La extrema intensidad es un poco cansativa, como dicen en Alfambra. Lo comentábamos anoche, con la última copa. Desde el día 22 no había vuelto a entrar en este blog, y la primera impresión es siempre de regreso a la realidad y de pocas ganas de explicar en qué consiste concretamente ese regreso a la realidad. A vuela pluma, uno en Teruel y otro en Valencia, he escrito estas dos bernardinas para el Diario de Teruel, una el 28 de diciembre y otra el 4 de enero. Una salió de la palabra fuelle, mientras me dedicaba al rito de los caprichos, y la otra de un viaje luctuoso que tuve que hacer entre Teruel y Alfambra, precisamente. Las leo y me espanta el aire alcanforado, localista, chascarrilloso, de vecino anciano. Así como hay gente que cuando llega a una región distinta de la suya no puede evitar que se le pegue el acento, la hay que según donde escriba utiliza estilos diferentes, o habla de cosas distintas, o en tonos que nada tienen que ver entre sí.
De todas formas, llevo semanas en las que no siempre cuelgo en el blog lo que publico en el Diario de Teruel. Yo pensé que serían compatibles, pero cada vez que digo algo sobre actualidad me siento escandalosamente vulgar. Las traducciones de las Geórgicas, de puro extravagantes, me hacen sentir más cómodo, más protegido. Me gusta mucho más lo que por razones obvias no se puede publicar en el periódico. En fin, intentaremos escribir sólo para dos sitios distintos y no desde dos lugares distintos.
Inorante (28/12/2006)
El inocente es el que no hace daño, pero también el que no sabe, y no porque sea tonto sino porque no se ha visto corrompido por el conocimiento. Yo no quiero saber nada, decimos cuando rechazamos cualquier implicación en algún asunto que pueda comprometer nuestra inocencia o nuestro sosiego. Baroja, que hoy cumple 134 años y está hecho un chaval, repite con frecuencia eso de mira el hombre que piensa, cómo se parece al hombre que sufre, y siempre hace notar que la felicidad sólo es posible en la inocencia, que no es exactamente ausencia de culpa sino inconsciencia de la culpa, por decirlo del modo más pedante posible.
El caso es que todo el mundo reclama su propia inocencia pero también se ríe de la inocencia de los otros. El inocente es un inorante, sin g, porque con g significa tonto; sin g significa cándido, crédulo, inofensivo: eres más inorante que un fuelle. Por principio nada es de fiar, hasta que se alcanza esa hipertrofia rara de la civilización americana donde hasta para cuidar las plantas de tu vecino te tienes que buscar un abogado. “Era un hombre de fiar”, oí decir el otro día de un político en su entierro. Se conoce que ya es de dominio público que ser de fiar es una virtud poco frecuente.
Ahora los inocentes somos quienes vivimos en un sistema que funciona según máximas de leguleyo: “es que los abogados nos mentimos mucho”, dicen todos los abogados en algún momento a su cliente, como dejando claro que la sinceridad o la credulidad, que la inocencia, en suma, es siempre compañera del fracaso.
Nos tienen rodeados. La fiesta es nuestra única defensa, así que deberíamos darle la vuelta al calendario y declarar el Día de los Inorantes como el Día sin Coches o el Día sin Alcohol, es decir, un día en el que todos hiciéramos lo posible para evitar que nos tomasen el pelo. Un día sin que los abominables hombres de los bancos te cobren comisiones por el morro, un día sin programaciones matutinas, sin matasanos ni vendedores de crecepelo ni de aparatos absurdos; un día sin mamolas ni alarmismos ni engañifas, sin sacamuelas ni embaucadores ni trapaceros, un día sin compañías telefónicas, un día sin publicidad. Y, ya de paso, un día sin políticos de esos que se acuchillan por la mañana y se besan por la tarde. Un día sin periódico, sin radio y sin televisión. Un día, en fin, metido en tu cuarto, leyendo a Baroja, que nunca miente ni toma el pelo. Todos los años celebro así sus cumpleaños. Este año me toca La sensualidad pervertida, una de mis favoritas.
Ruina (4/1/2007)
Un amigo lleva bastante avanzado un catálogo de ruinas de la provincia de Teruel: ermitas deshuesadas, minas muertas, salinas secas, aldeas con raspas o poblados de resineros. Las fábricas antiguas tienen un encanto muy especial. La azucarera de Santa Eulalia o la térmica de Aliaga, con sus relojes redondos con saetas de hierro y sus chimeneas de ladrillo, con sus herrumbrosas básculas y sus tolvas gigantescas y sus tubos, son el tipo de edificios que en otros pagos se rehabilitan como sitios bellos. La silueta de la Battersea de Londres, la del disco Animals, o de la misma Modern Tate, otrora central eléctrica, forman parte ya del paisaje artístico contemporáneo.
Pero el catálogo de que hablo no es reivindicativo. No está fotografiado con ánimo de denuncia sino para mostrarnos la belleza del abandono. Walter Scott se hizo construir un castillo nuevo en ruinas, y lo de Belchite vive de ser una ficción trágica, un decorado del silencio. En eso la RENFE siempre ha sido muy avanzada. No sólo conserva muy hermosas ruinas sino que a veces hasta las crea. La línea fantasma de estaciones que jalona el río Alfambra nació ruina, y si alguien no le da un uso racional morirá ruina: aunque sean de antes de la guerra, sus muros permanecen firmes, hay apeaderos que conservan el tejado, pero los pájaros siguen anidando en las ventanas rotas y los cascotes de los techos y de los tabiques siguen cayendo como una gotera posnuclear.
Ahora la RENFE (su administrador de infraestructuras) iba a hacer un estropicio lamentable. Nadie les reprocha que dejen pudrirse las ruinas. De hecho, el estado salvaje de los alrededores de la estación en Teruel siempre ha sido refugio del romanticismo adolescente. Es tolerable que las limpien, o que las reconviertan en museo –que petrifiquen las piedras–, pero no que las eliminen. El estupendo hangar de sillares de rodeno que querían demoler en la estación de Teruel es un buen ejemplo. Supongo que el asunto entra en la lógica del desprecio al rodeno y su sustitución por la piedra blanca triste de Villalba, aunque quizá sólo se trate de ignorancia. Los trabajadores de la RENFE se quejaron de que fuesen a derruir un edificio tan agradable de ver. Ahora, me dicen, todo está parado. Se ha dejado el cascarón de rodeno, un tiempo, no se sabe cuánto. Los mismos que proyectaban un aparcamiento son ahora muy sensibles al patrimonio visual. Mejor, pero hay que seguir dándoles la vara porque el mejor día se quedan insensibles, lo derriban y algún listo se levanta con esos espléndidos sillares un chalé de postín.
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