La otra perversión es ese método según el cual los actores no hablan, susurran, hasta extremos delirantes en los que se oyen todos los sonidos bucales y nasales y detrás de la banda sonora gástrica se intuye una vocecilla que reduce el volumen hasta lo inaudible. Oímos el sonido de la saliva cuando el actor despega los labios, escuchamos el avance pastoso de la lengua, los lametazos en el paladar; percibimos su masticación exagerada como si el bolo alimenticio estuviera dando vueltas en nuestro cerebro. Cuando alguien se besa, un ruido como de macarrones con tomate se apodera de la sala, y la saliva de las bocas anega los diálogos y humedece los pensamientos.
Padecí ambas sensaciones en Truman Capote, la película que habla sobre el tiempo que le llevó a su autor escribir A sangre fría. Me las prometía muy felices porque aquella célebre historia es un ejemplo en muchos sentidos, y uno de ellos es el cinismo mefistofélico que envuelve la figura de Capote, como si el precio de escribir una obra maestra hubiese sido su degradación moral, y en cierto modo también su ruina.
Todo esto queda debajo de una actuación a la que, a tenor del jabón que derraman las críticas, seguro que le dan un óscar, pero que a mí me empalagó con su reverberante brillantez. Es fascinante lo bien que lo hace Philip Seymour Hoffman, pero esa fascinación presupone el hecho de ver a alguien haciendo maravillosamente bien de Truman Capote, no de ver al propio Truman Capote, ni mucho menos de centrarse en la tragedia. Para eso sobraba ruido, el de la boca y, sobre todo, el ruido de la perfección.
DDT, 02/03/2006
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