Estas tardes de frío me ensobino en el sillón y me lo paso en grande con el mundial de balonmano, que lo están echando por el UHF. Es curioso que hace años, cuando la selección no se comía una rosca, en todos los colegios había un equipo de balonmano, y ahora que van a defender el título y que la liga española es probablemente la mejor del mundo, el balonmano casi se ha borrado como deporte escolar. Y es una lástima, porque en los partidos de balonmano entre colegios no hay lloricas ni tramposos, ni tampoco padres neurasténicos en el graderío, ni niños que deberían haber ejercitado su cuerpo en otro deporte distinto del dichoso fútbol, aunque sólo fuera por una cuestión de carácter.
De chaval me gustaba porque era un deporte para personas normales y porque se hacía mucho ejercicio sin hartarse de correr. Además era, junto con el rugby, el que más se parecía a la realidad: nadie lleva los objetos a patadas ni a linternazos, la gente los transporta y los lanza y los envía. Han pasado los años, los jugadores se han hecho más grandes y robustos, pero, comparados con los cuerpos que uno ve en otros deportes, los jugadores de balonmano siguen siendo los que más se parecen al hombre real y, al mismo tiempo, al canon heroico que nos imaginamos. Si hubiese que hacer un cásting entre deportistas para representar una epopeya, el tamaño de los héroes no sería ni tan grande como en el baloncesto ni tan pequeño como en el fútbol. Ni tan enjutos como en el voley ni tan uniformes como en el resto de los deportes de equipo. El balonmano, también igual que el rugby, presenta todos los tamaños de héroe: el ágil zapador que culebrea en los extremos de las líneas enemigas, el lancero de brazo de hierro que cubre las vanguardias, el hombre fuerte que percute como los arietes en el corazón de las defensas, que lucha en un palmo de suelo, en un bosque de mandobles, y pese a ello su cuerpo cuadrado busca la espalda del adversario a la velocidad de las ardillas, como Rolando Uríos, y asesta unos pelotazos que hacen crujir los huesos de quien osa detenerlos.
El balonmano da la sensación de que lo han desprovisto de sofisticaciones para que brillen las cualidades del hombre. Iker Romero es uno de esos mozos saludables que se ocupan en las fiestas de instalar las talanqueras; Juanín García, el compañero astuto y fibroso, pícaro y sensato, un poco güino; y Alberto Entrerríos es Palante, el hijo de Evandro, rey de la Arcadia, cuyo escudo llora Eneas cuando sabe de su muerte. Vete a buscar un héroe desprendido al Real Madrid, anda, a ver lo que te encuentras.
De chaval me gustaba porque era un deporte para personas normales y porque se hacía mucho ejercicio sin hartarse de correr. Además era, junto con el rugby, el que más se parecía a la realidad: nadie lleva los objetos a patadas ni a linternazos, la gente los transporta y los lanza y los envía. Han pasado los años, los jugadores se han hecho más grandes y robustos, pero, comparados con los cuerpos que uno ve en otros deportes, los jugadores de balonmano siguen siendo los que más se parecen al hombre real y, al mismo tiempo, al canon heroico que nos imaginamos. Si hubiese que hacer un cásting entre deportistas para representar una epopeya, el tamaño de los héroes no sería ni tan grande como en el baloncesto ni tan pequeño como en el fútbol. Ni tan enjutos como en el voley ni tan uniformes como en el resto de los deportes de equipo. El balonmano, también igual que el rugby, presenta todos los tamaños de héroe: el ágil zapador que culebrea en los extremos de las líneas enemigas, el lancero de brazo de hierro que cubre las vanguardias, el hombre fuerte que percute como los arietes en el corazón de las defensas, que lucha en un palmo de suelo, en un bosque de mandobles, y pese a ello su cuerpo cuadrado busca la espalda del adversario a la velocidad de las ardillas, como Rolando Uríos, y asesta unos pelotazos que hacen crujir los huesos de quien osa detenerlos.
El balonmano da la sensación de que lo han desprovisto de sofisticaciones para que brillen las cualidades del hombre. Iker Romero es uno de esos mozos saludables que se ocupan en las fiestas de instalar las talanqueras; Juanín García, el compañero astuto y fibroso, pícaro y sensato, un poco güino; y Alberto Entrerríos es Palante, el hijo de Evandro, rey de la Arcadia, cuyo escudo llora Eneas cuando sabe de su muerte. Vete a buscar un héroe desprendido al Real Madrid, anda, a ver lo que te encuentras.
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