El cantón de Albarracín
Don José María Catalán de Ocón García de Vera Vicente de Espejo y Martínez de Azagra, señor de Valdecabriel, vivía en Barcelona, pero solía pasar los veranos en las Casa de la Campana, en las escarpaduras de la sierra que ascienden hasta el nacimiento del Tajo. La familia poseía ya esos títulos desde los tiempos de Jaime I, y los señoríos de Albarracín y Monreal les fueron confirmados en el siglo XVI y desde entonces se habían mantenido indivisos a través del primogénito. Ahora era su hijo Manuel el que llevaba las riendas de la familia, mientras don José María contemplaba la historia en la puerta de su casa, debajo de una parra. Con los primeros rumores de epidemia, el patriarca decidió trasladarse a su palacio de Albarracín.
Manuel había casado en segundas nupcias con doña Loreto, dama catalana, educada en un convento de monjas suizas. En aquel montañoso país debió de aprender doña Loreto los secretos de las hierbas, cómo buscarlas, ordenarlas y presentarlas, y enseñárselo a su hija Blanca, que alcanzó cierto renombre como botánica e incluso dio nombre a una flor, la saxífraga blanca, que encontró en sus excursiones por las feraces gargantas fluviales a las que se asoma la villa de Albarracín. Su otra hermana, Clotilde, encontró su vocación entre los lepidópteros, las dos tuteladas por el canónigo de Albarracín, mosén Bernardo Zapater, que también tenía un modesto prestigio como naturalista.
Entre pecíolos y espiritrompas, las niñas eran muy felices en la sierra. Conservaban las amigas de la infancia, y a pesar de lo que hubiese dado de sí la vida, de los caminos distintos que hubieran emprendido sus padres, ellas mantenían su afecto en verano como quien mantiene la infancia un par de meses al año. Era el caso de Amparín Benito, algo mayor que ellas, que sin embargo, cuando eran niñas, les había dado lecciones de latín durante las vacaciones, y desde entonces se habían visto todos los veranos y siempre salían juntas en sus excursiones por la sierra, y se reunían por las tardes en el mirador del palacio para escuchar las hermosas poesías de Clotilde, y juntas paseaban entre peñas gigantescas de rodeno y altos pinos.
Decimos que la amistad no se resintió de los vaivenes de sus mayores porque fue Manuel, su padre, rico terrateniente, entusiasta liberal, quien pronunció una frase que lo distanció levemente del doctor Benito: “Llega más pronto a Valencia un barco de Odessa que una carretada de grano expedida desde cualquier punto de la Sierra de Albarracín”. Fue la frase más celebrada entre quienes pretendían que el ferrocarril no prolongara la estéril dependencia de Teruel con Zaragoza, sino que convirtiera la provincia en productora de materias con salida directa al mar. Siempre se profesaron el mismo respeto, como parientes lejanos que eran, pero después de aquello un encuentro de los dos en la plaza mayor de Albarracín habría resultado un tanto incómodo.
No hizo falta, ésa es la verdad. Bastante ocupación tenía el doctor Benito por aquel entonces, que no solo atendía su consulta sino que viajaba por los pueblos más castigados de alrededor. Sin embargo los equívocos se sucedieron. A finales de junio, al poco de que el doctor Benito levantara el lazareto de la Jaquesa, un grupo de catedráticos entre los que se encontraba Polo y Peyrolón había intentado entrar en Albarracín. No se les permitió el acceso cuando se supo que venían de Valencia, los viajeros se quejaron airadamente, el gobernador amenazó al concejo con una multa de 500 pesetas y alguien aprovechó un artículo del doctor Benito que hablaba de cantonalismo sanitario para denunciar que Albarracín se había declarado independiente. El doctor Benito tuvo que explicar la metáfora simple y todo quedó aclarado. No sólo no le parecía mal a don Aurelio el cantonalismo sanitario sino que pudo demostrarse cómo daba sus frutos durante la epidemia. Lástima que el resto de los pueblos, incluidos los de la sierra, no se hubieran declarado también independientes.
Allí había familias importantes y estaban muy bien protegidas. Sólo les preocupaba la edificación del nuevo cementerio, porque el viejo, junto al campo de San Juan, en las peñas descarnadas que jalonan el río, se mantenía en condiciones insalubres. Cada vez que llovía, el agua se filtraba por las tumbas e iba a parar al Guadalaviar. Unos decían que el cólera, de haberlo, correría aguas abajo y no sería problema. Otros, más lúcidos o más clementes, defendían que el cólera no sabe de geografía, y que todos bebían las mismas aguas.
Por lo demás, las medidas sanitarias se cumplían con escrúpulo, el vecindario se tranquilizó hasta el punto de que dentro de la fortaleza mora, por los balcones asomados al vacío, entre las cuestas empedradas de rodeno y los tejados que se juntan sobre las callejas, sus habitantes se hacían las mismas visitas de todos los veranos. Cuando llegó la familia del doctor Benito, ya todo el mundo sabía que Amparín había sufrido una indisposición. Ella misma comunicó a sus primas por carta que había sido nada más que un amago, y no provocado por el vírgula sino por una intensa emoción que, cuando tuvieran oportunidad de volver a verse, ya les contaría.
Esa oportunidad había llegado y Blanca y Amparín pudieron compartir su intimidad en el mirador de la azotea, una tarde de julio, cuando el sol se había puesto por detrás de la muralla y del río llegaba un fragor de sombras y de chopos. Mientras Blanca estuvo en Monreal, antes de salir rumbo a sus otras posesiones de la sierra, las dos amigas habían mantenido apasionada correspondencia, Amparín hablando del maestro botánico que había conocido, y Blanca suspirando por un científico alemán mucho mayor que ella. Había sido tanto el entusiasmo de Blanca en sus misivas, tanta la delicadeza y la sinceridad de sus consejos, que Amparín había confiado en ella desde el principio, y cuando recibió la orden de marcharse, menos le pesó su cuerpo desmadejado por la diarrea que la promesa de encontrarse con sus primas.
-Debes darle tiempo, Amparín –dijo Blanca, bastante más joven que ella, pero igual de inexperta en las lides del amor.
Estaban sentadas junto al ventanal. En un entredós descansaban los últimos poemas de Clotilde reunidos en un libro de cubiertas jaspeadas, encuadernados con amor por el abuelo, que estaba ocioso. La primera intención de Blanca, como mujer para quien la felicidad ha vivido siempre dentro de los libros, fue leerle unos versos de su hermana. Amparín la miraba, la lánguida cabeza ladeada, el vestido gris sencillo sin puntillas, esa grave lucidez con la que hablan algunos enfermos de espíritu.
-No basta con desear las cosas –dijo Amparo-. Ese hombre no me quiere. Sería el marido ideal, sí, culto y paciente, serio, comprometido, sin servidumbres de niño rico. Se pasaría el tiempo con mi padre, salvando el mundo, y yo lo vería pasar como si ya todo hubiese pasado entre nosotros, como si nos hubiésemos dormido el día que nos conocimos y al despertar ya fuésemos una familia cargada de hijos.
-No te rijas por lo que lees en las novelas, Amparín.
-No, yo no me rijo por nada. A mí Víctor Hugo me trae al fresco. Ya te dije hace tiempo que yo quería un novio naturalista, sin contemplaciones.
-¿Pero entonces en qué quedamos? ¡Él se acercará tarde o temprano! En realidad ya todos en la familia lo dais por hecho. Mi hermana Clotilde me ha contado que tu madre le comentó a la mía que lo mejor sería que te casases con el maestro.
-Sí, pero eso lo dice mi madre porque teme que me vuelva loca.
-¡Amparín!
-Sí, Blanca, sí. Y yo también lo temo.
-¡Pero habría sido otra cosa! Estabas cansada, eso es todo.
-Llevo muchos días cansada, Blanca. He oído varias noches ya esas voces. Ramón quiere una mujer sana, no una histérica que de vez en cuando ve fantasmas.
-Aquí no ves nada. Tú misma me has dicho que aquí duermes divinamente.
-Sí. A los fantasmas no les gusta el aire de la sierra. Eso será.
Las dos primas rieron divertidas la ocurrencia, en ese momento de las confesiones en que la confianza reclama una pequeña broma, que es afecto hablado, cariñoso y confortativo. Blanca creyó adecuado el momento para cambiar de conversación.
-Ven, Amparín, vamos a mi cuarto, que te voy a enseñar las palabras en latín que me ha dedicado Mauricio en su Supplementum Prodomi Florae Hispanicae, que son muy bonitas. ¿Sabes?, me ha enviado un retrato suyo y me ha pedido uno mío. ¡Si no fuera tan mayor…! Con la suerte que tienes, querida Amparo. ¡Qué no daría yo por que me saliese a mí un novio botánico, y que no fuese tan viejo!
Habían embocado ya las escaleras sujetándose las faldas para no caerse cuando apareció en el descansillo, congestionada, despavorida, la hermana de Blanca, la señorita Clotilde Catalán de Ocón.
-¡Clotilde, hermana, qué te pasa!
Clotilde jadeaba para hablar, y señalaba a Amparo con el dedo.
-Es tu…, es tu… hermano Julio…
Blanca miró a su amiga, y le guiñó un ojo. De todas era sabido que Julio a Clotilde le hacía tilín. Fue la señorita Amparo la que supo detectar a la primera que había algo raro. Julio había dicho que vendría, sí, pero no era normal que se presentara de buenas a primeras en el palacio de los Ocón.
-Serénate, Clotilde, ¿qué ocurre?
Clotilde rompió a llorar al tiempo que hablaba, casi no se le entendía.
-¡Es que ha venido y ha empezado a decir unas cosas horribles yo creo que va un poco bebido y luego ha cogido una espada de la pared y se ha puesto a dar sablazos a los floreros y a mí me daba mucho miedo…!
Blanca se quedó paralizada, sin saber si seguir bajando las escaleras o llamar a gritos al servicio.
-Déjame pasar, Blanca. Voy a ver –dijo Amparo, y bajó taconeando la escalera y cruzó el amplio vestíbulo que comunicaba con la sala de armas. Abrió la alta puerta de doble hoja y allí vio a su hermano, apoyado en la repisa de la chimenea. Con la otra mano sostenía el sable, que era un sable de conquistador, y arrastraba por el suelo.
-¿Se puede saber qué estas haciendo? –le gritó Amparo, mientras cruzaba la sala. Las dos hermanas Catalán de Ocón se quedaron en la puerta.
Julio levantó la cabeza con parsimonia. Llevaba los bombachos y la chaquetilla de cazar, el traje que Amparo prestó a Ramón el día que se conocieron. Ramón se lo había devuelto limpio, pero ella ordenó a Pascuala que volviese a lavarlo y no dijese nada al señorito. Si hubiese sabido algo, no se lo habría vuelto a poner en su vida.
Amparo se acercó hasta que lo tuvo al alcance de la mano. Su aspecto era lamentable. El pelo le caía por la frente, tenía los ojos inyectados y una sombra morada bajo los párpados, el labio inferior le colgaba como el de un caballo cansado. Estaba exhausto, o había bebido. Lo primero que hizo Amparo fue ir a quitarle la espada.
-¡No me toques! –se revolvió su hermano-. Te puedo pegar el cólera.
-¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido?
-Ya lo ves. He venido a verte. El hijo mayor debe velar por su madre y por su hermana. Además, traigo buenas noticias. O no tan buenas, quién sabe.
Julio se volvió hacia ella. La miraba con un velo de resignación salvaje, de fracaso incontrolable.
-Aquí estáis en la gloria –dijo-. Seguro que aquí no ha habido todavía ningún muerto. Tiene razón el alcalde de Bronchales, esto es la Suiza española. ¿No os dedicáis por las tardes a leeros cuentos para no aburriros? Sería lo más apropiado.
Las hermanas Catalán, viendo el tono más calmado de su primo, se decidieron a entrar en la sala. Clotilde no dejaba de mirar la espada.
-Sí, más os vale no salir de esta burbuja de felicidad. El camino hasta aquí está lleno de cadáveres. Sin ir más lejos, delante de vosotras tenéis uno. ¿Ves, Amparín, cómo es verdad que ves fantasmas?
-No bromees con eso, Julio. Tú estás borracho, pero no enfermo.
Julio la miró y tragó saliva. Luego caminó hasta la ventana, apoyándose en el espadón.
-De aquí a Teruel hay un reguero de sillas vacías, y ya podéis afinar vuestra clausura, porque río arriba están cayendo como moscas. Cuando ves un carro te tienes que tapar la boca porque seguramente lleva un fiambre. Dile a tu señor padre, querida Clotilde, que ha organizado un cinturón sanitario impecable. Pero yo me he colado.
-No era necesario –insistió Amparín-. Los pasajeros de Teruel pueden entrar…
Julio se volvió hacia ella y la cortó en seco.
-No pueden entrar. Yo no he podido entrar. He bajado hasta el río. Esas pisadas de barro que veis en el suelo son de tierra del cementerio. He dicho: “soy Julio Benito”, y me han dicho: “pues pase de largo o vuélvase por donde ha venido, Julio Benito”. Así que no os preocupéis, vuestro papá os protege.
-Julio, estás en su casa. De un momento a otro puede aparecer don Manuel, estás muy excitado y no quiero líos. Así que compórtate, por lo que más quieras.
-¿Pero cómo? –dijo Julio, en falsete- ¿Es que no me crees, hermana? Te he dicho que tengo el cólera.
-Si tuvieses el cólera no podrías ni pronunciar las tonterías que estás diciendo. En vez de agua has bebido vino, y a lo mejor has hecho bien. Ahora vas a callarte y nos vamos a ir los dos a casa. Vamos.
Amparo fue a cogerlo del brazo.
-¡Te he dicho que no me toques!
El semblante de Julio variaba de la ira al miedo, del cinismo al ruego.
-Además, quiero ver a don Manuel.
-De eso nada, Julio, vámonos de aquí.
-Sí, quiero preguntarle a don Manuel un par de cosas. Quiero preguntarle qué pasa con los que hemos perdido todo en el negocio del ferrocarril a Sagunto. ¿No sabéis nada, queridas primas? Pues yo os lo voy a contar, si me permitís un momento. ¿No te contó nada a ti, Amparín, tu amigo Rodríguez del Rey cuando flirteabais en el baile de Cuasimodo? Sí, sí. ¡Negocio seguro! ¡Ha dicho Rodríguez que ya está a punto de aprobarse, que el ministro está en el bote! ¡Hay que comprar terrenos, vías, traviesas, locomotoras! ¡Compren bonos del ferrocarril a Sagunto! ¡Están garantizados, palabra de Rodríguez del Rey!
Julio no gritaba, pero tampoco se apeaba del tono cínico, que era lo que de veras asustaba a las hermanas.
-Vuestro papá no ha perdido nada. Total, cuatro perras, unos miles de acciones de la compañía. Pero te gustará saber, querida Amparo, que yo he perdido hasta la camisa. Si se entera tu padre le da un ataque. A fin de cuentas, yo he sido discreto, pero el tonto de Ramiro Delgado, que puso hasta su nombre y el de sus hermanos para fundar la compañía, también lo ha perdido. Todos lo han perdido todo. Pastores, ganaderos, comerciantes…, ¡hasta el que me hacía las carlancas para los perros!
Amparo lo miraba consternada. Todo era confuso y en el hablar pastoso de su hermano no se podía ver dónde acababa su melopea victimista y empezaba su verdadero drama. Amparo no se fiaba de su hermano, le parecía todo mentira. Julio hablaba lentamente pero sin detenerse, como si la lengua se moviese sola.
-¿Quieres saber cómo buscábamos los accionistas?
-Vámonos a casa, por favor, Julio.
-Sí, vámonos, aquí no somos bien recibidos. Yo no tengo dónde caerme muerto y tú te vas a casar con un maestro. ¿Os habéis enterado, chicas, de que tiene novio?
-¡Julio, por lo que más quieras, vámonos!
-Aunque por poco tiempo –dijo Julio-. Ha empezado la lotería de la peste. ¡Compren, señoras, sus números! Pues tu novio, querida hermana, tiene unos cuantos. Y tu padre también. Aquí casi no hay números. Es posible incluso que Albarracín acabe sin víctimas la epidemia. Qué bien. Además, hermana, aquí no hay fantasmas. Los fantasmas ya se han vuelto a meter en sus libros.
Julio soltó una carcajada sin ganas, como es la risa de los borrachos cuando se dan cuenta de que todo el mundo quiere deshacerse de ellos, como si se riesen de sí mismos, o riesen por no llorar, y dejó caer la espada al suelo, que retumbó en el maderamen, y atravesó la sala delante de Amparín. Las hermanas Catalán de Ocón se separaron para abrirle camino. Al pasar junto a ellas, Julio miró a Clotilde.
-Una lástima, Clotilde. Dedícame una poesía, anda, y me la envías al cementerio.
Amparo lo vio salir. Ella permaneció inmóvil, con la mirada de quien acaba de descubrir su propio crimen. La carcajada siniestra de su hermano le había traído a la mente, como una ráfaga de horror, las carcajadas que había escuchado en su cerebro aquella noche, que se paraban en seco. Su memoria las mezclaba con carcajadas reales, oídas, vividas, como las carcajadas de la señorita Lis en Bruno el tejedor, o la carcajada falsa que le dedicó en el baile a Rodríguez del Rey.
-¡Julio! –gritó- ¿Qué has hecho? ¡Dime qué has hecho!
Julio abandonaba ya el vestíbulo, las palabras de su hermana quedaron envueltas en los ecos del palacio. Amparo cruzó entonces la sala y como toda despedida cogió a sus primas de la mano.
-Tengo que ir a Teruel –les dijo-. Tengo que ir como sea.
-No, como sea, no –dijo Blanca Catalán de Ocón-. Me voy contigo. Iremos en el tílburi, que va más deprisa. Clotilde, dile a Evaristo que nos lo prepare. Tú y yo, Amparo, vamos a recoger nuestro equipaje.
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