20.9.06

Dickens


Continúo con el vicio, “casi patológico”, como dice Bolo, de empalmar novelones decimonónicos igual que los fumadores desesperados encienden un cigarro con la pava del otro. La cosa obedece a razones terapéuticas que sería difícil explicar. Pero hay casos peores, desde luego: un librero de la Cuesta de Moyano me contó que Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida varado en la cama y devorando sin tregua las noveluchas que su esposa le compraba, poco menos que al peso, en una caseta especializada en Marcial Lafuente Estefanía. Al principio me produjo un poco de aprensión, como si fuera cierta la leyenda de que los alcohólicos irrecuperables prefieren un tetra–brik de Don Simón a una botella de Vega Sicilia, pero con el tiempo vas descubriendo que los efectos beneficiosos de la ficción leída no son proporcionales a su calidad, ni siquiera al deslumbramiento que nos haya podido llevar en volandas por sus páginas.
Yo, de momento, me dedico a la cerveza inglesa. Acabo de terminar Nuestro amigo común, de Dickens, a quien ya mencioné a propósito de la basura. No era raro que diese la matraca con el síndrome de Diógenes porque la novela es sobre personas que trabajan en la basura, que van llenos de ella, que la llevan en las entrañas o que, incluso, les salva la vida. Teniendo en cuenta que la traducción era penosa, como escrita por un sordo, su lectura fue como esos viajes que son entretenidos pero hacen parada en todos los apeaderos, o como esas conversaciones en las que alguien encuentra algo que decir y lo repite todo tres veces para que resulte más interesante. A espléndidas escenas, medidas, niqueladas, le seguían largas conversaciones que en inglés deben de ser graciosas. La impresión general es que, cuando algo interesante va a suceder, el tren se para y entran dos ruidosos viajeros que tampoco huelen demasiado bien.
(Hablando de olor, en una de sus páginas me enteré de que por aquella época se solían echar bolitas de mirra en los cajones, para perfumar la ropa. Así que me fui a la calle Postas, a una de esas tiendas de objetos religiosos, con estanterías llenas de copones y modelos sin masa corporal que sostienen vistosas casullas. Compré la mirra y quemé un poco en mi estudio. ¡Y qué asco! Huele como a heno podrido, huele como el frasco del perejil cuando le cambiamos el agua. Mucho cuidado con los ritos literarios. Casi me pongo malo.)
En fin, el caso es que la novela, a pesar incluso de la traducción y de un formato tan apretado que, cosa insólita, tiene menos páginas que su original inglés, plantea unas cuantas cuestiones de interés que ya comentaré otro día. Uno de los efectos secundarios de leer a Dickens es que luego cuesta un poco coger el hilo del propio pensamiento.

1 comentario:

  1. Sí. Terminas por tomarle prestado su pensamiento ¿no?
    :-)
    Me encanta este post. Y las anécdotas que cuentas.
    Y cómo lo cuentas.

    Un abrazo!

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