Cuando se trata de abordar un género para elevarlo a categoría artística, cuando se quiere utilizar un argumento de telefilme y fabricar con él una gran película, el orden de importancia no empieza por la transgresión estética sino por el dominio del género. Y eso es lo que menos me ha gustado de Los crímenes de Oxford, que respeta las convenciones más superficiales pero no tiene en cuenta las que dotan al relato de verdadera enjundia narrativa. Las cosas importantes se cuentan a toda velocidad, los remansos son vertiginosos y los espacios muertos van, también, a toda pastilla. No hay, pese al cuidado y la factura y todo eso, ningún momento en que el espectador funcione al mismo ritmo que la mente del protagonista, que trabaja a destajo, como si se le acumularan los papeles y todo le tuviera que pasar corriendo. Entre los fundamentos del género, sin embargo, la velocidad es inversamente proporcional a la densidad argumental, una norma que aquí ni se contempla. El resultado es que todo nos llega porque sí, porque ha llegado, porque en este punto de la escaleta tocaba resolver el segundo de los cuatro misterios, y un poco, además, a lo Agatha Cristie, es decir, sin dar al espectador la más mínima posibilidad de que entre en el juego de la deducción.
Pero quizá lo más tedioso haya sido la pompa con que hablan todos de cosas tan sencillas, en este caso del funcionamiento de las casualidades, de esa teoría del caos que nos entusiasmaba a todos en los 90, el efecto mariposa y por ahí. Salvo la historia del matemático lobotomizado, que es muy graciosa (uno de los pocos momentos en que nos suena la mano del autor) nada nuevo se nos dice al respecto: el hecho vulgar de que la realidad sea formalmente inaprehensible y de que, sin embargo, todo sea causa y consecuencia y cualquier absurda sucesión de hechos pueda responder a una lógica codificable.
Digo que esta preocupación era muy 90 porque de aquí salió el Auster posmoderno y la mayoría de las vidas cruzadas en que consistían casi todas las películas. Pero también es muy 90 una especie de enciclopedismo visual que a mí me cansa. De Tarantino se decía que cada plano podía rastrearse por alguna oscura película olvidada. Es decir, sólo usaba planos que sabía que funcionaban, que tenían que funcionar. Eso daba buenos resultados a los auténticos talentos, pero también desastrosos a toda esa prole de directores academicistas que solían dejar llena de sangre la sala de montaje porque no había un segundo que perder sin citar algo en cada plano.
Esta película no era tan rápida, ni necesitaba de sorpresas que en el fondo no lo son, sobre todo porque te dan un poco lo mismo. El director ha embutido, en un montaje que no le pega nada a la historia ni al ambiente, todo lo que se supone que tiene que tener un thriller de suspense: el enigma, las falsas pistas, las brillantes deducciones, los detalles desapercibidos. Si había algún personaje, queda diluido en tres o cuatro secuencias donde no le da tiempo a nada. Y, de haberlo, desde luego que no era el pomposo y vacío John Hurt (espero que los profesores de filosofía no hablen así en Oxford) ni mucho menos una Leonor Watling cuya presencia se agradece pero que no pinta absolutamente nada en la película, y que sólo sirve para quitarle presencia a la violonchelista, que grita como detrás de un cristal. Leonor Watling nos cae a todos muy bien y es una tipa de lo más interesante, y por eso suena rara en esta película porque parece que sólo la hayan contratado para enseñar el culo, un detalle importante si se tiene en cuenta que en la película aparece otro culo bastante menos comercial.
Pero es que, salvo el profesor que recibe al protagonista en Oxford y le avisa de que le será difícil escribir una tesis con John Hurt, uno nunca tiene la sensación de haber entrado en una película oxoniense. No supieron entrar Querejeta & Querejeta con Todas las almas ni, creo, ha sabido entrar Álex de la Iglesia con esta película. Una película oxoniense es, invariablemente, una película de largas piernas y amplias formulaciones. Pero es, por encima de todo, una película llena de ironía. Aquí es posible que hubiera ironía, pero ni los actores la percibieron ni, quizá, el director se la quiso explicar.
Pero quizá lo más tedioso haya sido la pompa con que hablan todos de cosas tan sencillas, en este caso del funcionamiento de las casualidades, de esa teoría del caos que nos entusiasmaba a todos en los 90, el efecto mariposa y por ahí. Salvo la historia del matemático lobotomizado, que es muy graciosa (uno de los pocos momentos en que nos suena la mano del autor) nada nuevo se nos dice al respecto: el hecho vulgar de que la realidad sea formalmente inaprehensible y de que, sin embargo, todo sea causa y consecuencia y cualquier absurda sucesión de hechos pueda responder a una lógica codificable.
Digo que esta preocupación era muy 90 porque de aquí salió el Auster posmoderno y la mayoría de las vidas cruzadas en que consistían casi todas las películas. Pero también es muy 90 una especie de enciclopedismo visual que a mí me cansa. De Tarantino se decía que cada plano podía rastrearse por alguna oscura película olvidada. Es decir, sólo usaba planos que sabía que funcionaban, que tenían que funcionar. Eso daba buenos resultados a los auténticos talentos, pero también desastrosos a toda esa prole de directores academicistas que solían dejar llena de sangre la sala de montaje porque no había un segundo que perder sin citar algo en cada plano.
Esta película no era tan rápida, ni necesitaba de sorpresas que en el fondo no lo son, sobre todo porque te dan un poco lo mismo. El director ha embutido, en un montaje que no le pega nada a la historia ni al ambiente, todo lo que se supone que tiene que tener un thriller de suspense: el enigma, las falsas pistas, las brillantes deducciones, los detalles desapercibidos. Si había algún personaje, queda diluido en tres o cuatro secuencias donde no le da tiempo a nada. Y, de haberlo, desde luego que no era el pomposo y vacío John Hurt (espero que los profesores de filosofía no hablen así en Oxford) ni mucho menos una Leonor Watling cuya presencia se agradece pero que no pinta absolutamente nada en la película, y que sólo sirve para quitarle presencia a la violonchelista, que grita como detrás de un cristal. Leonor Watling nos cae a todos muy bien y es una tipa de lo más interesante, y por eso suena rara en esta película porque parece que sólo la hayan contratado para enseñar el culo, un detalle importante si se tiene en cuenta que en la película aparece otro culo bastante menos comercial.
Pero es que, salvo el profesor que recibe al protagonista en Oxford y le avisa de que le será difícil escribir una tesis con John Hurt, uno nunca tiene la sensación de haber entrado en una película oxoniense. No supieron entrar Querejeta & Querejeta con Todas las almas ni, creo, ha sabido entrar Álex de la Iglesia con esta película. Una película oxoniense es, invariablemente, una película de largas piernas y amplias formulaciones. Pero es, por encima de todo, una película llena de ironía. Aquí es posible que hubiera ironía, pero ni los actores la percibieron ni, quizá, el director se la quiso explicar.
Comparto su crítica. Hasta el propio cartel de la película no pasa de un formalismo con tendencias hollywoodienses que no aporta nada de nada.
ResponderEliminarUna pena por Alex, porque es un director que me encanta.
Absolutamente de acuerdo. Tan sólo señalar la pésima actuación de Frodo, todavía con la misma cara de estreñido que cuando poseía el anillo. Los dialogos son pésimos, la peli es tan mala que ofende.
ResponderEliminarComo nun vi la película, eso que aforré...he he
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