Medea sigue
siendo la tragedia más potente de Eurípides, la que atrapa con más fuerza a
espectadores o lectores no avisados. Y también a Ariel Dorfman, quien riza el
argumento de la tragedia en Purgatorio,
montada sobre la premisa de que tanto Medea como Jasón están purgando su pena.
Una bata blanca sirve para que el otro hurgue
en las entrañas rotas de la bruja asesina y el macarra mujeriego. Carmen Elías
sí es una buena Medea, muy de la escuela española de darse puñetazos en los
ovarios, la escuela Espert, la escuela Bernarda, los dos nombres que más horas
de teatro español han colonizado y más piezas han oscurecido, y las dos, sobre
todo la segunda, recuerdo de un teatro de subtexto, un teatro cultural,
teatral, especulativo, remakeador, obeso de cultura y sin fibra imaginativa. Pero
Viggo Mortensen ya no me gusta tanto. Se mueve como un autómata por el escenario negro y pelado, para variar; da la sensación de que no sabe dónde
poner las manos, o por lo menos recurre a unos gestos con ellas que no resultan ni naturales ni teatrales; dice frases sin que terminen de encajar con las que dice su
antagonista, con tonos artificialmente elevados o impertinentemente bajos, sin
asomo del aire machorro y seductor de Jasón cuando trata a Medea como a una
colilla.
Porque
en esa impresionante obra de Eurípides no se habla de la mujer enloquecida que
mata a sus hijos sino de la herida en el orgullo, y no solo se venga de Jasón
por celos sino porque la ha desposeído de cualquier forma de dignidad. Medea es
la mujer que entrega más de lo que cualquiera en su sano juicio entregaría por
amor, y consiguientemente la que más dolor sufrirá y daño será capaz de
infligir. Al autor de Purgatorio le interesa
la sangre de los niños y el sexo de la competidora, carnaza moderna, pero no el
entramado de sutiles sentimientos que estrangulan a Medea. Bien es cierto que
el texto de Purgatorio jamás menciona
los héroes de la tragedia, pero todo es tan reconocible como si interpretasen
Caperucita Roja, y uno se pasa la función echando de menos el modelo, la
tragedia intensa, los constantes chispazos entre sentimientos opuestos, el
desgarro de quien sabe qué es lo peor que puede hacer.
Aquí, en
vez de teatro, hay psicoanálisis. El acentazo argentino de Mortensen, bien
mirado, casa mejor con esa cinta de Moebius borgiana que, como dice él en el
único momento cómico de la obra, es un círculo que no se sabe si terminará. Qué
manía con los círculos viciosos para explicarlo todo. Qué solución tan
sencilla. Qué fácil recurrir a los recuerdos escondidos, a los gatitos de la
infancia, en plan Annibal Lekter, pero con una presencia de buen chico que no
tienen nada que ver con lo que representa
Jasón. También un poco especulativamente, estos actores actúan de otros
autores, y si la una, muy a la española, resulta verosímil, el otro, argentino
de souvenir, a veces da un poco de risa.
No sé si
era fácil dotar de fluidez a un texto espiralidoso que no avanza hacia ninguna
parte, hasta el punto de que el final repentino, el deus ex machina del perdón,
es lo más euripídeo de todo como recurso técnico, como si Ariel Dorfman tampoco
hubiese sabido cómo cerrar aquello y se le hubiera ocurrido un final a lo
Hipólito, por el morro. Entre Medea y Jasón no puede haber perdones. Son lo
contrario al perdón. Son lo imperdonable. Los dos. Y aquí la cosa termina como
si se hubiera acabado la hora de la consulta, con un perdón postizo que no se
justifica con ninguna de las parrafadas gratuitas, ese aire confuso que a
algunos les parecerá profundo. Lo profundo es transparente, necesita de aguas
transparentes para revelarse. Y estas aguas están demasiado teñidas de bucles
retóricos, de tarquín palabrero. Se ve una superficie oscura, pero no se sabe
si es un charco o es un pozo.
Y es una
lástima, porque el Teatro del Matadero, aparte de un hermoso edificio, es un
sitio que ni pintado para representar esta tragedia o sus versiones psicoanalíticas.
Claro que, en vez de montarla en la coqueta sala 2, deberían haberla puesto en
la sala de despiece. Medea dando besos a los ganchos. Jasón tratando de no pisar
la sangre. Pero, por favor, sin que nadie pida perdón.
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