30.8.09

La enfermedad sospechosa, 18


Plegaria

Días después de la Vaca del Ángel, las calles seguían cubiertas de inmundicias de la fiesta. El paisaje no era muy distinto al de otras épocas del año, pero se notaban más los vahos fermentados del vino y la incontinencia general del mocerío, que en punto a decoro dejaba mucho que desear. Quedaban en los charcos de la plaza rastros de sangre de los toros ensogados, de cuando eran arrastrados por la muchedumbre y se arrancaban las pezuñas con las piedras. A pesar de que ya se hubiese detectado algún caso de contagio extramuros de la ciudad, en los barrios del Arrabal o del Calvario, la gente se agolpaba en las tabernas y caminaba cogida del brazo, los mozos de los pueblos que habían acudido a emborracharse y buscar novia mezclaban el aliento y el sudor delante de los toros, en las iglesias la multitud se apiñaba en silencio y el cura rezaba un Pater noster, Ave María y Gloria Patri mientras por el suelo de los templos, arrastrándose como culebras venenosas, un ejército de microbios escogía sus víctimas entre los fieles, se emboscaba en las suelas de los zapatos y en los restos de alimento de las manos, en las manchas de los trajes y en el agua bendita. El Reverendísimo e Ilustrísimo Prelado de la Diócesis se dignó conceder cuarenta días de indulgencia por cada vez que devotamente se recitara esta plegaria: ¡Oh castísima doncella, Virgen sin mancha y Mártir insigne de nuestra sacrosanta fe! ¡Oh Emerenciana gloriosísima, Patrona y Abogada nuestra cerca del trono del Rey inmortal de los siglos!, clamaba la multitud.

Y así la epidemia se cebó con tal violencia en la ciudad que de un día para otro las calles empezaron a llenarse también de sillas vacías, igual que en los pueblos del Bajo Aragón y de Gúdar y de la muy castigada ribera del Jiloca. En una semana se contaban más de treinta invadidos en Calamocha, y casi la mitad perecían sin remedio, lo mismo que sucedía en Villel, a bien pocas leguas de la capital. Las cifras de invasiones se dispararon a finales de julio. En la última semana la contagión afectó a veintiocho personas en la capital, y murieron catorce. En la provincia entera, en ese mismo tiempo, murieron casi setecientas personas, y dos mil trescientas fueron infectadas. La proporción siniestra se cebó con espantosa crudeza en algunos pueblos. Esa semana la epidemia se ensañó con los pueblos del Bajo Aragón. Castelserás, Híjar, Albalate o Alcañiz sufrieron invasiones masivas y perdieron a decenas de vecinos. En pueblos pequeños como Ariño, Ejulve, Obón, Urrea o Villel, la espada segó miembros de todas las familias, todos tuvieron motivos para vestir de luto. En Villastar, muy cerca de Teruel, de ciento ochenta vecinos que eran, en quince días enterraron a sesenta.

Pese a los esfuerzos de las autoridades por que nadie franqueara el paso al asesino, y las muy detalladas instrucciones sobre cómo fumigar las casas de los muertos, se veían a veces, como dice el poeta Lucrecio, a quien tanto leyó Ramón aquellos días, los cadáveres tendidos de los padres encima de los hijos. Los parentescos y las deudas eran fieles aliados de la peste. Hubo familiares que sentían como un pecado mortal no atender a los suyos en la cabecera de la cama, madres que jamás se habrían perdonado no besar el cadáver de su hijo, y otros que tuvieron que cargar con el baldón de no haber atendido a una madre agonizante como estaba mandado.

Ese fue el caso de Nazario, el empleado de la redacción del Ferro-carril, y también del regente, Laureano. Los dos fueron contagiados por ser piadosos e inconscientes. El cólera no había hecho sonar sus trompetas ni había levantado polvo del camino en sus ataques. La gente moría obsesionada con morir, enloquecida de luchar contra enemigos invisibles, y de sospechar de sus seres queridos hasta el punto de dejarse llevar por el pánico y abandonar familias o incluso destruirlas. Hubo días de agosto en que el aspecto de las calles era tétrico. Una fila de carros llegó a llevar al nuevo cementerio para coléricos, también en los terrenos del Calvario, a más de treinta cadáveres en una sola jornada. Hacían el mismo camino que los caballos de picar, pero los hombres eran más jóvenes. Un carro que transportaba cuerpos muertos de unos huérfanos perdió un cadáver por el camino que fue pasto de los perros, milagrosamente inmunes al microbio, como si fuera un castigo pensado solo para el ser humano.

A primeros de agosto el doctor Benito se vio obligado a cerrar el periódico. Se había convertido en un foco de infección. La enfermedad no sólo hacía estragos entre los pobres, más supersticiosos, que se inmolaban en aras de la costumbre, de la ignorancia o del miedo, sino en casas tan principales como la del señor Gobernador, cuya esposa pereció a los pocos días de alzarse la bandera negra en el corazón de la ciudad. Pero quedó demostrado, y así se empeñaba el doctor Benito en divulgarlo, que las medidas de higiene correctas eran útiles aun en el trato directo con los enfermos. Los médicos, en cambio, no se dejaban convencer así como así. Jóvenes voluntarios como el doctor Delgado (pariente de Ramiro Delgado y a la sazón pretendiente de Clotilde Catalán de Ocón) aceptaron destinos en pueblos infestados, y si guardaron en sus prevenciones verdadero celo, con un poco de suerte lograron salvar la vida. Tampoco para el doctor Ferrán fue un camino de rosas. En su expedición vacunadora, cuando la epidemia ya se había desbordado, llegó a pueblos como Híjar donde a finales de julio hubo hasta diez muertos diarios y el doctor, sí, fue recibido como un héroe, pero nadie dio un paso al frente para ponerse la vacuna. ¡Oh culpa funestísima! ¡Oh ira de Dios! Por eso es lanzado sobre al haz de la tierra el azote de la epidemia reinante, como emanación de un Dios omnipotente y eterno, tan villanamente ultrajado de los míseros e insensatos mortales.

Ramón sí estaba convencido, y durante algunos días se convirtió en la mano derecha del doctor Benito. Aprendió a diagnosticar las distintas fases de una invasión de cólera, repartía por las casas los desinfectantes y enseñaba a utilizarlos. El día que el doctor Benito decidió cerrar el periódico, al menos hasta que la enorme virulencia de la peste se calmase, Ramón le ayudó a desinfectar la redacción. En los cruces de las calles y en las plazas ardían hogueras de azufre, al sol hiriente de julio seguían noches de fuego, grandes piras en las que los familiares arrojaban los despojos de sus muertos, sus ropas y sus enseres, y junto a los que algunos preferían soportar el calor cercano de las llamas y el hedor acre de la muerte antes que morir ellos mismos degollados por la brisa nocturna.

El procedimiento no era siempre el mismo y dependía de las existencias. Esa vez Ramón y don Aurelio usaron una solución de agua fuerte con virutas de cobre. La echaban en un balde y cuando reaccionaban los elementos regaban el suelo y frotaban bien el excusado con el líquido azul. Ramón estaba procediendo a sellar las ventanas, antes de prender una gran salamandra de azufre, cuando dos guardias con fusil al hombro llamaron por los cristales con los nudillos.

-Estos vienen a por agua fenicada. Voy a bajar una barrica de la consulta. No quiero que la pisen –dijo don Aurelio.

El doctor Benito salió al zaguán y abrió a los guardias, que se cuadraron delante a varios pasos de la entrada, temerosos de que estuviera contagiada. Uno de ellos sacó un papel y lo leyó como si fuera un bando.

-¿Don Ramón Vargas Espílez?

-Sí, soy yo –dijo Ramón, que estaba encajando trapos en los dinteles.

-Está usted arrestado –dijo el guardia.

El doctor Benito compuso una expresión de alarma.

-¡Acabáramos! ¿Será posible? ¿Pero cómo que arrestado? ¡Pues sí que son ustedes de ayuda! –dijo, iracundo, congestionado.

-A nosotros nos ha mandado el juez. No se crea usted que nos hace mucha gracia custodiar a ese sujeto. Siempre anda metido en casas de apestados.

Ramón bajó del taburete y se asomó a la puerta limpiándose las manos.

-¿De qué se me acusa?

-Oiga, yo no sé nada. Yo soy el guardia.

-¡No preocuparse! –dijo, ceremonioso, don Aurelio-. Ahora mismo te envío a mi abogado. No te preocupes lo más mínimo, Ramón. ¡Será posible! ¡Pues buen ánimo tiene los jueces de terminar con la epidemia, si a los pocos que intentamos combatirla nos meten en chirona!

-Bueno, señores, ¿vamos o no? –insistió el guardia.

Ramón salió a la calle y un guardia con guantes le puso los grilletes.

-¡Y no me toque! –dijo el guardia, cuando echaron a andar.

Ramón fue conducido a los calabozos del Ayuntamiento, que estaban muy cerca de la redacción, en la plaza del Seminario, al pie de la torre de San Martín. Los guardias abrieron una puerta de madera recia y lo dejaron al principio de la escalera. Lo primero que hizo Ramón fue cerciorarse de que los grilletes no le habían hecho heridas en las manos, y descendió con cuidado hasta una oscura bóveda de ladrillo por cuyas paredes chorreaba un agüilla que iba carcomiendo la argamasa. La luz y la ventilación procedían de una claraboya cuya tenue luz azul entraba desde la cuesta de la Andaquilla. Tan sólo debajo del fanal podía verse con cierta claridad, pero el resto era un hedor de sombras húmedas, aire sofocado y brillos de salitre en las paredes. Si Ramón hubiese dado por buena la teoría del miasma, en ese mismo momento se habría dado por muerto. Por eso nos ha puesto el Excelso como a disposición del ángel de la muerte, que se entroniza en las ciudades, se ensaña en los pueblos, destruye las familias, tala en flor y de un golpe la vida de los individuos, viste de luto el mundo, y llena de consternación y quebranto a las criaturas.

En vez de desesperarse con interrogantes que solo el tiempo disiparía, Ramón se concentró en no tocar nada. No se sentó en los bancos de esteras mugrientas en donde los detenidos se tumbaban a dormir, ni mucho menos en el suelo lleno de restos podridos y de ratas cuyos lomos cerdosos espejeaban en la oscuridad. Se limitó a pasear de un lado a otro. Cuando estaba llegando al otro extremo de la bóveda, una voz lo detuvo:

-Quieto ahí. No te me acerques.

Ramón se esforzó por distinguir el bulto que le había hablado.

-No estoy invadido.

-Yo sí –dijo la sombra, y después de carraspear un poco, añadió-: Bueno, eso es lo que yo me digo. Sería muy raro que no me pegara nada esa zorra.

Cuando se le acostumbraron los ojos, Ramón distinguió un hombre grande y corpulento de unos cincuenta años, que llevaba la faja enrollada y la camisa de tirilla, y unas alpargatas de esparto. Estaba rollizo, sudoroso, y no dejaba de mirar el suelo como quien mira un recuerdo amargo, y se frotaba las manos con avaricia. Justo es pues tan formidable azote; comprendemos la causa de tamaña aflicción; pues hemos pecado, inicuamente hemos obrado revelándonos contra un Dios todo majestad, todo santidad, todo poder, cuya justicia ofendida nos hiere y nos aflige.

El cerrojo del portón se descorrió de nuevo.

-¡Ramón Vargas! –se oyó la voz de un guardia.

-Cuidado con lo que toca –dijo Ramón, como toda despedida.

El hombre lo tomó como una broma, incluso soltó una carcajada débil, trastornada, seguida de una fuerte tos.

Arriba estaba esperando Pepe Larrubia, abogado del despacho de don Mariano Muñoz Nogués. Era un tipo enclenque y encorvado, todavía joven, de nariz larga y aspecto macilento, que sin embargo vestía chistera corta y elegante levita de dril, amén de una corbata de fantasía de color azafranado que era como la marca de la casa. En aquel ambiente oscuro, el blancor almidonado de los puños resplandecía como las luciérnagas.

El abogado se presentó con distancia y ceremonia, sin tender la mano a su cliente, pero enseguida fue al grano.

-Tiene usted dos denuncias. Una podría quedar en nada y salir usted libre con obligación de comparecer ante el juez, pero la otra puede que lo retenga más tiempo. Don Fabián Trillo lo ha denunciado por sustracción de bienes de la escuela municipal.

-¿De bienes? –interrumpió Ramón- ¿Qué bienes?

El abogado levantó la vista de sus legajos y en tono aséptico dijo:

-Un aparato. Una linterna mágica.

-¿Una linterna? ¿Y qué más?

-Nada más.

-¿No hay más denuncias?

-Sí, bueno. Esta otra también la firma don Fabián Trillo.

El abogado tomó aliento y continuó.

-Se le acusa de perversión de menores.

Ramón empezó a sonreír. Aquello no tenía pies ni cabeza. Si querían echarlo de la escuela, no era necesario que lo metiesen en la cárcel. Habría bastado un expediente administrativo, una retirada del servicio, incluso un apartamiento del cargo.

-¿A mí? ¿Perversión de menores? ¿Con la linterna mágica? ¡Vamos, hombre!

-No, señor. Esta es otra denuncia, y viene firmada por más personas. Se le acusa de impartir el darwinismo en la escuela como si fuese una disciplina más.

La incredulidad de Ramón se tiñó entonces de furia.

-¿Ah, sí? ¿Y quién más me acusa de eso? ¿No serán por casualidad los miembros del círculo tradicionalista? ¿No será el diácono, don Remigio? ¿No será también algún catedrático de psicología depravado? ¡Se supone que Cánovas no mete a la gente a la cárcel por enseñar las ciencias naturales!

Pepe Larrubia dejó que Ramón se desahogase. No estaban todos los nombres que Ramón imaginaba, pero sí un par de ellos, los dos notorios carlistas, de estos que practican una discreción escandalosa, y que en la manifestación cívica del tres de julio tampoco se destocaron al paso de la comitiva. Pero a ellos las autoridades, para templar gaitas, no los acusaron de nada.

-Se le olvida a usted, señor Vargas –dijo Larrubia, con gesto luctuoso, pero firme, como dando a entender que esto era un asunto para profesionales-, que el juez es tan tradicionalista como Polo y Peyrolón o incluso un poco más.

-Sí, claro, la justicia es ciega, y el cólera invisible. Igual es solo un escarmiento. Me quitan el trabajo y me ponen a la sombra una temporada, a ver si me devoran los microbios. Para odiar tanto a Darwin, han comprendido sus mensajes a la perfección.

El abogado era paciente, pero tampoco demasiado.

-Se hará lo que se pueda –dijo-. Las pruebas son bastante burdas. La linterna mágica fe encontrada en el corral de su antigua casa, mal disimulada, por un guardia medio borracho y sin testigos de ninguna clase. De lo otro, sin embargo, ya hay más pruebas. Don Fabián Trillo presentó unas hojas de dictado de sus alumnos. Es incuestionable que se trata de fragmentos de la obra de Charles Darwin.

Por ello, pues, oh nuestra Patrona adorada, decid a nuestro Dios y Señor, en cuya presencia estáis, de cuya corte formáis parte, que hemos visto y adorado su mano, que nos reconocemos ya reos y confesamos culpables: que no queremos más ofenderle, que nos pesa de todo corazón haber pecado.

Ramón pasó las horas que siguieron en el calabozo, de pie, caminando por la estancia con un pañuelo en la boca. Su compañero de celda no dejó de toser ni de maldecir su suerte ni de arrojar esputos. Un guardia encendió un candil de sebo que sólo iluminaba la escalera. Ramón se sentía herido, pero no quería atormentarse. En aquellos momentos, se decía, es cuando tenía que servir de algo su defensa de la causa del doctor Ferrán. Se negó a dormir en toda la noche, y paseó tozudo por el calabozo, entre los ronquidos de gigante triste del compañero y las violentas sacudidas del hedor. Se entretuvo en medir incluso las horas por el resplandor de la claraboya, pero consiguió no sentarse y dormir. A eso de las nueve da la mañana, el cerrojo volvió a descorrerse.

-¡Ramón Vargas! –gritó la misma voz.

Ramón subió deprisa, convencido de que alguien tan influyente como Muñoz Nogués o el propio doctor Benito no dejarían que un juez carlista se riese de ellos. Cuando subió al estrecho vestíbulo lo cegó la luz del día que entraba por los ventanales. Las pupilas recobraron su tamaño y Ramón se dio cuenta de que no era el abogado quien lo había venido a visitar, sino la señorita Amparo.

A tus plantas, hermosa doncella,

Acudimos en trance cruel:

Que la peste, mortífera huella

A imprimir comenzó ya en Teruel.

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