19.1.08

1. MATEMÁTICAS


Aprendí el castellano sin querer, pero no se lo dije a nadie. En España la gente habla sin descanso, y cuando alguien se queda callado suelen preguntarle si se encuentra enfermo. Pero yo tenía una excusa. En el instituto, al principio, no me enteraba de nada. Miraba al profesor y copiaba mecánicamente, para disimular, las palabras que él iba escribiendo en la pizarra, pero no las entendía ni tenía el más mínimo interés por comprenderlas. Yo estaba bien. Hacía mucho calor en el aula, pero el sonido de la voz del profesor, sus eses y sus erres, me resultaba gratificante.
Bueno, he dicho que yo tenía una excusa para no hablar con nadie, pero eso no es del todo cierto. En realidad no había posibilidades de hablar con nadie, al menos con nadie con quien a mí me apeteciese hablar. Tan sólo un par de profesores se acercaron a mí, me pusieron la mano en el hombro y me dijeron frases incomprensibles. Pero yo ya me había acostumbrado a ser un extranjero, a que mi condición de individuo quedase diluida en la de alguien a quien se obvia. Teruel es una ciudad muy pequeña y a cada paso hay gente que se ha parado a charlar. Yo cruzaba el puente, un puente grande, de treinta metros de ojo, y atravesaba esos grupos sin que nadie girase la cara por si yo era otro conocido, alguien a quien habría que saludar o preguntarle por sus familiares enfermos. Aunque dos personas no se saludasen, en sus andares y en su manera de pasar uno al lado del otro era evidente que ambos sabían de quién se trataba el otro, que lo habían identificado y después decidido si lo iban a saludar. Eso en Irkutsk también pasaba. En todas las ciudades pequeñas pasa lo mismo.
Pero la actitud de los transeúntes que se paraban a charlar en lo alto de un puente era distinta cuando al lado pasaba un extranjero, porque entonces no se podía distinguir ni el más mínimo gesto, ni el menor cambio de postura, nada en su posición ni en su manera de mirar daba esa sensación de conocer a quien pasa, o de mirarlo, o de decidir el grado de vencindad que los unía. Los extranjeros pasaban como si no hubiesen pasado, igual que pasan los turistas en una ciudad acostumbrada al turismo, igual que un vecino de toda la vida del centro de Venecia miraría a unos turistas holandeses. Sólo un extranjero siente esa negación absoluta. Pero esa condición de fantasma para mí era la paz absoluta de mi espíritu, lo mejor que me pudo suceder desde que llegamos a España, el fin de todos mis miedos y contradicciones. Mi sensación era la de quien, en una situación incómoda, desea que se lo trague la tierra, y la tierra se lo traga, y lo escupe en un lugar donde no tiene la suficiente entidad social como para ser uno de los que atraviesan el puente con la certeza de que antes de abandonarlo habrán saludado a un semejante.
En estas circunstancias, yo sólo disfrutaba en la clase de matemáticas. Las matemáticas se escriben igual en ruso que en español. Sien embargo, las dos veces que el profesor, Javier Santacruz, un tipo serio que me caía bastante bien, me preguntó con palabras y gestos si había entendido algo, yo no expresé nada, bajé la mirada y miré la superficie del pupitre, en un azoramiento absolutamente fingido que de inmediato hacía que el profesor no insistiese, sobre todo porque detrás de mí se oían risas aisladas.
Yo nunca dije que sí, que lo entendía todo, ni tampoco lo podía decir entonces, porque sólo habría conseguido devaluar el efecto de mi estrategia. Si entonces, con mi nulo castellano, demostraba mis conocimientos en matemáticas, quizá la gente dejara de reírse, quizá pensasen que, aunque no me enterase de nada, no era tonto. Había que tener un poco de paciencia, seguir mirando la pizarra sin emitir ningún mensaje con los músculos del rostro, seguir observando la pizarra con las manos boca abajo, simétricas sobre la superficie vacía de la mesa. Había que dejar que las risas creciesen, y luego cortarlas en seco.
De algo me habría tenido que servir la herencia rusa. El general Kutúzov ganó a Napoleón porque, de entre todos los altos mandos, incluido el Emperador, fue el único que supo decir que no a las fáciles victorias. Mientras todos veían con claridad lo que ocurría en una posición determinada, en un momento concreto, el general Kutúzov veía pasar la realidad, sabía cómo atenerse a su ritmo y a su sentido general, y calculaba el sacrificio necesario para ser después recompensado con creces.
Desde mi asiento, en mi condición de fantasma, podía ver al resto de los alumnos de un modo, digamos, más limpio. No había deseos ni rencores en mis ojos porque no había nada que esperar de ellos. Las chicas atractivas podían ser contempladas como si no estuvieran vivas del todo, con distancia, con desapasionamiento. El resto de chicos no se comportaba con naturalidad cuando hablaba con ellas. La misma confianza era una muestra de falta de naturalidad. Nunca me había dado cuenta, pero ahora era evidente cómo, aparte de ser amigos, o compañeros, o nada, había entre ellos una compleja trama de gestos diminutos, inconscientes, que revelaban pudor o exceso de confianza, amor, odio u ostentosa indiferencia. Yo los veía, sobre todo a las chicas, como lo que eran, seres intangibles que se comportaban en mi presencia como si yo no estuviese.
En la escuela de Irkutsk, mi profesor de matemáticas era un antiguo capitán del ejército soviético. Siempre se había dedicado al entrenamiento deportivo, y sus métodos eran muy constantes y rigurosos. Desde el principio, desde que nos enseñó a sumar, empleó la misma táctica. Primero escribía en la pizarra la operación que los alumnos teníamos que resolver. Después de cinco minutos, la borraba. Nosotros, entonces, teníamos que estar en silencio media hora, al cabo de los cuales el capitán Vsevolodivich nos daba un papel en blanco. Aún nos quedaban cinco minutos para escribir de nuevo el enunciado de la operación y su resultado, y entregarlo cuando Vsevolodivich diera una seca, sonora palmada. Eso lo hizo, respetando el mismo tiempo, con la operación 2 + 2 y, años después, con complejos cálculos infinitesimales.
Con esto solo quiero decir que en mí era una costumbre, algo que nunca me costó demasiado esfuerzo, entre otras razones porque durante el invierno, como no se podía salir al patio, la ración de matemáticas era doble. O triple. No, muchos de nosotros no guardamos buen recuerdo de aquel sistema. Vsevolodivich organizaba una especie de competición, una lista con cien de ejercicios por la que había que ir escalando a lo largo del curso. Si llegabas a 70, en vez de un 7, como ocurre aquí, eras nombrado capitán. Vsevolodivich siempre fue muy honesto consigo mismo.
Mi sorpresa al llegar a España fue que lo que se exigía para sacar un 10 era aproximadamente lo que nuestro maestro pedía para ser cabo (en Irkutsk sólo aprobabas si llegabas a teniente), así que decidí homenajear al capitán el día del primer examen. Todo era, sobre el papel, muy fácil. El profesor nos dio un folio con tres ejercicios muy sencillos de cálculo diferencial. Yo procedí como siempre, como desde que era niño, memorizando los enunciados. Ya sé que era inútil. Yo podía ver el enunciado durante todo el examen, durante mucho más tiempo que los exiguos cinco minutos a que estábamos adiestrados en Irkutsk. Pero, afortunadamente para mí, me di cuenta de inmediato de que si trataba de sacar provecho de la ventaja no sería capaz de resolver el ejercicio. Sí, acostumbrado a un mismo método durante toda mi vida, ahora, de pronto, de golpe, en el día señalado, decidía utilizar otro (no se trata de que fuera más o menos ventajoso, sino de que era otro), seguramente la parte no racional de mi cerebro, las células emotivas, se apoderarían de mi lógica sin que yo pudiese hacer nada para remediarlo. De modo que, después de cinco minutos exactos de mirar el folio que me había dado el profesor, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo del pantalón, y me puse a mirar al papel en blanco.
¡Todo el mundo se enteró! De pronto, sin apartar la vista del papel, sin ver a quien, sin mirarme, le daba por pensar en mí, sentí una especie de escozor en el cuello, agravado-ñ por el hecho de que no podía rascarme. Rascarse el cuello durante un examen de matemáticas puede ser una información muy valiosa. Mis vísceras, sobre todo mi corazón y mis intestinos, reaccionaron de inmediato a semejante catarata de pensamientos diminutos que se cernía sobre mí. Era como si todo el mundo, cuando, después de leer sus enunciados, procede a cambiar de postura, a recogerse el pelo, a sacar la calculadora, contemplase cómo yo había dado el asunto por concluido. No les habría llamado la atención que dejara el enunciado sobre la mesa, pero sí que me lo guardase. Fue un momento. Nadie, salvo el profesor, dedicó más de un segundo, y la culpa yo creo que fue mía, porque hice, sin ningún disimulo, el gesto que muchos otros harían después con todas las precauciones, pero no para meterse un papel al bolsillo sino para sacarlo.
Sólo hubo una persona que permaneció mirándome. Los demás habían, por primera vez en sus vidas, pensado en mí, pero ya se les había olvidado. Se rieron los que se reían siempre que un profesor me preguntaba si entendía algo, pero los demás volvieron a sus puestos. Las chicas se escondieron en sus cabelleras y los chicos se encorvaron sobre los papeles o empezaron a dibujar monigotes, o trataron de copiar. Pero una chica, no exactamente la más bella, no la chica guapa (una de las varias chicas guapas) que yo veía con la distancia de quien no tiene nada que hacer, sino una chica en la que yo tampoco me había fijado, que también había sido hasta entonces un fantasma para mí, una chica que me había pasado desapercibida precisamente porque su aspecto me había parecido del todo vulgar, es decir, ruso, y que con el tiempo descubrí que entre sus compañeros era lo que se suele decir una chica rara.
No era rusa, era de Alfambra, y se llamaba Elena. Y tampoco hablaba con nadie. Estaba clarísimo que esa chica trataba de solidarizarse conmigo, o bien que yo para ella era más normal que sus propios paisanos, quién sabe. Tenía la piel muy blanca y el pelo lacio y muy negro. Sus labios eran oscuros y sus ojos grandes y azules. Me recordaba, ahora que por primera vez la estaba mirando, a una compañera de la escuela, Luzmila Nikolaevna, que me caía bastante mal. Mientras miraba el papel en blanco se me pasó varias veces por la cabeza el rostro de Luzmila. A medida que, con la minuciosa técnica de siempre, iba resolviendo los ejercicios, volví a ver a Luzmila en situaciones que antes, cuando las estaba presenciando, no había visto. De pronto me sentí culpable por no haberle hecho más caso a Luzmila. Siempre había sido muy amable conmigo. Me acordé, por ejemplo, de algo que había desaparecido al momento de suceder, cuando murió mi hermano Sergei y Luzmila se acercó a mí y trató de charlar conmigo, y yo no le hice ni caso.
El conocimiento, la empatía, los corpúsculos de afecto que viajan de un cuerpo a otro antes incluso de conocerse, y que entran antes por las vísceras que por el cerebro, me despistaban todo el rato, a pesar de que Elena ya estaba resolviendo su examen (aunque cada cierto tiempo me mirase) y yo no apartase la vista del papel en blanco. De pronto se me ocurrió, influido seguramente por alguno de aquellos corpúsculos, que si yo llevaba a término mi plan las consecuencias no serían del todo felices. Hasta ahora, todo el mundo pensaba que yo era un extranjero que no se entera de nada. A partir de ahora, sería un extranjero que no se entera de nada pero es muy inteligente. Todo el mundo contaría la hazaña, nadie repararía en que se trataba de una costumbre, y que de un modo normal y corriente, como ellos, acaso no habría sabido resolverlo. Es posible que, dado el nivel tan mediocre de matemáticas que había en el instituto, intentasen, a su modo, captarme para concursos de matemáticas. También era posible que a partir de entonces me considerasen peligroso, la típica mente venida del hielo. Pero lo peor es que no veía en la clase a nadie capaz de sentir por ello simpatía hacia mí sino admiración, y no la admiración de quien envidia determinadas aptitudes del otro, sino la de quien considera que ciertas capacidades son propias de locos.
El pesimismo ensombreció la página. Vi en el reloj que faltaban cinco minutos para entregarlo, el tiempo que yo necesitaba para reproducir con exactitud los enunciados y todos los pasos que había tenido que dar hasta llegar a la solución exacta. Entonces volví a meterme la mano en el pantalón. El asiento de la silla rechinó y todo el mundo a la vez levantó la vista. Yo estaba de medio lado, con una mano en el bolsillo. Es como si me hubiesen pillado. Estaba muy serio y la gente se reía. Pero estalló en una carcajada general, Elena incluida, cuando saqué del bolsillo un lápiz de Ikea. En mi casa había muchos lápices de Ikea, de madera, muy cortos, apenas para usarlos con las puntas de los dedos.
El profesor apagó las risas y se puso muy serio. Todo el mundo calló. Él siguió hablando, al principio muy tenso, pero pronto mucho más relajado. Yo no entendía nada, pero de pronto entendí la palabra NASA, y también entendí la palabra Gagarin, que es un apellido ruso, el apellido del astronauta que subió al espacio con un lápiz. La anécdota nos la contó mil veces el capitán Vsevolodivich. La humanidad entera sabe que, mientras en la NASA investigaban en una tinta que escribiera sin gravedad, los rusos usaban lápices. El final de la anécdota coincidió con el timbre que anunciaba el cambio de clase. No me quedaba tiempo. Tan sólo, en el centro, escribí el resultado.
Pero no lo entregué al profesor. Lo doblé en cuatro partes, me levanté de mi asiento, confundido entre todos los que entregaban su examen. Me acordaba de Luzmila. Qué feliz se habría sentido Luzmila, aquella chica tan transparente a la que nadie hacía caso, si yo le hubiese mostrado alguna forma de agradecimiento cuando me consoló en el entierro de mi hermano. Así que hice no lo que habría hecho el capitán Vsevolodivich, sino lo que habría hecho yo mismo si no hubiese tenido que marcharme de mi país: acercarme a Elena, que corría para terminar su examen, y dejar el papel sobre su mesa.

5 comentarios:

  1. Anónimo10:55 p. m.

    Chavales, que ya estamos arrancando: ¡Viajeros al tren!, ¡viajeros al tren!.
    El convoy Sevastopol (bueno Irkutsk) Alfambra dejará el andén 12 en breves minutos. Que tengan buen viaje.

    Qué bueno...¡tiemblo!

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  2. Qué bueno... El folletín promete muchísimo.
    En cantados de estos avances, pero esto es trampa, ¿no? Hasta julio no valía empezar.
    Tongooo, tongooo...

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  3. Bueno, bueno. Son probatinas nada más, barro narrativo, y por otra parte lo mismo que otros años por estas fechas. Lo que pasa es que luego lo dejo estar hasta julio. Este año intentaré no maltratar tanto las neuronas. En todo caso, aún estoy en busca de un tono, una voz narrativa, seca, dura, siberiana. Ya veremos. Entretanto, gracias por vuestros ánimos.

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  4. Anónimo2:08 p. m.

    Esto tiene muy buena pinta!!!, estoy seguro que volveremos a disfrutar este verano con otro de tus folletines ... especiales.

    Besos,
    Nono.

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  5. Anónimo8:44 p. m.

    pero pero pero pero!!!!! como me encanta! es buenisimoo!!! Aqui tenemos ya el nuevo folletin del siglo!!! que diga del año jeje!! Es estupendo Antonio buenisima la narrativa

    Deseandico que llege Julio!!

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