2.2.23

La novela cuántica


Uno de los físicos que más se involucraron en el proyecto Manhattan, el de las bombas atómicas sobre el Japón, murió como consecuencia de su exposición a elementos tan maléficos, los mismos que padeció su esposa. Tuvieron dos hijos, un físico y una matemática. El hijo lleva una vida errante, huye de quienes lo toman por peligroso (quizá porque guardó papeles de su padre) y carga con la culpa de la muerte de su hermana, que se suicidó arrojándose al lago Tahoe. Como si fueran hijos monstruosos del uranio, los hermanos están enamorados entre sí, pero solo ella desea esa unión que él rechaza, a pesar de que su amor es igual de intenso. La hermana, Alice, genio de las matemáticas desde niña, no está bien de la cabeza, charla con un enano ficticio con aletas e ingresa una y otra vez en un psiquiátrico. El hermano no acaba de resolver qué fue antes, el amor o la locura, o qué fue causa de qué, en un mundo en el que el antes y el después son bastante relativos.

También Urano, la criatura mitológica, cometió incesto con su madre Gea, la Tierra, y engendró con ella hijos deformes, incluso cuando Crono le cortó los huevos y los arrojó al mar. De un producto de la tierra (el uranio) que violó a su propia madre nacieron  los titanes, los ciclones y los hecatónquiros, criaturas monstruosas, pero también Lisa, que encarna a la locura, e incluso Afrodita Urania, ardiente y desatada, o, según otras tradiciones, las Erinias, personificación del arrepentimiento. Alice, la hija del ingeniero atómico, está loca, por las matemáticas y por su hermano, quien empuja la piedra, como Sísifo (otro incestuoso), del recuerdo tormentoso. 

Con este mejunje de referencias mitológicas ha construido Cormac McCarthy su última novela, El pasajero / Stella maris, dos novelas que se anulan igual que Alice, en la tesis que tiró a la papelera sin presentarla, propuso tres novedosas soluciones matemáticas seguidas de otras tres innovadoras formas de desmontar esas mismas soluciones. En El pasajero seguimos la historia de Western, el hermano, al que se suele nombrar con el apellido paterno. Es el McCarthy de Sutree, tipos marginales, casi todos muy lúcidos, pero también algún tronera (algunos las dos cosas), y esas descripciones de paisajes y de movimientos que renuncian a la coma enumerativa, como en la Biblia. Western trabaja como buzo de profundidades, pero emprende una huida que le lleva por moteles de medio pelo, la casa de su abuela (y su también enloquecido tío), encuentros con abogados, físicos y delincuentes, en largas y sinuosas conversaciones sobre las que McCarthy fragua el extraordinario ritmo de la prosa. De vez en cuando se regala un excurso sobre física cuántica, los coches de carreras, la bomba atómica o el asesinato de Kennedy, el arma utilizada y el fragmento de cerebro que Jacky recogió del capó, tan interesante como gratuito. McCarthy no se ceba con el argumento, más bien es un hilo del que van colgando las conversaciones, que dan vueltas sobre cuestiones científicas hasta que se cuelan por el sumidero del trauma que Western lleva encima, esa piedra que va subiendo por una pendiente sin destino. Todo ello se adereza con escenas de las visiones de su hermana, las charlas con Chico, su más frecuente aparición, o descripciones que en ocasiones navegan por territorios de alta poesía, igual que el propio Western mientras cruza carreteras gélidas e intransitadas, en especial aquella en la que encuentra un coche accidentado y el autor despliega una prosa tan brillante como extraño es su desenlace, para mi gusto las mejores páginas de la novela.

La segunda parte lleva el nombre de un hospital psiquiátrico, Stella maris, y es la transcripción de un puñado de sesiones de Alice con su terapeuta, que no solo sirven para espolvorear el cacao que la paciente lleva en la cabeza sino para reajustar lo que en El pasajero no acababa de cobrar sentido. Imagino que un matemático habría disfrutado no solo de la profundidad y pulimento del lenguaje (estupendo castellano en la traducción de Luis Murillo), por más que muchas de las ideas de Alice sobre lo divino y lo humano sean de una  deprimente sensatez. Pero Alice no está bien de la cabeza y así se encarga de subrayarlo el autor con un recurso hábil, instalar al lector en el punto de vista del terapeuta, un tipo, por lo demás, tan considerado como inteligente, pero que con frecuencia se pierde en los veloces e intrincados razonamientos de una mujer destrozada por su propia inteligencia, y así lo dice, al mismo tiempo que lo piensa el lector, lo cual es un alivio porque la sensación es de que Alice viaja por otra órbita. 

Desde este espacio estelar la otra novela cobra sentido pero también sinsentido, porque lo que dice Alice de su hermano había sucedido, según Western, después de que ella se suicidase. Los dos viven con la herida del hermano muerto, los dos están vivos y los dos muertos, como el gato de Schrödinger. Incluso Alice puede ver nítidamente su propio final, uno de los pasajes más tremendos que he leído en mucho tiempo, como para tirarse a un lago atada a un ancla… Otra vez es ella y no es ella, está y no está, en su propia circunstancia topológica.

El sueño de la razón, decía el otro, fabrica monstruos. Quienes sostenían la punta de lanza de la ciencia, quienes fabricaron la bomba (espléndido el relato de la prueba final) fueron contaminados por la propia ciencia, y sus hijos, errantes y obsesivos, alcanzaron un nivel de conocimiento que provocó su mutua e involuntaria destrucción. Por detrás del entusiasmo científico suena un sombrío bajo continuo, un clamor apagado, un lamento degenerativo. En conjunto es un saludable ejercicio de audacia narrativa, el todo como ejemplo de las partes, y una prosa que da igual las filigranas estructurales que el viejo maestro utilice porque sigue siendo igual de sugestiva.


Cormac McCarthy, El pasajero / Stella Maris, trad. Luis Murillo, Random House, 2022, 620 p.

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