escribir bien.

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