Conviene
hacer un alto al principio de la segunda parte de Canadá, de Richard Ford, por la sencilla razón de que la primera,
de 250 páginas, no solo es extraordinaria (lo que más me ha gustado de Ford,
sin duda) sino que no habría pasado absolutamente nada si la hubiesen publicado
como novela autónoma. Pero, desde el momento en que la segunda parte, igual de
larga, promete tanto como la primera, igual es preferible hablar de ellas por
separado, sin tener en cuenta la una para la otra. Esto no es sacarle un
defecto prematuro, valga la hipálage, sino doblar el placer y sobre todo
retener lo más posible su frescura.
Porque
esta novela es fresca. Aparte de sus libros de relatos, Rock Springs o, más recientemente, Pecados sin cuento, que siempre me interesan, como novelista dejé
de leerlo con El Día de la Independencia,
que, para qué negarlo, me aburrió. Pero a principios de los noventa me había
divertido mucho con El periodista deportivo,
porque la manera de contar su vida de aquel Frank Bascome era perfecta para
contarme lo que, recién llegado a Madrid, yo mismo veía. Lo leí, claro, llevado
por la inercia de Raymond Carver, uno de mis grandes descubrimientos por aquel
entonces. Mío y de todo el mundo, porque en los 90 solo se escribían cuentos Carver,
escenas cotidianas, minuciosamente descritas, meticulosamente anodinas, llenas
de gente con problemas que cada dos páginas abre una lata de cerveza. Era aparentemente fácil y casi todos los
cuentistas lo intentaban, pero entrañaba un doble peligro: hacía pensar que cualquier cosa, incluso la propia vida,
podía convertirse en cuento, y que la etiqueta de realismo sucio se refería al estilo, que no era producto de la
depuración poética sino de escribir de cualquier manera. Richard Ford, si no
discípulo de Carver sí su heredero, o al menos el mejor afín superviviente,
siempre ha cimentado sus historias sobre esas dos columnas: buenas historias y
un lenguaje muy depurado. En El
periodista deportivo, además, había encontrado el modo de trasladar el
mundo de aquellos cuentos a una narración continuada, con esa voz que, como
digo, servía entonces para narrar el mundo.
Luego
Ford se hizo novelista exhaustivo. Es un sarampión adulto que también tuvo
Irving con Hasta que te encuentre y
tantos otros con esos novelones forrados de detalles que no parecían tener más
objeto que llegar a las mil páginas, como aquel que al menos una vez en su vida
decide recorrer un maratón. Así me supo El
Día de la Independencia, con una profusión de detalles agotadora, sobre
todo porque estaban al servicio de la descripción de los personajes y no de lo
que se narraba. Era el mito del tour de
force, que a veces sale bien (Gurganus), y a veces, como decía el otro, lo
arrojas a la piscina.
De modo
que empecé Canadá (500 páginas de
apretada tipografía, nada de letrajas) con la duda de si no sería otra nueva
entrega de exhaustividad y matrimonios en crisis, y lo que me he encontrado ha
sido una novela (de 250 páginas, la primera, ya digo) admirable, magistralmente
construida, narrada con delicadeza y fluidez, minuciosa, sí, pero siempre
justa, nunca pleonástica o cargante, con la misma sosegada lucidez con la que
hablaba Bascome pero sin demasiadas reflexiones, tan solo las más oportunas,
las que nacen de glosar escenas estupendas por sí solas.
Todo se cuenta desde la mirada de
un chaval de quince años, a principio de los 60, en la Norteamérica profunda, a
través de la memoria de un profesor ya jubilado que se empeña, y lo consigue,
en no salirse de aquellos ojos de quince años, de lo que veía y lo que sentía,
de cómo juzgaba las cosas entonces, cuando las encontraba, no ahora que todo
puede juzgarse. Su realidad entrevista no incluye la verdad de nadie, sino lo
que se puede ver de esa verdad, los datos que nos hacen imaginar la verdad. La
infancia y la memoria ven los colores que flotan, las sonrisas que destacan,
los gestos desde detrás de una puerta, el sudor, el miedo, el desamparo, todo
ello pintado sin colores fuertes, con la suavidad de lo que se debe amar para
que uno se reconozca como digno de ser amado. “Nuestros padres siempre nos
quisieron”, “siempre quise a nuestros padres”, se repite alguna vez, y eso
significa que la narración no se emponzoña nunca de resentimiento, jamás carga
las tintas contra sí misma, la muestra en su desnudez, en su mirada limpia,
narrada sin arrebatos pero con un profundo sentimiento que por ahí he leído
calificar de elegíaco. Este no es un libro de lamentaciones. Con decir que es
hermoso y profundo yo creo que nos habríamos entendido.
El chico, Dell, no juzga,
comprende, y es eso sin duda lo que más me gusta de esta primera parte.
Comprende al padre que huye jubilosamente hacia ninguna parte, a la madre que
se dejó llevar, a la hermana que se marchó. Ford comprende incluso a los
carceleros y a la amiga de su madre y a los indios que vigilan a su padre.
Incluso lucha por comprenderse a sí mismo, cada día, mientras a su padre se le
metía en la cabeza atracar un banco y su madre terminaba siendo cómplice de la
chapuza y a los dos días ya los habían metido en la trena. No hay más narración,
y el propio autor, como se hacía en las comedias clásicas, explica con claridad
el argumento entero, para que nadie espere más de lo que hay, pero sí todo lo que hay. Excepto, quizá, una
detallado y violento relato del atraco, que Ford ventila con ligereza, porque
no es eso lo que íbamos buscando. No son los hechos los que forman la vida sino
las circunstancias que llevan a esos hechos y las consecuencias que de ellos se
derivan. Los hechos no son más que hechos, datos ruidosos, pero datos.
Y lo que hay, además de los
hechos, es mucho: capítulos cortos, escenas descritas, pulidas, amparadas en
detalles, en gestos, en miradas, en objetos, nunca más de lo debido, siempre
con esa desnudez obligatoria que es lo contrario de la exhaustividad y lo
propio del verdadero realismo. Ford termina las escenas como aquel que coloca
la última pieza de un puzle con cuidado de no estropear las otras muchas que
hay ya puestas, de modo que no sobre ni falte ninguna, o solo la que se come el
protagonista en una escena memorable. Pero también se ocupa de que la novela
nunca parezca el resultado de esa estudiadísima colocación de piezas sino del
flujo narrativo, transparente y hondo, sobrio y natural, luminoso sin más
alarde que el de la palabra justa en el sitio adecuado.
La segunda parte, en cambio, no tiene nada, pero nada que ver con la primera. Al chico, Dell, lo
acaba recogiendo, por así decir, el hermano de una amiga de su madre, Arthur
Remlinger, un tipo raro al que no podía dejar de imaginarme como el hermano superviviente,
violento y suicida, de Sartoris, o
como a aquel personaje de Leviatán que
se dedicaba a poner bombas en las estatuas de la libertad. Lo que en la primera
mitad del libro era proporción y desnudez, en esta segunda parte se embarra de
descripciones inventariales, muchas de ellas repetitivas, y personajes que no
parecen ir a ningún sitio: Charley, el criado de Arthur Remlinger, un sujeto
medio salvaje que, sin justificación de ningún tipo, narra el pasado oculto de
Remlinger, que hasta entonces, un poco demasiadamente, había sido como el Kurtz
de la narración, el héroe ausente del que se van sabiendo atrocidades poco a
poco. No es ocioso que cite al propio Conrad, casi al final de la novela,
cuando en un epílogo tipo muchos años
después retome la primera parte y nos haga pensar que o bien nos ha
escamoteado la continuación de la primera, o bien ha empalmado dos novelas distintas.
Esta segunda historia se basa en
un tópico mefistofélico: el anarquista huido (anarquista americano, más cerca
del Tea Party actual que de otra cosa) que debe cargar con su pasado cuando
viene a visitarlo en forma de dos sujetos bastante estúpidos que pagan por
entrar en la ratonera donde los van a matar. Así como la primera parte es una
historia redonda a la que no le falta de nada, esta segunda se queda debajo de
una hojarasca de reflexiones pleonásticas y una carpintería de referentes
clásicos que hurtan al lector, como
se suele decir, el cuerpo de lo que se le cuenta.
Las últimas frases del libro,
después de un final algo tedioso, un reencuentro forzado con su hermana
melliza, medio siglo después, quizá sirvan para justificar este injustificable
zurcido: “tendrás una oportunidad mejor en la vida… si te supeditas, como sugirió Ruskin, al mantenimiento
de las proporciones, a enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar
lo bueno, aun cuando haya que admitir que lo bueno no es a menudo fácil de
encontrar”.
En este caso es bastante fácil.
Lo bueno es la primera mitad, magnífica, y lo malo es ese apaño que solo puede
justificarse desde la hipótesis de que alguien pueda encontrarle relación. La prosa trepidante, además, devora alguna de las mejores cualidades de la primera parte. Allí hacía calor, era verano, agosto. En esta segunda parte es Canadá, otoño cinegético, primeras nieves. Y, para asombro del lector, en la novela nunca llega a hacer frío. A lo mejor es que nos imaginábamos en algún repliegue de la conciencia el río Congo y no el lago Reindeer.
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