Dejé a mitad a Turguéniev y ahora casi estoy por emprenderla con Anthony Powell, pero debo volver a Rusia. Entre medias, Tu rostro mañana, de la que ayer, con el entusiasmo del espléndido final, mandé una bernardina al periódico algo más que elogiosa.
La verdad es que lo he disfrutado mucho. Marías incorpora piezas hasta que cobran sentido, y respeta la autonomía de los episodios como método para narrar. Esa autonomía se va entrelazando en una disposición cada vez menos caprichosa, de modo que al final quede la impresión de que en ningún momento lo ha sido. Me han gustado las ataduras, la gota (el cerco de la gota) especialmente, y algunos finales de fragmento verdaderamente memorables, como la actuación, casi al final, de la señora Berry.
Ese final también satisface mi gusto por los cambios de tono. El narrador moroso de suposiciones se convierte, en labios de Wheeler, en un excelente contador de historias sin florituras, historias de acción, de espías, de guerra. Más de una vez me venía un poco la historia de Ian McEwan en Expiación, aquí un relato rápido, tan rápido que corre detrás de la muerte, que es el último momento, las últimas palabras casi. Marías se deja por unas páginas de sí mismo y se pone, por completo, al servicio de Sir Peter, el amigo al que homenajea, con emoción verdadera, esto es, diáfana y respetuosa, jamás llorona; y entonces te das cuenta de que todo iba a parar ahí, a un homenaje, a un formidable homenaje metaliterario. La novela entonces se plantea como un intento de estar a la altura de su propio reto, dar al mundo aquella historia de Peter Wheeler, pero envuelta en una obra de arte, en su mayor empeño como escritor.
Marías es un caso raro. De aquel trío de novelistas modernos que lanzó Anagrama, el propio Marías y Félix de Azúa y el pelma de Molina Foix, sólo él se ha mantenido a flote, y lo ha hecho al margen de agobios editoriales, de premios y de payasadas televisivas. Ha triunfado por Europa, y lo que te rondaré, y en el fondo no ha salido, sigue sin salir de Todas las almas, es el mismo libro al cabo de los años, como si aquel hubiera sido la primavera y este último el invierno. Con este último tomo he tenido una sensación algo inquietante, porque el final es tan final que Marías parece haber llegado al final de verdad, y uno se pregunta cómo es posible continuar si quiere que la obra siga creciendo y no muera y sean reliquias lo que publique.
He puesto Tu rostro mañana junto a la edición en un solo volumen de Herrumbrosas lanzas. Hay algo de emulación en esta novela. Emular a un maestro declarado es siempre una noble contienda, pero también un homenaje. No es la clásica manía de los americanos por escribir al menos una novela de mil páginas, sino el esfuerzo por compartir la misma estantería, por no haber sido, en el fondo, escritores tan lejanos sino dos artistas con ideas parecidas pero métodos distintos. Con respecto a HL, la principal diferencia es que Benet no tenía en cuenta al lector real, y Marías sí. Marías mide mucho los tiempos, y a pesar de las continuas disquisiciones nunca se va por los cerros de Úbeda. La estructura está clarísima y la historia es sencilla, tres o cuatro historias de diferente calado y protagonismo que van lubricando el veloz discurrir de la novela entera. A veces apura el lirismo, otras la matización, y aun otras un lenguaje trágico (ahí las citas hacen mucho) que me ha parecido, precisamente, ese “gran estilo” que perseguía Benet y que sólo es perfecto si es aceptado y entendido.
Es delicioso leer a quien siempre tiene un sentido musical del conjunto, y escoge la siguiente escena en función de lo que en ese momento necesita la novela, y subordina a esa variada construcción cualquier facilidad que le proporcionen los métodos de suspense. Es como una construcción pictórica, la tensión exacta entre un argumento general y unos argumentos particulares, la elección por tonalidades, una medida que a veces consiste precisamente en dar aspecto de desmedida, pero nunca cansar.
Por lo demás, era ya un mundo conocido. Luisa sigue siendo esa mujer que siempre hay algo que no tiene del todo claro, diríase que no tiene buen ojo, pero nos gusta porque nos solidarizamos con Marías, que le gusta mucho. Tupra es el impenetrable. Tiene algo de personaje de tebeo, así como el idiota de De la Garza (por cierto, qué bien hilada la historia de este imbécil con la de Custardoy, quién me iba a decir a mí que la historia de la espada en el lavabo de minusválidos se iba a justificar tan bien). Custardoy, en una historia de tebeo (otra), sirve para un tratamiento de la violencia bastante más realista que lo que acostumbramos, porque parte de situar al narrador exactamente en el punto en el que está el lector, la situación es lo más normal del mundo: ¿qué harías tú si te enteras de que tu exmujer, a la que todavía quieres, sale con un fulano que le pega? Y eso es lo bueno, que, al igual que ocurría con el polvo aquel del principio, te haces cargo de la situación, pero esperas una reacción distinta de la tópica, y en ese resolver problemas sencillos de manera infrecuente radica la gracia de buena parte de los episodios. Y, de paso, acumularlos en ese gran cuadro que conforme avanza la novela ves cómo va cogiendo cuerpo, pero que sólo entiendes del todo cuando se termina.
La verdad es que lo he disfrutado mucho. Marías incorpora piezas hasta que cobran sentido, y respeta la autonomía de los episodios como método para narrar. Esa autonomía se va entrelazando en una disposición cada vez menos caprichosa, de modo que al final quede la impresión de que en ningún momento lo ha sido. Me han gustado las ataduras, la gota (el cerco de la gota) especialmente, y algunos finales de fragmento verdaderamente memorables, como la actuación, casi al final, de la señora Berry.
Ese final también satisface mi gusto por los cambios de tono. El narrador moroso de suposiciones se convierte, en labios de Wheeler, en un excelente contador de historias sin florituras, historias de acción, de espías, de guerra. Más de una vez me venía un poco la historia de Ian McEwan en Expiación, aquí un relato rápido, tan rápido que corre detrás de la muerte, que es el último momento, las últimas palabras casi. Marías se deja por unas páginas de sí mismo y se pone, por completo, al servicio de Sir Peter, el amigo al que homenajea, con emoción verdadera, esto es, diáfana y respetuosa, jamás llorona; y entonces te das cuenta de que todo iba a parar ahí, a un homenaje, a un formidable homenaje metaliterario. La novela entonces se plantea como un intento de estar a la altura de su propio reto, dar al mundo aquella historia de Peter Wheeler, pero envuelta en una obra de arte, en su mayor empeño como escritor.
Marías es un caso raro. De aquel trío de novelistas modernos que lanzó Anagrama, el propio Marías y Félix de Azúa y el pelma de Molina Foix, sólo él se ha mantenido a flote, y lo ha hecho al margen de agobios editoriales, de premios y de payasadas televisivas. Ha triunfado por Europa, y lo que te rondaré, y en el fondo no ha salido, sigue sin salir de Todas las almas, es el mismo libro al cabo de los años, como si aquel hubiera sido la primavera y este último el invierno. Con este último tomo he tenido una sensación algo inquietante, porque el final es tan final que Marías parece haber llegado al final de verdad, y uno se pregunta cómo es posible continuar si quiere que la obra siga creciendo y no muera y sean reliquias lo que publique.
He puesto Tu rostro mañana junto a la edición en un solo volumen de Herrumbrosas lanzas. Hay algo de emulación en esta novela. Emular a un maestro declarado es siempre una noble contienda, pero también un homenaje. No es la clásica manía de los americanos por escribir al menos una novela de mil páginas, sino el esfuerzo por compartir la misma estantería, por no haber sido, en el fondo, escritores tan lejanos sino dos artistas con ideas parecidas pero métodos distintos. Con respecto a HL, la principal diferencia es que Benet no tenía en cuenta al lector real, y Marías sí. Marías mide mucho los tiempos, y a pesar de las continuas disquisiciones nunca se va por los cerros de Úbeda. La estructura está clarísima y la historia es sencilla, tres o cuatro historias de diferente calado y protagonismo que van lubricando el veloz discurrir de la novela entera. A veces apura el lirismo, otras la matización, y aun otras un lenguaje trágico (ahí las citas hacen mucho) que me ha parecido, precisamente, ese “gran estilo” que perseguía Benet y que sólo es perfecto si es aceptado y entendido.
Es delicioso leer a quien siempre tiene un sentido musical del conjunto, y escoge la siguiente escena en función de lo que en ese momento necesita la novela, y subordina a esa variada construcción cualquier facilidad que le proporcionen los métodos de suspense. Es como una construcción pictórica, la tensión exacta entre un argumento general y unos argumentos particulares, la elección por tonalidades, una medida que a veces consiste precisamente en dar aspecto de desmedida, pero nunca cansar.
Por lo demás, era ya un mundo conocido. Luisa sigue siendo esa mujer que siempre hay algo que no tiene del todo claro, diríase que no tiene buen ojo, pero nos gusta porque nos solidarizamos con Marías, que le gusta mucho. Tupra es el impenetrable. Tiene algo de personaje de tebeo, así como el idiota de De la Garza (por cierto, qué bien hilada la historia de este imbécil con la de Custardoy, quién me iba a decir a mí que la historia de la espada en el lavabo de minusválidos se iba a justificar tan bien). Custardoy, en una historia de tebeo (otra), sirve para un tratamiento de la violencia bastante más realista que lo que acostumbramos, porque parte de situar al narrador exactamente en el punto en el que está el lector, la situación es lo más normal del mundo: ¿qué harías tú si te enteras de que tu exmujer, a la que todavía quieres, sale con un fulano que le pega? Y eso es lo bueno, que, al igual que ocurría con el polvo aquel del principio, te haces cargo de la situación, pero esperas una reacción distinta de la tópica, y en ese resolver problemas sencillos de manera infrecuente radica la gracia de buena parte de los episodios. Y, de paso, acumularlos en ese gran cuadro que conforme avanza la novela ves cómo va cogiendo cuerpo, pero que sólo entiendes del todo cuando se termina.
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