Pues nada, ya hemos pedido perdón. Qué grande es el Papa, míralo, qué humilde, qué buena persona, que antes de ponerse a discutir, sin reclamar para sí ni un gramo de razón, baja la cabeza y pide perdón. Qué hermoso todo.
Pero la cosa no es tan sencilla. Tiene su miga que una religión basada en el perdón encuentre tantas dificultades en pedirlo. Lo que dijo, por boca de su secretario Bertone, el papa Benedicto XVI fue que lamentaba que algunos pasajes de su discurso “hubieran podido resultar ofensivos a la sensibilidad de los creyentes musulmanes y fueran interpretados de un modo que en absoluto se correspondía con sus intenciones”. En ningún momento dijo, con claridad paulina, que se arrepintiese de sus palabras. De haberlo hecho, que es lo que al parecer exigen algunas autoridades musulmanas, no sólo habría reducido a un chiste la célebre infalibilidad papal, sino que además habría mentido, o al pedir perdón y arrepentirse –penitenciagite!–, o al haber pronunciado las palabras de las que se arrepentía. Lo único que ha dicho es, por otra parte, lo más razonable, que no estaba en su ánimo ofender.
Prescindiendo de que, entre quienes se han sentido injuriados por decir que el Islam se ha servido de la violencia, haya quien jura destruir todas las cruces del Vaticano, lo más llamativo de todo este asunto es que la única manera de negociarlo con sentido común es dejar de lado la razón, el logos de que hablaba el Papa en Ratisbona. Si Benedicto XVI quiere salir del jardín sin abandonar la herencia griega, debería empezar por darse cuenta de que no todos los seres humanos han leído a Platón. No todos saben que la cultura occidental ha consistido en ir separándose poco a poco del significado literal de las palabras. Esa solvencia con que negamos o justificamos nuestras palabras aludiendo a malinterpretaciones ajenas implica que nada de lo que decimos puede ser entendido en un solo sentido. Esa condescendencia necesaria que nace de comprender que las palabras dependen de demasiadas circunstancias como para ser tomadas en sentido estricto es lo que, después de muchos años de intromisiones dogmáticas del cristianismo, quizá llegue a crear un modelo de sociedad en la que tratamos de que nadie salte a las primeras de cambio, de que nadie se tome nada a la tremenda y de que todo pueda ser disuelto en un ambiente de diálogo.
Benedicto XVI está ante una de las paradojas más hermosas de la historia de la Iglesia. Para salvar la verdad, deberían empezar a prescindir de ella, o por lo menos de su exclusivo patrimonio. Los griegos, Ratzinger, los griegos.
17.9.06
Discurso 2
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