La dicienda
Qué vergüenza. Todo el mundo la vio conferenciar entre sonrisas, sin recato de ninguna clase, con aquel traidor. No había bastado el poco sentido de la dignidad del diputado Rodríguez del Rey para presentarse a cuerpo gentil en el baile de Cuasimodo, a ser la dicienda y a soportar con cínica entereza los desdenes de todo Teruel. Ni siquiera se conformó con haberse fugado en Madrid al partido fusionista, mientras aquí daba la batalla conservadora y se empeñaba, en contra de la opinión de los paisanos, en llevar a Sagunto el Ferrocarril. “Un gran puerto seco”, “exportar y no importar”, “las tierras se orientan por el cauce de los ríos” y otras paparruchas de ese jaez con las que se había llenado la boca en sus discursos ante el ministro Pidal, otro que tal. No, no sólo había sido eso. ¡Había flirteado sin rebozo con la hija de su más encarnizado enemigo! ¿No era eso lanzar un guante en público? Sí, sí. Concedamos que había sido Amparín la que se acercó por su cuenta hasta el infame diputado, cosa de difícil explicación tratándose de una mujer decente y un hombre soltero, delante de todo el mundo. ¡Pero es él quien, con toda cortesía, debería haber agradecido el saludo con una inclinación de cabeza y media sonrisa, haber mostrado gestos ostensibles de incomodidad, o bien haber buscado la compañía de otras damas entre las que escabullirse de tan comprometedor encuentro!
Y, sin embargo –se dijo el doctor Benito mientras auscultaba el pecho escuálido de un niño tísico-, él también podía haber cruzado la sala detrás de su hija, podía haber saludado secamente y regresado con ella cogida del brazo. Y eso, señoras y señores, tampoco lo hizo. Su prudencia pudo más entonces que su honor. ¿Habría sido preferible protagonizar un encuentro desagradable con ese forastero, diputado por Teruel como podría serlo por Melilla? ¿Qué habría pensado la Junta Gestora y los héroes del 77 de un médico que tiene que llevar a rastras a una hija capaz de soltar cualquier barbaridad en público? ¿Con qué autoridad hoy mismo, cuando terminase la consulta, iba a escribir un largo artículo acusatorio contra Rodríguez del Rey si ayer hubiese perdido los papeles, si hubiese sido el hazmerreír del baile?
El doctor Benito solía pensar como si estuviera echando un discurso. Era el tono en el que escribía sus soflamas de El Ferro-carril y en el que comunicaba su enfermedad a los pacientes. Era el tono en el que se pronunciaba cuando había que meter baza en las reuniones de la Junta Gestora (de la que el doctor Benito era secretario in pectore), y en el que comunicaba a su familia las últimas novedades. Hablaba así porque pensaba así, y porque sólo así el hilo de sus pensamientos no se enredaba en la primera duda. Su vida estaba llena de signos de interrogación tan bien dibujados como las guías engomadas del bigote. Pero no tenía más salida que esperar a que la loca de su hija se apartase de aquel sujeto. La cosa, afortunadamente, no había durado más que unos instantes. Es posible incluso que alguna dama no llegara a enterarse, o que no supiesen quién era el diputado.
La verdad es que el doctor Benito se había quedado de piedra, pero su hijo Julio reaccionó con más astucia. Julio sentía un desprecio infinito por Rodríguez del Rey, pero no por el asunto de la vía férrea, o por lo menos no por las mismas razones que su sueñor padre, sino porque no aguantaba a los traidores. Julio Benito era de los que consideraban al ministro Pidal, tradicionalista ultramontano que aceptó un sillón en el gobierno de Cánovas, un traidor a la causa carlista, pero eso era un asunto privado.
Su hermana, por lo demás, lo ponía muy nervioso. Primero les había dado el disgusto del maestro, y ahora el del diputado. Julio tampoco quería verse envuelto en una trifulca con Rodríguez del Rey, hombre de verbo afilado, acostumbrado a insultar con cortesía. Julio era más bruto. Sus discusiones no terminaban hasta que no se sentía vencedor, fuese de palabra o de obra. Por eso secreteó al oído de su despampanante amiga, la señorita Lis, y de inmediato ella volvió a cruzar la sala y al llegar a las inmediaciones del diputado lo trató como si hubiesen sido amigos de toda la vida. Pudo verse la cara un tanto sorprendida de Rodríguez, que achinaba los ojos, tratando de recordar, pero después estallaba en un interés de ojos muy abiertos y una sonrisa de recordar grandes momentos. Amparín quedó tan al margen que, según se fue girando la señorita Lis, el diputado terminó por darle la espalda, momento en el que su acompañante cruzó unas palabras con Amparo. Pocas, porque Julio acudió entonces al quite y susurró a Amparín que su padre quería hablar con ella.
Gracias a la rápida intervención de aquella gran actriz la cosa no llegó a mayores, pero el doctor Benito no las tenía todas consigo. Terminó de auscultar al niño, se quitó el mandil blanco y los manguitos, cogió su bastón y su bombín y se dirigió a la calle. Había que hablar de hombre a hombre con aquel sujeto. En menos de dos meses celebrarían otro baile. Quién sabe qué giro habrían dado para entonces los acontecimientos.
Don Fabián asomó la cabeza por la puerta de la clase.
-Eh, tú, ven aquí.
Ramón dejó el libro sobre la mesa y se llevó un dedo a los labios. Los niños continuaron su tarea, confiados en que no viniese don Fabián para sustituirlo.
En el vestíbulo de la escuela estaba esperándolo el doctor Benito.
-¡A mis brazos, Señor Vargas! –dijo don Aurelio, acaso con un exceso de amabilidad-. ¿Cómo van esas magulladuras? ¿Ha vuelto a resentirse de la herida? ¡Venga usted cuando quiera para que se la examine, no faltaba más!
-Muchas gracias, muy amable.
-¿Y qué tal está don Francisco?, ¿cómo se encuentra?
El rostro redondo y colorado del doctor Benito se balanceaba de un signo a otro de sus interrogaciones. Ramón no cayó a la primera.
-¿Quién es don Francisco? –dijo.
-¡Por el amor de Dios, don Ramón, usted bromea! ¡De modo que tenemos entre nosotros todo un corresponsal de la Agencia de Castelserás y usted como si nada!
Ramón se había arrepentido muchas veces de aquel gesto que tuvo con la hija del doctor. Daba la sensación de que aquella carta era como una partida de nacimiento, como un certificado de pureza. Las sonrisas que desde entonces empezaron a prodigarle personas que hasta ese momento lo habían despreciado le parecían de la más abyecta condición, le removían sus peores sentimientos y lo empujaban con violencia a la descortesía. En buena hora le enseñó esa carta. Estaba pagando por su soberbia, sin ninguna duda. Pero no se trataba de una soberbia religiosa y capital, sino un fallo en las bondades de la discreción. A los botarates que se conforman con un papel les pasa eso, que lo enseñan. En esos momentos, sin embargo, sólo buscó maneras de justificarse.
-Bueno, bueno. Ser admitido tampoco significa demasiado…
-Mi amigo Plácido, el catedrático de biología, no es de la misma opinión. Piensa que es el primer peldaño para ascender en el escalafón de la celebridad y… Además, sé que ustedes dos son buenos amigos.
-No, don Plácido no es mi amigo. En todo caso, si su amigo es de este pensamiento, ¿por qué le niega al doctor Loscos la financiación para el Herbario Nacional?
-¡Acabáramos!, ¿cómo dice usted eso? –clamó el doctor Benito.
No era el mejor día de Ramón para los besamanos. Sentía un placer casi voluptuoso en decir lo que pensaba. La última carta de Loscos, en la que una eminencia como él echaba pestes del caciquismo analfabeto que campeaba en la provincia, le había empujado a no dejarse llevar por más prudencia que el amor a la verdad. Estaban los dos junto a la puerta de cristales que comunicaba con la capilla. Entre las aguas de los cristales se veían pasar sombras cuyos contornos flotaban tratando de pescar algo de la conversación.
-Vamos a la calle, si no le importa –dijo Ramón.
El doctor Benito estaba un poco asustado. Por la calle de San Miguel bajaban labradores con burros cargados de las frutas y verduras que no habían vendido esa mañana en la plaza del Mercado. Caminaban delante del burro con su sombrero de paja, y detrás, en parejas, se veían mujeres desgreñadas, exhaustas de gritar, con tinajas llenas de agua sobre la cadera, pues en todo el barrio del Arrabal, tierra de agricultores, se pensaba que la fuente de la plaza de la Catedral era más sana que la de sus caños, uno de los cuales, el que provenía de la Peña el Macho, pasaba por debajo del depósito de cadáveres.
Allí, a la sombra interior de la muralla, Ramón se dejó llevar por sus impulsos.
-He leído su artículo sobre la Junta de Sanidad, don Aurelio.
Don Aurelio entrecerró los ojos y se atusó el bigote.
-Tiene usted razón en todo lo que dice, pero me temo que va a ser demasiado tarde.
-Explíquese, haga el favor.
-Con mucho gusto. He leído también que los casos de cólera en Játiva dan lugar a mofas de todo tipo. Pues no, señor Benito. No fue una falsa alarma. Fueron varias, y dos de ellas están a punto de morir. Usted conoce al gobernador, demuestra estar al dedillo de las corruptelas consistoriales. Estamos a finales de abril. Con el calor la epidemia entrará en su apogeo, y la población entera está indefensa.
El doctor Benito se puso muy serio.
-Deberíamos charlar un poco más tranquilamente sobre este asunto, señor Vargas. Lo veo a usted bien informado. Pero tenga en cuenta que las autoridades aquí no son nada estables. El gobernador, el señor Fabra, se marcha un día de estos al gobierno de Castellón. Y en la diputación, si usted ha leído… Quiero decir que las autoridades no sólo no quieren sino que tampoco tienen tiempo de tomar decisiones. Pero dígame, ¿de dónde se ha sacado usted que lo de Játiva es grave?
-Mi amigo Carlos Pau es el boticario de Segorbe y me tiene bien informado. Hay mucho que hacer, y quizá ni eso sea suficiente, pero es imprescindible tomar el asunto igual que se tomó con Francia. En el camino de Valencia debería haber ya un cordón sanitario.
-Bueno, bueno. No creo que sea lo más recomendable para esos arrapiezos que un maestro los aterrorice con un miasma que todavía no sabemos si subirá hasta nuestra altura.
-No es un miasma, es una bacteria.
-¡Permítame, señor Vargas! ¡Usted será un experto en flores, pero yo soy médico!
-Da igual. No vamos a discutir por eso. Lo único que le pido es que trate de organizar cuanto antes un decálogo de precauciones. No podemos permitir que ocurra lo mismo que la última vez.
-Pues la última vez, en el año 65, tengo que decirle que no fue ni mucho menos tan grave como la anterior. Si usted se fija en la tendencia…
-No fue del todo grave pero yo perdí a mi familia. La perdimos muchos como yo. Y la perderán ahora muchos que están como entonces estaba yo.
El doctor Benito hizo mutis. Se sacó el reloj del chaleco y lo consultó.
-Joven, usted y yo tenemos que hablar.
-En cuanto se desate el cólera, usted sabe igual que yo que la mayoría de los médicos saldrán pitando de la ciudad. Pero los pocos que hay dispuestos a quedarse, como usted, deberían tomar decisiones. Y no sólo ustedes. Los franciscanos tienen experiencia en lazaretos. Sería importante que su voz fuera tenida en cuenta para dar consejos a la población.
-Bien, bien… Lo veo a usted un poco alarmado. Pásese mañana cuando salga de la escuela por la imprenta de El Ferro-carril. Está justo debajo de mi consulta.
-Debo volver a la escuela.
-Adelante, adelante. Sin embargo… En fin, hay otro asunto que…
El doctor Benito, el bastón colgando del antebrazo, se frotaba las manos, sacaba y metía del dedo el anillo de compromiso, ensayaba sonrisas que volvía a replegar.
-Creo que usted y mi hija son amigos –dijo el doctor.
-Le estoy muy agradecido a su hija por los cuidados que me dispensó. Por cierto, ¿puedo pedirle un favor? No sé si usted se dirige a su casa en estos momentos, pero yo quería devolverle estas ropas que me prestó el día del accidente… Si lo prefiere, puedo llevarlas yo mismo, o dárselas a su hija.
-No, no. Traiga, traiga –dijo el doctor Benito-. Pero no me ha respondido. ¿Son amigos o no?
-Por mi parte no habría ningún problema en serlo. Creo que fue ella la que se molestó porque yo no quise colaborar en su artículo sobre el suicida. La verdad es que se lo tomó bastante mal. Pídale disculpas de mi parte, si es usted tan amable.
El doctor Benito no siguió preguntando. Sus peores sospechas se confirmaban. Amparín no sólo decía ya cosas extrañas, sino que había empezado a mentir. Pero entonces, pensó, si se inventó lo del maestro, ¿qué hay de Rodríguez del Rey? Hoy mismo se decía que su mano derecha, el secretario Sevilla, se marcha pronto de la capital, y Rodríguez seguirá el mismo rumbo. ¿No pensaría, antes de partir, vengarse de cuantos le zahirieron y muy en especial del doctor Benito, que es quien, casi sin seudónimo, con más saña lo había vapuleado desde las páginas del Ferro-carril? ¡Y qué menos que vengarse atacando lo más querido!
El joven salvador fallido parecía una persona honrada. La mirada un poco aviesa, concentrada, endurecida, y la boca escondida bajo un enorme bigote que sin embargo, observó el doctor Benito, no llevaba las puntas engomadas ni estaba peinado siquiera. Parecía fácil sacarlo de la escuela. Su amigo Gumersindo le había comentado si tenía algún pariente para la plaza de secretario de Ayuntamiento, con tres mil pesetas al año, mucho más de lo que podía soñar un maestro. No, no sería difícil incluso meterlo de matute en el Instituto, o en la Diputación. Haya quien haya, mangonee quien mangonee, meter a alguien en la diputación siempre es posible. Además, pensó el doctor Benito, no tiene familia. No hay incómodos testigos, ni encuentros engorrosos. Y Amparín necesita alguien que la cuide, aunque sea tan raro como ella.
El doctor Benito, más calmado, terminó de subir la cuesta que desemboca en la plaza de la Libertad, y paseó junto a la pared de la Catedral hasta el Ayuntamiento, donde paró a echar un trago en la fuente. ¡Una bacteria! ¡Qué cosas! ¡Si ya no vamos a poder disfrutar de esta agua tan rica…!, iba pensando, pero se disciplinó para volver a cosas más urgentes. Había cumplido la embajada de su señora esposa. Ya había ido a ver al mequetrefe del maestro y le había puesto las peras a cuarto. Ya le había dicho que ni se le ocurriese poner siquiera la mirada encima de su hija. El doctor Benito ensayaba incluso las frases con las que se lo había dicho. Procuraría decirlas a solas, sin que Amparín estuviera presente. ¿Y si trataba de templar gaitas? ¿Cómo podría templar gaitas, señoras y señores, en una situación tan comprometida para la familia?, iba diciéndose el doctor Benito calle abajo, entre hojas de berza podrida que habían dejado los hortelanos en su regreso a las afueras de la ciudad.
Qué vergüenza. Todo el mundo la vio conferenciar entre sonrisas, sin recato de ninguna clase, con aquel traidor. No había bastado el poco sentido de la dignidad del diputado Rodríguez del Rey para presentarse a cuerpo gentil en el baile de Cuasimodo, a ser la dicienda y a soportar con cínica entereza los desdenes de todo Teruel. Ni siquiera se conformó con haberse fugado en Madrid al partido fusionista, mientras aquí daba la batalla conservadora y se empeñaba, en contra de la opinión de los paisanos, en llevar a Sagunto el Ferrocarril. “Un gran puerto seco”, “exportar y no importar”, “las tierras se orientan por el cauce de los ríos” y otras paparruchas de ese jaez con las que se había llenado la boca en sus discursos ante el ministro Pidal, otro que tal. No, no sólo había sido eso. ¡Había flirteado sin rebozo con la hija de su más encarnizado enemigo! ¿No era eso lanzar un guante en público? Sí, sí. Concedamos que había sido Amparín la que se acercó por su cuenta hasta el infame diputado, cosa de difícil explicación tratándose de una mujer decente y un hombre soltero, delante de todo el mundo. ¡Pero es él quien, con toda cortesía, debería haber agradecido el saludo con una inclinación de cabeza y media sonrisa, haber mostrado gestos ostensibles de incomodidad, o bien haber buscado la compañía de otras damas entre las que escabullirse de tan comprometedor encuentro!
Y, sin embargo –se dijo el doctor Benito mientras auscultaba el pecho escuálido de un niño tísico-, él también podía haber cruzado la sala detrás de su hija, podía haber saludado secamente y regresado con ella cogida del brazo. Y eso, señoras y señores, tampoco lo hizo. Su prudencia pudo más entonces que su honor. ¿Habría sido preferible protagonizar un encuentro desagradable con ese forastero, diputado por Teruel como podría serlo por Melilla? ¿Qué habría pensado la Junta Gestora y los héroes del 77 de un médico que tiene que llevar a rastras a una hija capaz de soltar cualquier barbaridad en público? ¿Con qué autoridad hoy mismo, cuando terminase la consulta, iba a escribir un largo artículo acusatorio contra Rodríguez del Rey si ayer hubiese perdido los papeles, si hubiese sido el hazmerreír del baile?
El doctor Benito solía pensar como si estuviera echando un discurso. Era el tono en el que escribía sus soflamas de El Ferro-carril y en el que comunicaba su enfermedad a los pacientes. Era el tono en el que se pronunciaba cuando había que meter baza en las reuniones de la Junta Gestora (de la que el doctor Benito era secretario in pectore), y en el que comunicaba a su familia las últimas novedades. Hablaba así porque pensaba así, y porque sólo así el hilo de sus pensamientos no se enredaba en la primera duda. Su vida estaba llena de signos de interrogación tan bien dibujados como las guías engomadas del bigote. Pero no tenía más salida que esperar a que la loca de su hija se apartase de aquel sujeto. La cosa, afortunadamente, no había durado más que unos instantes. Es posible incluso que alguna dama no llegara a enterarse, o que no supiesen quién era el diputado.
La verdad es que el doctor Benito se había quedado de piedra, pero su hijo Julio reaccionó con más astucia. Julio sentía un desprecio infinito por Rodríguez del Rey, pero no por el asunto de la vía férrea, o por lo menos no por las mismas razones que su sueñor padre, sino porque no aguantaba a los traidores. Julio Benito era de los que consideraban al ministro Pidal, tradicionalista ultramontano que aceptó un sillón en el gobierno de Cánovas, un traidor a la causa carlista, pero eso era un asunto privado.
Su hermana, por lo demás, lo ponía muy nervioso. Primero les había dado el disgusto del maestro, y ahora el del diputado. Julio tampoco quería verse envuelto en una trifulca con Rodríguez del Rey, hombre de verbo afilado, acostumbrado a insultar con cortesía. Julio era más bruto. Sus discusiones no terminaban hasta que no se sentía vencedor, fuese de palabra o de obra. Por eso secreteó al oído de su despampanante amiga, la señorita Lis, y de inmediato ella volvió a cruzar la sala y al llegar a las inmediaciones del diputado lo trató como si hubiesen sido amigos de toda la vida. Pudo verse la cara un tanto sorprendida de Rodríguez, que achinaba los ojos, tratando de recordar, pero después estallaba en un interés de ojos muy abiertos y una sonrisa de recordar grandes momentos. Amparín quedó tan al margen que, según se fue girando la señorita Lis, el diputado terminó por darle la espalda, momento en el que su acompañante cruzó unas palabras con Amparo. Pocas, porque Julio acudió entonces al quite y susurró a Amparín que su padre quería hablar con ella.
Gracias a la rápida intervención de aquella gran actriz la cosa no llegó a mayores, pero el doctor Benito no las tenía todas consigo. Terminó de auscultar al niño, se quitó el mandil blanco y los manguitos, cogió su bastón y su bombín y se dirigió a la calle. Había que hablar de hombre a hombre con aquel sujeto. En menos de dos meses celebrarían otro baile. Quién sabe qué giro habrían dado para entonces los acontecimientos.
Don Fabián asomó la cabeza por la puerta de la clase.
-Eh, tú, ven aquí.
Ramón dejó el libro sobre la mesa y se llevó un dedo a los labios. Los niños continuaron su tarea, confiados en que no viniese don Fabián para sustituirlo.
En el vestíbulo de la escuela estaba esperándolo el doctor Benito.
-¡A mis brazos, Señor Vargas! –dijo don Aurelio, acaso con un exceso de amabilidad-. ¿Cómo van esas magulladuras? ¿Ha vuelto a resentirse de la herida? ¡Venga usted cuando quiera para que se la examine, no faltaba más!
-Muchas gracias, muy amable.
-¿Y qué tal está don Francisco?, ¿cómo se encuentra?
El rostro redondo y colorado del doctor Benito se balanceaba de un signo a otro de sus interrogaciones. Ramón no cayó a la primera.
-¿Quién es don Francisco? –dijo.
-¡Por el amor de Dios, don Ramón, usted bromea! ¡De modo que tenemos entre nosotros todo un corresponsal de la Agencia de Castelserás y usted como si nada!
Ramón se había arrepentido muchas veces de aquel gesto que tuvo con la hija del doctor. Daba la sensación de que aquella carta era como una partida de nacimiento, como un certificado de pureza. Las sonrisas que desde entonces empezaron a prodigarle personas que hasta ese momento lo habían despreciado le parecían de la más abyecta condición, le removían sus peores sentimientos y lo empujaban con violencia a la descortesía. En buena hora le enseñó esa carta. Estaba pagando por su soberbia, sin ninguna duda. Pero no se trataba de una soberbia religiosa y capital, sino un fallo en las bondades de la discreción. A los botarates que se conforman con un papel les pasa eso, que lo enseñan. En esos momentos, sin embargo, sólo buscó maneras de justificarse.
-Bueno, bueno. Ser admitido tampoco significa demasiado…
-Mi amigo Plácido, el catedrático de biología, no es de la misma opinión. Piensa que es el primer peldaño para ascender en el escalafón de la celebridad y… Además, sé que ustedes dos son buenos amigos.
-No, don Plácido no es mi amigo. En todo caso, si su amigo es de este pensamiento, ¿por qué le niega al doctor Loscos la financiación para el Herbario Nacional?
-¡Acabáramos!, ¿cómo dice usted eso? –clamó el doctor Benito.
No era el mejor día de Ramón para los besamanos. Sentía un placer casi voluptuoso en decir lo que pensaba. La última carta de Loscos, en la que una eminencia como él echaba pestes del caciquismo analfabeto que campeaba en la provincia, le había empujado a no dejarse llevar por más prudencia que el amor a la verdad. Estaban los dos junto a la puerta de cristales que comunicaba con la capilla. Entre las aguas de los cristales se veían pasar sombras cuyos contornos flotaban tratando de pescar algo de la conversación.
-Vamos a la calle, si no le importa –dijo Ramón.
El doctor Benito estaba un poco asustado. Por la calle de San Miguel bajaban labradores con burros cargados de las frutas y verduras que no habían vendido esa mañana en la plaza del Mercado. Caminaban delante del burro con su sombrero de paja, y detrás, en parejas, se veían mujeres desgreñadas, exhaustas de gritar, con tinajas llenas de agua sobre la cadera, pues en todo el barrio del Arrabal, tierra de agricultores, se pensaba que la fuente de la plaza de la Catedral era más sana que la de sus caños, uno de los cuales, el que provenía de la Peña el Macho, pasaba por debajo del depósito de cadáveres.
Allí, a la sombra interior de la muralla, Ramón se dejó llevar por sus impulsos.
-He leído su artículo sobre la Junta de Sanidad, don Aurelio.
Don Aurelio entrecerró los ojos y se atusó el bigote.
-Tiene usted razón en todo lo que dice, pero me temo que va a ser demasiado tarde.
-Explíquese, haga el favor.
-Con mucho gusto. He leído también que los casos de cólera en Játiva dan lugar a mofas de todo tipo. Pues no, señor Benito. No fue una falsa alarma. Fueron varias, y dos de ellas están a punto de morir. Usted conoce al gobernador, demuestra estar al dedillo de las corruptelas consistoriales. Estamos a finales de abril. Con el calor la epidemia entrará en su apogeo, y la población entera está indefensa.
El doctor Benito se puso muy serio.
-Deberíamos charlar un poco más tranquilamente sobre este asunto, señor Vargas. Lo veo a usted bien informado. Pero tenga en cuenta que las autoridades aquí no son nada estables. El gobernador, el señor Fabra, se marcha un día de estos al gobierno de Castellón. Y en la diputación, si usted ha leído… Quiero decir que las autoridades no sólo no quieren sino que tampoco tienen tiempo de tomar decisiones. Pero dígame, ¿de dónde se ha sacado usted que lo de Játiva es grave?
-Mi amigo Carlos Pau es el boticario de Segorbe y me tiene bien informado. Hay mucho que hacer, y quizá ni eso sea suficiente, pero es imprescindible tomar el asunto igual que se tomó con Francia. En el camino de Valencia debería haber ya un cordón sanitario.
-Bueno, bueno. No creo que sea lo más recomendable para esos arrapiezos que un maestro los aterrorice con un miasma que todavía no sabemos si subirá hasta nuestra altura.
-No es un miasma, es una bacteria.
-¡Permítame, señor Vargas! ¡Usted será un experto en flores, pero yo soy médico!
-Da igual. No vamos a discutir por eso. Lo único que le pido es que trate de organizar cuanto antes un decálogo de precauciones. No podemos permitir que ocurra lo mismo que la última vez.
-Pues la última vez, en el año 65, tengo que decirle que no fue ni mucho menos tan grave como la anterior. Si usted se fija en la tendencia…
-No fue del todo grave pero yo perdí a mi familia. La perdimos muchos como yo. Y la perderán ahora muchos que están como entonces estaba yo.
El doctor Benito hizo mutis. Se sacó el reloj del chaleco y lo consultó.
-Joven, usted y yo tenemos que hablar.
-En cuanto se desate el cólera, usted sabe igual que yo que la mayoría de los médicos saldrán pitando de la ciudad. Pero los pocos que hay dispuestos a quedarse, como usted, deberían tomar decisiones. Y no sólo ustedes. Los franciscanos tienen experiencia en lazaretos. Sería importante que su voz fuera tenida en cuenta para dar consejos a la población.
-Bien, bien… Lo veo a usted un poco alarmado. Pásese mañana cuando salga de la escuela por la imprenta de El Ferro-carril. Está justo debajo de mi consulta.
-Debo volver a la escuela.
-Adelante, adelante. Sin embargo… En fin, hay otro asunto que…
El doctor Benito, el bastón colgando del antebrazo, se frotaba las manos, sacaba y metía del dedo el anillo de compromiso, ensayaba sonrisas que volvía a replegar.
-Creo que usted y mi hija son amigos –dijo el doctor.
-Le estoy muy agradecido a su hija por los cuidados que me dispensó. Por cierto, ¿puedo pedirle un favor? No sé si usted se dirige a su casa en estos momentos, pero yo quería devolverle estas ropas que me prestó el día del accidente… Si lo prefiere, puedo llevarlas yo mismo, o dárselas a su hija.
-No, no. Traiga, traiga –dijo el doctor Benito-. Pero no me ha respondido. ¿Son amigos o no?
-Por mi parte no habría ningún problema en serlo. Creo que fue ella la que se molestó porque yo no quise colaborar en su artículo sobre el suicida. La verdad es que se lo tomó bastante mal. Pídale disculpas de mi parte, si es usted tan amable.
El doctor Benito no siguió preguntando. Sus peores sospechas se confirmaban. Amparín no sólo decía ya cosas extrañas, sino que había empezado a mentir. Pero entonces, pensó, si se inventó lo del maestro, ¿qué hay de Rodríguez del Rey? Hoy mismo se decía que su mano derecha, el secretario Sevilla, se marcha pronto de la capital, y Rodríguez seguirá el mismo rumbo. ¿No pensaría, antes de partir, vengarse de cuantos le zahirieron y muy en especial del doctor Benito, que es quien, casi sin seudónimo, con más saña lo había vapuleado desde las páginas del Ferro-carril? ¡Y qué menos que vengarse atacando lo más querido!
El joven salvador fallido parecía una persona honrada. La mirada un poco aviesa, concentrada, endurecida, y la boca escondida bajo un enorme bigote que sin embargo, observó el doctor Benito, no llevaba las puntas engomadas ni estaba peinado siquiera. Parecía fácil sacarlo de la escuela. Su amigo Gumersindo le había comentado si tenía algún pariente para la plaza de secretario de Ayuntamiento, con tres mil pesetas al año, mucho más de lo que podía soñar un maestro. No, no sería difícil incluso meterlo de matute en el Instituto, o en la Diputación. Haya quien haya, mangonee quien mangonee, meter a alguien en la diputación siempre es posible. Además, pensó el doctor Benito, no tiene familia. No hay incómodos testigos, ni encuentros engorrosos. Y Amparín necesita alguien que la cuide, aunque sea tan raro como ella.
El doctor Benito, más calmado, terminó de subir la cuesta que desemboca en la plaza de la Libertad, y paseó junto a la pared de la Catedral hasta el Ayuntamiento, donde paró a echar un trago en la fuente. ¡Una bacteria! ¡Qué cosas! ¡Si ya no vamos a poder disfrutar de esta agua tan rica…!, iba pensando, pero se disciplinó para volver a cosas más urgentes. Había cumplido la embajada de su señora esposa. Ya había ido a ver al mequetrefe del maestro y le había puesto las peras a cuarto. Ya le había dicho que ni se le ocurriese poner siquiera la mirada encima de su hija. El doctor Benito ensayaba incluso las frases con las que se lo había dicho. Procuraría decirlas a solas, sin que Amparín estuviera presente. ¿Y si trataba de templar gaitas? ¿Cómo podría templar gaitas, señoras y señores, en una situación tan comprometida para la familia?, iba diciéndose el doctor Benito calle abajo, entre hojas de berza podrida que habían dejado los hortelanos en su regreso a las afueras de la ciudad.
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