No sabía yo que Balzac fuera tan estúpido, y mira que lo he leído, pero, a tenor de lo que cuenta Zweig en su extensa y repetitiva biografía, la impresión que queda es la de un botarate, un acémila, un resentido, un acomplejado, y además gordo. Salvo los inevitables elogios a obras maestras de la talla de Papá Goriot, Las ilusiones perdidas o La prima Bette, y el hecho, también varias veces repetido, de que sus intuiciones para el negocio eran buenas pero demasiado prematuras para salir a flote, lo que queda del gran Balzac en esta biografía es la vida de un hombre iluso, un toro cerril obsesionado con hacer dinero y con que se le rindan tributos de aristócrata, envuelto en deudas hasta el día de su muerte, un gañán incapaz de llevar a buen puerto el más mínimo negocio ni de dosificar sus fuerzas, que con frecuencia tenía que comer de prestado y se dejaba mangonear por mujeres que lo despreciaban. Un pobre hombre, en suma, que sin embargo, mira por dónde, completó una de las obras más fascinantes de la historia de la literatura.
No, no se lo toma en serio. Por más que hurgue sin piedad en su correspondencia con la dama rusa por quien recorrió varias veces Europa, en ningún momento la admiración va más allá del patetismo. Es como un monstruo de feria, el genio desbordante y atolondrado, el portentoso fabulista que hace las tonterías que no consiente a sus personajes, al menos a los más queridos. Y el caso es que su realismo, el Realismo, diríamos, parte siempre de la comprensión, de entender por qué la gente es como es, por qué unos se buscan la ruina y otros logran evadirla. No me termina de caber en la cabeza, en fin, que uno de los clásicos que mejor ha sabido mirar a los ojos de la gente fuera un perfecto imbécil. El mismo hecho de insistir casi más en sus fracasos teatrales que en sus éxitos novelísticos pero no explicar debidamente por qué, más allá del torrente narrativo con olor a café agrio, ya indica que lo que le interesa a Zweig no es un autor reflejado en una obra (que cita poco), sino su incapacidad para llevar una vida sosegada. Balzac ocupa en la literatura francesa un sitio similar al de Dickens en la inglesa: trajo el verdadero aliento de la vida, no la fría y minuciosa construcción; abrió los ventanales, no los cubrió de costosas vidrieras, y su verdadero empeño, como —menos mal— reconoce Zweig, fue el de ser un historiador del presente que le tocó vivir, más bien un intrahistoriador, quizá el primero.
Zweig, ya se sabe, tiene una escritura muy amena y elegante. Y repetitiva, repito, lo cual no es un defecto sino la manera que tiene de ser ameno. Avanza lo justo las peripecias para conocer que un nuevo empeño balzaquiano saldrá mal, como aquel que cuenta la anécdota de un perdedor demente, de un pobre lunático, admirable por la sobrehumana capacidad que tiene de meter la pata. Se le nota que quiere, en ocasiones, hacernos reír con la torpeza vital de Balzac, como si el disfrute de la gloria le eximiera de ser con él algo más considerado, siquiera comprensivo. Algo tendrían que ver en él sus amantes más allá de requiebros cursis o falsos, de fanfarronadas de timador e ideas de bombero. La vida de Balzac no pudo ser tan novelesca ni pudo hacer tantas tonterías, sencillamente porque no tuvo tiempo, porque murió antes de hora y se pasó la vida trabajando. Pero la biografía desproporciona los tiempos, nada de las dudas del artista, de la orientación de sus incesantes correcciones, de aquello que determinó radicalmente su vida. Todo lo ocupan las correrías, Balzac corriendo delante de un acreedor o detrás de una mujer, corriendo con la pluma y hablando a toda castaña, montando empresas de la noche a la mañana y saltando de puesto en puesto. Todo lo ocupa la vida social de un hombre que en realidad no tuvo vida social y que, por mucho que diga Zweig, tenía más sentido de la dignidad que narcisismo. Es imposible, escribiendo lo que escribió, que no supiera verse a sí mismo y, sobre todo, saber lo que los otros veían en él.
Stefan Zweig, Balzac, trad. Carlos Fortea, en Biografías, vol. II, pp. 1652-2075, Acantilado, 2021
Puede sorprender, pero no está reñido ser un botarate y escribir bien.
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