La Cuesta de Moyano abre sus casetas a las nueve de la mañana. En realidad sólo abren a esa hora el gran Alfonso Riudavets y un cardo de señora que tiene su caseta un poco más arriba. En la caseta de Riudavets hay un grupo de gente que espera fumando pitillos a que abra, igual que antes se juntaban los reventas a las siete de la mañana junto a la taquilla de Las Ventas. Esperan a que Riudavets vaya dejando rimeros de libracos en el tenderete de afuera, y se arremolinan todos como moscas en torno a los ejemplares que haya podido el librero comprar durante la semana: son delicatessen recién traídas, novedades de hace un siglo, antiguallas recién desenterradas.
Riudavets es peligroso. Hoy he visto más azul su guardapolvo, un azul mahón más nuevo, como si con la nueva pavimentación de la cuesta don Alfonso se hubiese decidido a cambiar el célebre guardapolvo azul descolorido, que era como un gris payne al que le hubiera dado el sol durante todas las mañanas de una vida. Antes de que me diese cuenta ya había picado, y sin que él dijera más palabras que “déjenme trabajar, por favor”, cuando intentaba abrirse paso en el tumulto de bibliófilos, o comentara con los asiduos el extraño minuto futbolístico que se vivió anoche. Riudavets comenta la jugada y en seguida, con ese espíritu de librero viejo, pregunta qué tal le ha ido al Rayo Vallecano. Desde luego no intenta venderte nada, pero de pronto mis manos ya han apartado unos cuantos libros y pago antes de que me suba la bilirrubina. Riudavets me da una bolsa de El Corte Inglés usada, llena de ácaros librescos, cadáveres de insectos que murieron hartos de literatura. Pero yo ya sé cuándo hay que poner un libro viejo en cuarentena; nada más tocarlo me sube un picor por las venas del antebrazo que no falla. En Riudavets los libros no pican, es como si los bichos se limitasen a leer.
Total: una preciosa edición en dos volúmenes de La locura del erudito, de José Mas, uno de los novelistas populares que circulaban en época de Monguió, y, junto a López de Haro, quizá dos de los mejores representantes de la novela sicalíptica. La novela está dedicada por el propio autor a José Yagües, “con verdadero afecto”. Pero también estaba, y también en dos volúmenes, El triunfo de la muerte, de D’Annunzio, ¡en una edición barcelonesa de 1910! Y también El abuelo del rey, de mi querido Gabriel Miró, en edición de Biblioteca Nueva, también de principios de siglo.
Me he largado de allí con mi botín de ácaros dormidos porque me también estaba La orgía de José Mas y para mí ya era demasiada promiscuidad. Unas casetas más arriba, el cardo borriquero que atiende la única otra caseta que había medio abierta me dice que no sobe sus libros (estaba mirando el precio de uno) y que no ha terminado de abrir y que me largue, o es que no tengo otra cosa que hacer más que ir a joder allí.
De vuelta, consigo no detenerme otra vez en la caseta de Riudavets, pero más abajo paro en la de Méndez. Allí un par de breviarios de arte me sirven de forraje para la bisutería estética que necesito, esos nombres de artistas italianos antiguos que quedan tan bien en boca de un marqués. Salgo al centro de la cuesta, pero antes de bajar hacia los jardines del Ministerio de Agricultura me doy la vuelta. Lo que me temía. Desde la Cuesta de Moyano no se ve la estatua de Baroja. La tapa un árbol. Debes llegar al final de las casetas para verla. No debe de haber muchos casos de personalidad célebre que preside un paseo escondido detrás de un seto.
Genial esta entrada. He disfrutado mucho leyéndola. Además, es un placer ir asistiendo poco a poco a la génesis del próximo folletín (por cierto, que hace tiempo leí un libro de Guillermo Díaz Plaja que a lo mejor le puede dar alguna idea: se llamaba "Modernismo frente a Noventa y ocho").
ResponderEliminarA mí la cardo borriquero también me demostró una vez sus malas pulgas: cogí un libro para ver el precio y empezó a protestar: "¡Ya está bien con el mete-saca, con el mete-saca!" No sé qué pretende, que compremos los libros a distancia: "Deme aquel de allí, el egundo empezando por la derecha..." En mi vida he visto una vieja más imbécil. No me he vuelto a parar en su caseta.
Yo creo que tendríamos que ir una noche y, disimuladamente, llevarnos la estatua de don Pío (para el futuro taller de la Generación). Seguro que nadie le echa de menos, al pobre.
Basta que falte para que alguien se acuerde de él. ¡Coño! ¿no había una estatua aquí?
ResponderEliminarLa entrada, sí, maravillosa, como toda la serie de "Materiales modernistas". Le está saliendo otro libro, muy barojiano (de andar, mirar, ver...), con estos artículos.
Yo creo que debe ser la cardo borriquero la que me dijo un día que hojeaba una revista vieja; "A ver, ¿te la vas a leer entera?..." y algo más de comprarla y tal... pero no le hice mucho caso y seguí a lo mío, leyendo un artículo... y volvió a la carga, la tía.
La verdad es que le debe tocar bastante las narices atender el chiringuito.
Pues a mí y a un amigo la Cardo Borriquero nos dijo: Dejad de sobarrrr dejad de sobarrr con una pronunciación estilo Fernando Arrabal cuando se emborrachó. No he vuelto a parar en su caseta y paso por delante porque no me queda otra.
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