Pocas dudas puede haber de que Galdós leyó a Dostoievski, sobre todo después de leer el arranque de Ángel Guerra: un revolucionario de buena familia participa en una algarada en la que muere un militar, se esconde en un cuartucho junto a su amante, la humilde Dulcenombre, y sufre graves retorcimientos de conciencia por haber participado en aquel asesinato. «No diré que fui el asesino, pero sí que maté un poco», llega a decir. Uno incluso tiende a imaginar la fisonomía de Ángel Guerra no ya como la de Raskolnikov sino como la del propio Dostoievski.
En todo caso, Baroja cuenta en sus memorias que Galdós le habló una vez, mientras daban un paseo por Rosales, «de la manera de construir sus novelas Tolstoi y Dostoievski». Y es posible que le hablara de la estructura trágica a la que tan aficionado era Dostoievski, muchas de cuyas novelas son piezas teatrales ampliadas, tan contenidas en su desarrollo argumental como insondables en el de sus personajes. Aquí también, además de esa primera parte tan rusa, Galdós cierra trágicamente la novela, en el sentido de que personajes que han aparecido al principio (Arístides sobre todo), y con quienes Guerra ha practicado su regeneración espiritual, son los que blanden la daga del destino.
Ángel Guerra, también del 91 (el año, por cierto, en que Baroja hizo sus primeras armas literarias publicando en un periódico unas entregas sobre literatura rusa), es la primera de las novelas llamadas espiritualistas, después de la deslumbrante serie contemporánea de los años 80. No sé quién le puso el nombre, si fue uno de esos cortafuegos que pone la crítica y que se suelen llevar por delante títulos memorables, o el propio Galdós, que utiliza la palabra solo una vez en esta novela, cuando el retorcido Arístides, a quien ya una vez Ángel Guerra perdonó la vida, se harta de vivir como un miserable y de andar escondiéndose de unos y de otros: «Si no salgo pronto de esta situación tan… espiritualista, me tiro al río» (p. 587). Digo yo que será de ahí de donde viene, y de que en Ángel Guerra ya está planteada la figura del samaritano que se inmola por los demás en Nazarín, el hombre adulto que se obsesiona por una muchacha de traumático pasado en Tristana o la procesión de desposeídos, ciegos y mendigos, cuando no monstruos, que desembocará en Misericordia. Pero también se nota que Galdós diseñó Ángel Guerra, al menos en principio, como una más de esas novelas contemporáneas. Por aquí aparecen el marqés de Taramundi, que es hermano de Máximo Manso; Cristóbal Medina, esposo de Juana, una de las tres hermanas de Lo prohibido; Augusto Miquis, que tiene que soportar las iras desaforadas de Guerra en la muerte de su hija, o personajes meramente mencionados como la San Salomó y Pepita Pez, con la que la madre de Ángel lo quiere casar.
Pero todas esas otras novelas espiritualistas que vendrían luego son más comedidas (y mejor medidas) que Ángel Guerra, que en cierto sentido peca de un exceso de adiposidad narrativa y al mismo tiempo de no desarrollar como exigían algunos personajes y situaciones, pero sí otros meramente episódicos que sirven a Galdós para lucir su dominio de la voz, pero enlentecen la narración y empachan al lector. Así ocurre con Dulcenombre, la mujer de clase baja que lo acompaña en sus correrías políticas y a su vez huye de una familia de locos y de criminales de entre los que solo se salva Don Pito, un antiguo marinero, borrachín y lenguaraz, que se hace un poco pesado. Guerra es viudo y tiene una hija, Ción, a la que apenas puede ver porque la justicia le pisa los talones mientras él comparte refugio con Dulce.
Pero da la sensación de que a Galdós no le apetecía desarrollar esta historia que completa casi entera la primera parte y que aún tenía conflictos que resolver como el del resentimiento de Ángel hacia su madre. Dulce se va a ir esfumando como personaje, primero como mujer despechada, luego como religiosa a su manera, y finalmente con un paleto de comedia, Casiano, que es como darle un destino narrativo para quitársela de encima. Ella y su desmadrada familia de vagos y fantasiosos va por la novela como un lastre necesario para rematarla, pero que pesa demasiado para sostenerla. Dulce se desengaña igual que el lector siente que se la ha desposeído de sus derechos narrativos. Ella quería un Ángel «en pugna con todo el orden social», no el beato a la fuerza en que se convierte luego, que «se le indigestaba».
Y todo porque Ángel Guerra se enamora locamente de Leré, la niñera de su hija, que muere para que la amada quiera meterse monja y Ángel se convierta para ver si así consigue retenerla. Y este es el argumento de una segunda novela que abandona todo lo anterior, incluidas las calles de Madrid, y se marcha a Toledo en busca de Leré y de una rehabilitación espiritual que no acaba de creerse nadie salvo el propio Guerra.
Y eso es lo que falla en esta novela. Galdós se agarra a Cervantes para crear una Leré-Dulcinea y de paso bramar contra el celibato sacerdotal, monta una congregación socorrista para asistir a los desamparados (en una religiosidad caritativa sobre la que Tolstoi llevaba años discurriendo y cuyo Evangelio abreviado es de este mismo 91), se empeña en atender a todos por igual, los buenos y los malos, los míseros y los miserables, y ni Leré consiente con tan pío galanteo ni esa dispendiosa fe sobrevenida le lleva a ninguna parte. Es como si Galdós no se lo terminase de creer. Las referencias al Quijote proliferan como puntales literarios de una historia en el fondo un tanto frágil: citas literales («Jó que te estriego», «Ni por pienso», los azotes de Sancho, «doña Leré del Toboso», las zagalas «en trenzas y en cabello»), paráfrasis casi paródicas («Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba…»), pastorileos sanchescos en torno al lecho de muerte (algo que, de modo mucho más emocionante, había hecho en Miau), o ese recobrar al fin la razón para dictar un testamento sensato y generoso como el de don Quijote, pero tan pulcro y extenso como las falsas últimas voluntades de Basilio.
Más que a los cigarrales de Toledo, la novela se marcha en su segunda parte a un territorio literario, deliciosamente descrito por Galdós pero inevitablemente acartonado. Aparece mucho cura pancista o austeramente vividor, mucho secundario de novela de provincias (el bueno de Mancebo, el espléndido monólogo de cuya presentación hace plantearse por qué no le dedicó Galdós una novela entera; Casado, el clérigo feo y sensato, o su hermana, la hacendosa Felisita), e incluso algunos detalles como el misticismo del yermo o la búsqueda de Grecos en plena crisis espiritual que habría que tener en cuanta a la hora de hablar de Camino de perfección, de Pío Baroja. Pero, así como en Baroja veremos años después un conflicto existencial, aquí no salimos de «cierta fe provisional» y de una mujer que no consiente en ser conquistada y prefiere vestir santos y dar de comer al hambriento. Guerra ya adelanta esa fe del ateo que exprimirá después Unamuno, planea construir y sufragar un monasterio para no separarse de su Dulcinea y lleva sus dogmas espiritualistas al territorio del paroxismo: «Se prohíbe temer la muerte, y huir de las enfermedades pegadizas», proclama. Y así le irá.
Ángel Guerra, con las luces de la muerte, lo reconoce: «Todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre». Por el amor de una mujer dio todo cuanto fue… Pero la mujer lo tiene claro. Tanto, que ni siquiera consiente que en el nuevo convento convivan frailes y monjas. Hasta ahí podíamos llegar.
Benito Pérez Galdós, Ángel Guerra, Alianza, 1986, 653 p.
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